– Venga, que sí – dijo uno de los chavales de la cola. El heladero había puesto ya tres helados, que estaban en las manos de Sebastián.
– Hasta once – le dijo Santos.
Un muchacho moreno levantaba los ojos hacia él y sacudía los dedos, diciendo:
– ¡Hala! ¡Once!
Luego asomó la cara al pocito de la heladera, como queriendo ver cuánto quedaba. Ya Sebas tenía las manos ocupadas con cinco helados; dijo.
– Yo me voy yendo ya con esto, no se deshaga. Cógeme las perras.
Se señaló con la barbilla a la cintura del bañador, donde traía prendidos tres billetes de a duro, y Santos se los cogía. Se estaban peleando dos chavales. Se habían desmandado de la cola y cayeron rodando en el sol. Todos los otros miraban la pelea desde sus puestos. Santos iba cogiendo los helados y se volvía de vez en vez hacia los luchadores. El más pequeño atenazaba al otro por el labio y el carrillo, clavándole las uñas. Voces de estímulo venían de la cola. Se rebozaban en el polvo, haciéndose daño, sin una palabra; sólo un jadeo entrecortado y sudor. Ambos estaban en taparrabos. «¡Hala, macho, que es tuyo!» Ahora uno de ellos tenía la mejilla contra el suelo y el otro lo clavaba allí con los brazos; pero en las piernas tenía el más chico ventaja, y apresaba al mayor por la cintura. Santos había pagado y se quedaba mirando la pelea, mientras del corro lo llamaban a voces sus amigos: «¡Eh, que se marcha eso!»
– ¡Qué vergüenza! – gritaba una mujer hacia los de la cola -. ¡Y los dejan, tan frescos, que se maltraten así! ¡Lo mismo que animales! ¡Consentir semejante espectáculo!
Se aproximaba a la pelea y tiraba del brazo de uno, intentando separarlos:
– ¡Venga, salvaje, suelta! ¡Pelearos así…! No le hacían caso. El heladero le decía:
– ¡Pues déjelos señora! Que se peleen. Eso es sano. Así crían coraje.
– ¡Y usted es igual que ellos! ¡Otro animal! El heladero no se enfadaba; seguía fabricando mantecados:
– Animales lo somos todos, señora, como serlo. ¿Ahora se entera usted?
Santos anduvo unos metros y se volvía de nuevo a mirar, mientras del corro lo seguían llamando. Los luchadores, rebozados de polvo, tenían los lomos rayados de arañazos y de huellas de dedos. El hombre de los helados sonreía, a las espaldas de la mujer que ya se alejaba.
Santos llegó a los suyos.
– ¡Vaya una calma, hijo mío! ¡Buenos vendrán los mantecados!
Bajó sus manos cargadas en el centro del corro.
– ¿Te creías que estabas en Fiesta Alegre, o qué?
Por los dedos de Santos escurrían amarillas goteras de mantecado líquido. Paulina chupaba su helado y se reía. Los otros libraban a Santos de su carga.
– Se han reducido a la mitad – protestaba Fernando -, ¡Si está toda la galleta amollecida, canalla! Santos dijo:
– Es que estaba la mar de emocionante – lamía el helado -. Se sacudían de lo lindo. Menudo genio que se gasta el pequeñajo.
– ¿No te lo estoy diciendo? En una cancha se ha creído éste que estaba.
Luego de pronto Sebastián se cogía la mandíbula, con un gesto doloroso:
– ¡La muela…!
Arrojó el mantecado y se retorcía, sin soltarse la boca.
– No hay cosa peor que el helado, para la dentadura – le decía Lucita-. ¿Te duele mucho?
Sebas movió la cabeza. Una ráfaga de viento insólito levantó en la arboleda polvo y papeles, y les hizo cerrar los ojos a todos y proteger los mantecados entre las manos.
– ¿Esto qué es? – dijo alguien.
