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– ¿Se queda? – le dijo el carnicero.

– Un rato – y señalaba, sin haberlo mirado, a su reloj de pulsera.

Carmelo y su compañero salieron hacia el sol y tomaban la ruta de San Fernando. Ahora había entrado Justi, endomingada.

– ¡Vaya moza que tienen ustedes! – decía, dirigiéndose a Mauricio, la mujer de Felipe.

La chica se reía sin timidez, de pie junto a la gorda, que le tenía una mano en la cadera como si comprobase lo sólida que estaba.

– ¿Tendrá ya novio? – dijo, levantando los ojos hacia Justi.

– Sí que lo tiene, sí – contestaba la madre, y sonreía con las manos cogidas.

Felisita miraba a Justi con interés. El hombre de los z. b. se había acercado a Lucio, pero no hablaban. Ocaña dijo a su mujer:

– Petra, las tres y media dadas, hija. Yo creo que ya va siendo hora de que pasemos al jardín.

– Vamos, vamos – decía movilizándose -; por mí, cuando queráis.

Se levantaron todos. Justi empezó a coger cosas.

– Huy, deja, chica, no te molestes; lo que es manos, aquí no nos faltan, a Dios gracias, para llevar todo esto y mucho más. Tú no hagas nada. Deja que los chicos lo lleven, ya que no sirven para cosa buena.

– No es molestia ninguna -dijo Justina.

Y desapareció hacia el pasillo con una cesta. Mauricio se salió del mostrador y fue por delante de todos, como abriendo camino, y para aconsejarles en el jardín una mesa a propósito.

– No dejéis nada – dijo Petra.

Careaba a sus hijos por delante, hacia el corredor. Luego entró ella, y los cuñados, y Felipe el último. Lucio decía al hombre de los z. b., señalando con la cabeza hacia la puerta por. donde todos habían salido:

– Éste ya puede agarrarse al volante de firme, con esos cuatro lobeznos en casa pidiendo pan.

– Y destrozando calzado…-añadía el otro.

Escurrían por el cuello de Sebas regueros de sudor ensuciados de polvo, a esconderse en el vello de su pecho. Tenía los hombros bien redondeados, los antebrazos fuertes. Sus manos duras como herramientas se dejaban caer pedacitos de tortilla encima de los muslos. Santos, blanco y lampiño junto a él, alargaba su brazo a la tartera de Lucita:

– ¿Me permites?

– Coge, por Dios.

– ¡Cómo te llamas al arrimo!

– Sí, la vais a dejar a la chica sin una empanada.

– Para eso están. Traigo de sobra; tú cógela, Santos.

El sol arriba se embebía en las copas de los árboles, trasluciendo el follaje multiverde. Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el ámbito del soto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la sombra, como escamas de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las espaldas de Alicia y de Mely, la camisa de Miguel, y andaba rebrillando por el centro del corro en los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadrazules servilletas, extendidas sobre el polvo.

– ¡El Santos, cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter.

– Hay que hacer por la vida, chico. Pues tú tampoco te portas malamente.

– Ni la mitad que tú. Tú es que no paras, te empleas a fondo.

– Se disfruta de verlo comer – dijo Carmen.

– ¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta el detalle? Y que disfruta viéndolo comer. Eso se llama una novia, ¿ves tú?

– Ya lo creo. Luego éste igual no la sabe apreciar. Eso seguro.

– Pues no se encuentra todos los días una muchacha así. Desde luego es un choyo. Tiene más suerte de la que se merece.

– Pues se merece eso y mucho más, ya está – protestó Carmen-. Tampoco me lo hagáis ahora de menos, por ensalzarme a mí. Pobrecito mío.

– ¡Huyuyuy!, ¡cómo está la cosa! – se reía Sebastián -. ¿No te lo digo?

Todos miraban riendo hacia Santos y Carmen. Dijo Santos:

– ¡Bueno, hombre!, ¿qué os pasa ahora? ¿Me la vais a quitar? – Echaba el brazo por los hombros de Carmen y la apretaba contra su costado, afectando codicia, mientras con la otra mano cogía un tenedor y amenazaba, sonriendo:

– ¡El que se arrime…!

– Sí, sí, mucho teatro ahora – dijo Sebas -; luego la das cada plantón, que le desgasta los vivos a las esquinas, la pobre muchacha, esperando.

– ¡Si será infundios! Eso es incierto.

– Pues que lo diga ella misma, a ver si no.

– ¡Te tiro…! – amagaba Santos levantando en la mano una lata de sardinas.

– ¡Menos!

– Chss, chss, a ver eso un segundo… – cortó Miguel -. Esa latita.

– ¿Ésta?

– Sí, ésa; ¡verás tú…!

– Ahí te va.

Santos lanzó la lata y Miguel la blocó en el aire:

– ¡Pero no me mates! – exclamó -. Lo que me suponía. ¡Sardinas! ¡Tiene sardinas el tío y se calla como un zorro! ¡No te creas que no tiene delito! – miraba cabeceando hacia los lados.

– ¡Sardinas tiene!-dijo Fernando-. ¡Qué tío ladrón! ¿Para qué las guardabas? ¿Para postre?

– Hombre, yo qué sabía. Yo las dejaba con vistas a la merienda.

– ¡Amos, calla! Que traías una lata de sardinas y te has hecho el loco. Con lo bárbaras que están de aperitivo. Y además en aceite, que vienen. ¡Eso tiene penalty, chico, callarse en un caso así! ¡Penalty!