El heladero tapaba de prisa su cilindro de corcho. Medio minuto escaso soplaría aquel aire y ya se le veía alejarse por el llano de enfrente, con su avanzada de polvo rastrero, rebasando los ojos inmóviles del pastor.
– Será el otoño – dijo Fernando.
Todo había vuelto como antes y el hombre de los helados despachaba otra vez.
– Sí, el otoño – dijo Mely -. ¡Qué más quisiéramos! Ojalá fuese el otoño fetén.
Y miró hacia lo alto de los árboles, que habían sonado con el viento. Miguel estaba tendido junto a Alicia y le enredaba en los pies.
– No, no en la planta; me haces cosquillas.
Alguien hablaba con otro a largas voces, de parte a parte del río. Fernando preguntó:
– ¿Qué tienes tú con el otoño, Mely? ¿Por qué tienes tanta prisa de que venga?
Sólo Luci chupaba todavía el último resto de mantecado.
– Yo siempre tengo prisa de que se pase el tiempo – dijo Mely-. Lo que gusta es variar. Me aburro cuando una cosa viene durando demasiado – se echaba, con las manos por detrás de la nuca.
Tenía las axilas depiladas.
– Lo que es a usted y a mí, a cada uno en su concepto, nos ha tocado el seis doble en esta vida – le decía a Lucio el hombre de los z. b. -. Pero anda, que eso también tiene lo suyo. Eso de tener cuatro hijos, debe de ser un quebradero bueno.
Lucio asentía:
– Por lo menos nosotros – dijo -, si nos morimos, sabemos que no le hacemos a nadie la pascua. Lo que hacemos, si acaso, es quitar un estorbo.
– Yo, por mi parte, a los míos ya se lo tengo bien quitado. Hace más de quince años que ni asomarme por allí. Ni pienso. Una postal por Navidades, a nombre de mi hermana, y eso los años que me acuerdo de ponerla, y ahí se nos acabó la relación; el único estorbo que les doy, si es que siquiera la llegan a leer.
– ¿Qué tiene usted? ¿Los padres?
– Madre y hermanos. El padre ya murió. Mi madre se casó de segundas.
– Hará mucho tiempo, entonces, que perdió usted a su padre.
– Mucho. En el treinta y cinco. Yo tenía diecisiete y soy el mayor. A los diecinueve me tocó de incorporarme. Cuando volví del frente, me encuentro con que la casa ya tenía otro amo.
Lucio bebió un sorbo de vino; dijo:
– Eso no puede hacerle gracia a nadie.
– Ni chispa. Me recibieron con mucho remilgo, para ver si tragaba la pildora. Pero yo no tragué. ¿Le parece? Una mujer de treinta y nueve años, con tres hijos en casa, ya mayores, sin estrecheces de dinero ni nada. Y que ande pensando en casarse otra vez.
Lucio asentía con un gesto de comprensión.
– Ni a salir a la calle me atrevía; ni a alternar por el pueblo, fíjese usted, de la pura vergüenza que me daba. Escapado me lo conocieron todos. Y ninguno, ni el más amigo, se atrevía a mentarme la cencerrada que los habían dado. Fue mi hermana pequeña la que me lo contó, al cabo quince días de mi regreso. Se me cayó la cara de vergüenza. ¿Pues sabe usted lo que hice entonces? Me levanté al día siguiente bien temprano; me hago la maleta, y una vez que lo tengo todo listo, voy a la cuadra y le quito el cencerro a uno de los bueyes que teníamos – respiraba profundo, con una cara amarga; miró a la puerta, pasándose la mano por la boca -. Aún estaban acostados. Conque me planto en la misma puerta de la alcoba, con la maleta en la mano ya, y en la otra el cencerro, y me lío a sonar y a sonar y allí se las soné todas juntas a la pareja feliz. Mi despedida. Buena la que se armó. Se despertaron. Mis hermanos no se metían porque yo era el mayor. A fin de cuentas debían de estar conmigo, aunque no lo quisieran decir. Sale y quiere pegarme, el tío. Me decía: «¡A tu madre le haces esto!» «No que no se lo hago a mi madre», le contesto. «Va por usted, más que por ella.» Se me puso como un animal. Pero no lo dejé que me tocase. Y le sigo sonando el cencerro en todas las narices. Mi madre me chillaba desde la alcoba y me decía ciento y pico de barbaridades y cosas de mi padre muerto y comparándome con él. No llegó a levantarse de la cama. Y entonces cojo y le tiro el cencerro adentro de la alcoba y me marcho. Sólo mi hermana salió llorando al coche, la pobrecita. Ya casi lo sabían todos en el pueblo. Calcule usted el mal rato que ella pasaría, con solos quince años cumplidos, por entonces.
Lucio miraba al suelo, escarbando en el piso con un pie.
– Son cosas tristes las de las familias. ¿Luego qué tal se apañó?
– Pues ya con lo corrido que estaba de la guerra y la edad que tenía, no me podía asustar el mundo. Había aprendido en el frente el oficio de barbero; conque si un día afeitas a éste y el otro día al de más allá y acabas siendo el barbero de tu compañía. Y tal que me fui hasta Burgos, donde tenía un brigada, el cual se había portado muy bien conmigo en el frente. Y ése me colocó. Allí aprendí a cortar el pelo; pero acabé encontrándome a disgusto y me marché también. Y dando vueltas hasta hoy, de una parte a la otra. Soy culo de mal asiento. Aquí en Coslada es el primer sitio donde me he establecido por mi cuenta. Y ya ve usted, ni aun así deja uno de luchar ni de tener disgustos. Por eso es por lo que digo que me ha tocado el seis doble en esta vida. ¿Qué le parece? ¿Es así o no es así?
– Desde luego. Así es. Cuando uno sale torcido de su casa, con culpa o sin ella, torcido andará ya siempre por el mundo. Ya nada puede enderezarte. Basta que salgas con mal pie, que ya no rectificas en la vida. Si se portaron mal los tuyos, o fuiste tú el que te portaste mal con ellos, eso es igual. La cosa es que lo llevas dentro y no hay quien te lo saque, por muchos años y por mucha tierra que se pongan por medio.
– Sí que puede que sea como usted dice…
– Pues no le quepa duda. ¿ Cuál es la condición de uno, sino el trato y el roce que has tenido en tu casa? Pues así como eres, arreglado a los disgustos o a los remordimientos que te lleves a rastras, así te rodarán todas las cosas en la vida. Y eso no se desmiente, ni por mucho emperrarse y romperse los cuernos por triunfar. Lo que sacas de casa, sea lo que sea, eso es lo tuyo para siempre.
– El seis doble o la blanca doble, como yo digo.
– O la ficha que sea; de las veintiocho, la que te toque. Pero ésa no te la quitas de encima. Es un juego donde no caben trampas. Eso bien lo sé yo; la mía también, si no es el seis doble es otra tirando a negra, desde luego.
– Sí; antes le oí referir lo de la tahona.
– Y como ésa, todas. Todas en el mismo carrillo me las han propinado. Ahora, yo, a diferencia de usted, tengo que confesar que tengo menos derechos de quejarme. No fueron ellos, no, sino más bien fui yo mismo el que se portó mal con los míos. A lo menos, así me lo parece. Conque a callar se ha dicho y apechugar con lo que sea. Con todo lo que ha venido y lo que falte por venir.
El hombre de los z. b., se pasaba las manos por la cara. Hubo un silencio. Luego dijo:
– Así es que a uno ni de casarse le queda humor. Hace dos años estuve a punto. A tiempo me volví para atrás. Eso me creo que he salido ganando y eso me creo que ganaron ella y los que hubiesen venido. ¿No le parece a usted?