– Pues yo no las perdono – dijo Fernando -. Nunca es tarde para meterle el abrelatas. Échame esa navaja, Sebas. Tiene abrelatas, ¿no?

– ¿La navaja de Sebas? ¡Qué preguntas! Ése trae más instrumental que el maletín de un cirujano.

– Verás qué pronto abrimos esto – dijo Fernando cogiendo la navaja.

– A mí no me manches, ¿eh? – le advertía Mely-. Ojito con salpicarme de aceite.

Se retiraba. Miguel miraba a Fernando que hacía torpes esfuerzos por clavar el abrelatas.

–  Dame a mí. Yo lo hago, verás.

– No, déjame – se escudaba con el hombro -. Es que será lo que sea, pero no vale dos gordas el navajómetro éste.

– Vete ya por ahí – protestó Sebastián -. Los inútiles siempre le echáis la culpa a la herramienta.

– Pues a hacerlo vosotros, entonces. Miguel se lo quitaba de las manos:

– Trae, hijo, trae.

Pasaba un hombre muy negro bajo el sol, con un cilindro de corcho a la espalda. «¡Mantecao helao!», pregonaba. Tenía una voz de caña seca, muy penetrante. «¡Mantecao helao!» Su cara oscura se destacaba bajo el gorrito blanco. Las sardinas salían a pedazos. Sebas untó con una el pan y la extendía con la navaja, como si fuera mantequilla. Limpió la hoja en sus labios.

– ¡Cochino! – le reñía Paulina.

– Aquí no se pierde nada.

– Oye; luego tomamos mantecado – dijo Carmen.

El heladero se había detenido en una sombra y despachaba a una chica en bañador. Otros chavales de los grupos convergían hacia él.

– Hay que decirle que se pase por aquí dentro de cinco minutos.

– ¡Para ti va a volver!

– Ah, pues se encarga ahora – dijo Carmen-. Sin helado no me quedo. ¿Quién quiere?

Fernando se había acercado a Tito, con la lata de sardinas:

– ¿Quieres una sardina, Alberto?

Levantó Tito la cara y lo miró; Fernando le sonreía.

– Pues sí.

Sostuvo Fernando la lata, mientras el otro sacaba trozos de sardina hacia una rebanada de pan que tenía adosada junto al borde. Luego Fernando inclinó un poco el bote y le dejaba caer unas gotas de aceite sobre la rebanada.

– Gracias, Fernando.

– ¡No hay que darlas, hombre, no hay que darlas! – le respondió Fernando y le daba un cachete en la mejilla.

Tito alzó la mirada y ambos se sonrieron mutuamente. Un pedacito de sardina le cayó a Tito sobre los pantalones; dijo en seguida: – No importa. No tiene importancia.

– Habéis hecho las paces, menos mal.

– Yo también quiero helado.

– Y yo.

– Y el tuerto.

– Por esta banda, todos.

Santos y Sebastián se levantaban para ir a buscar el helado. Lucita quería darle a Sebas una peseta en calderilla:

– Toma tú, Sebas, me traes a mí también.

– No me seas cursi, Lucita, guárdate ese dinero.

– Que no…

Pero ya Sebas se marchaba sin contestar, camino del heladero. Santos hacía aspavientos con los pies descalzos, porque la tierra le quemaba en las plantas, pisando por el sol.

– Está muy flaco Santos – dijo Paulina-. A ver si lo cuidas más.

– Está en su ser – le contestaba Carmen -. No da más peso del que tiene ahora.

Fernando estaba todavía en el centro del corro, de pie, tenía la lata de sardinas en la mano. Miró hacia Santos y Sebastián, que ya llegaban junto al heladero; dijo:

– ¿Y qué tal estaría el mantecado, con el aceite éste de las sardinas en conserva?

– ¡Hijo, qué chistes se te ocurren a ti! – protestaba Mely -. La espantas a una el gusto de comer, ¡qué barbaridad!

Fernando se divertía. Tiró la lata, lejos.

El hombre del mantecado tenía el cilindro de corcho sobre el suelo y fabricaba helados incesantemente, con su pequeña máquina ya desniquelada. Andaba un perro husmeando junto a la heladera; había encontrado una galleta rota. «¡Bicho de aquí!» El perro se retiraba dos pasos y volvía a la galleta inmediatamente.

– ¡A la cola, a la cola! – decían los chicos. Se apretaban en fila uno tras otro.

– ¡Estás en orsay, tú! Yo vine antes.

– ¡Ñe! ¡Pero si hace diez días que estoy aquí, gusano!

– No acelerarse. Hay para todos – apaciguaba el heladero.

Santos y Sebastián se destacaban, más altos, en la fila de chavales. Paulina desde el corro se reía:

– ¡Chica, qué par de zánganos! Sebastián le decía al heladero:

– Si se viene usted allí será más fácil.

– ¿Y cómo hago?, ¿no ven ustedes la parroquia que tengo? No siendo que se quieran quedar para lo último…

– No, entonces despáchenos. Ya nos apañaremos.

– ¿Cuántos son?

Sebastián se volvía hacia Santos:

– ¿Dijo Daniel si quería?

– Pues no lo sé.

– Pregúntaselo, a ver.

Los de la cola protestaban. «¡Venga ya, que se derrite! ¡Menos cuento!» Santos gritó:

– ¡Daniel!

El aludido se incorporó, allí en el corro, y hacía un gesto interrogante.

– ¡Que si quieres helado!

Todos los de la cola estaban pendientes de Daniel; hizo señal de que sí con la cabeza.