Petra apartaba con la mano ramas de madreselva y de vid americana que se descolgaban de arriba.
– ¡De primera! – dijo Ocaña, sentándose.
Justi regaba el suelo a mano de cubo. Hacia la izquierda de la mesa donde se habían sentado, se veía un gallinero con su pequeño corral, limitado por tela metálica. Un conejo muy gordo miraba, con las orejas enhiestas, a los recién venidos. Los tres pequeños pegaron cara y manos a los hexágonos de alambre, para mirar al conejo.
– ¡Qué blanco es! – dijo la niña.
El conejo se acercaba una cuarta y movía, olfateando, la nariz. Comentaba Juanito:
– No le hace ningún caso a las gallinas.
– ¡Claro! Es que no se entienden; ¿no ves que son de otra raza?
– ¡Mirarlo cómo mueve las narices!
– ¡Vaya una cosa! – dijo el mayor -. Conozco a un chico del barrio que te las mueve igual.
– ¡Tiene los ojos rojos! – exclamaba la niña con excitada admiración.
Amadeo, el mayor, se retiraba un poco.
– No os recostéis, que se hunde la alambrada – advirtió a sus hermanos.
Sonó una voz detrás de ellos. Sólo Amadeo se movió.
– Vamos, está llamando mamá.
El conejo se había asustado al ver moverse a Amadeo. Juanito dijo:
– A que se mete allí.
La madre llamó de nuevo. El conejo se había parado a la puerta de su madriguera. Amadeo insistía:
– ¡Venga!
– Espera. A ver lo que hace ahora. Justina se ponía tras ellos, sin que la hubiesen sentido venir.
– Os llama tu mamá.
Se volvieron sorprendidos de oír una voz. Justina sonreía.
– ¿Qué? ¿Os ha gustado la coneja? Es bonita, ¿verdad? ¿Sabéis cómo se llama?
– ¿Tiene nombre?
– Claro que tiene nombre. Se llama Gilda. La niña puso una cara defraudada.
– ¿Gilda? Pues no me gusta. Es un nombre muy feo. Justina se echó a reír. Petra decía:
– Escuche usted, Mauricio. Seguramente usted sabrá informarnos qué finca es una que hay así sobre la carretera, a mano izquierda, según se viene para acá. Una que tiene un jardín precioso. ¿No sabe?
– Ya sé cuál dice, sí. Pues eso fue una quinta que se hizo Cocherito de Bilbao, el torero aquel antiguo, ya habrán oído hablar de él.
– Pero ése ya murió – dijo Felipe.
– Siií, hace un porrón de años que murió. Cuando él compró esa tierra no existía nada de todo esto. No debía haber entonces ni cuatro casas junto al río.
Petra explicó:
– Pues es que nos llamó la atención, esta mañana, ¿verdad, tú?, el paseo que tiene hasta el mismo chalet, y el arbolado. Debe ser una pura maravilla, a juzgar por lo que se ve desde la verja.
– Sí que lo es, sí. Ahora ya pertenece a otra gente.
– ¡Y grande! Es una finca que tiene que valer muchas pesetas – dijo Ocaña -. Entonces sabían vivir; no ahora estas casitas ridiculas que se hace la gente.
Mauricio estaba de pie junto a la mesa de ellos. Se veía a Faustina guisando, al fondo, en el marco de la ventana.
– Pero, ¿qué hacen esos niños? ¡Amadeo! ¡Venir inmediatamente! – gritaba Petra.
– En Barcelona, en la Bonanova – decía la cuñada de Ocaña-, allí sí que hay torres bonitas; y hechas con gusto, ¿eh? Jardines de lujo, con surtidores y azulejos, que valen una millonada. Es toda gente que tiene, ¿sabe? – hacía un signo de dinero con el pulgar y el índice.
– Sí, allí – dijo Mauricio -, mucho industrial. Petra llamó de nuevo:
– ¡Pero, chicos! ¡Petrita! ¡Veniros para acá inmediatamente! – bajó la voz -. ¡Qué niños! ¡Casi las cuatro que son ya!
Vinieron.
– ¡Venga; sentaros a comer! ¿No oíais que os estaba llamando? ¡Hacer esperar así a las personas mayores!
Felisa, junto a su madre, la miraba, como naciéndose solidaria del reproche. Justina los disculpó sonriendo:
– Estaban mirando la coneja. No los regañe usted. Eso en Madrid no tienen ocasión de verlo.
– Es blanca – dijo Petrita, animándose -; tiene los ojos rojos, ¿sabes, mamá?
– Calla y ponte a comer – le contestó su madre.
Comían con ansia y con alegría. Alargaban por la mesa sus brazos en todas direcciones, para atrapar esto y aquello, no siendo las veces que se llevaban un manotazo de parte de su madre.
– ¡Pedir las cosas! ¿Para qué tenéis lengua? Va a ser esto una merienda de negros. Felipe Ocaña decía:
– Como don Juan Belmonte no ha vuelto a haber ningún torero. Ni Manolete ni nadie. ¡Qué va! Asentía Mauricio:
– Sí; aquél, sí. Te producía la impresión de que todo lo hacía con la barbilla; lo mismo cuando daba una verónica, que cuando entraba a matar, que al recibir las ovaciones. Yo creo que los dejaba secos con el mentón, en vez que con la espada.
– Y aquella forma que tenía de trastear con los toros, despacio, con cuidadito, sin descomponerse, que lo veías trabajando, lo mismo que cualquier carpintero que trabaja en su taller, lo mismo que un barbero en la barbería, o un relojero; igual.
Habló su hermano:
– Pues yo tuve el gusto de verlo en Cáceres, todavía, un festival, hará unos ocho años, rejonear un toro y matarlo pie a tierra. ¡Menuda jaca traía! Un animal soberbio.
– Mauricio – dijo Petra -, no le hemos dicho si gusta. ¿Quiere tomar un dulce?
– Gracias, señora. No hemos comido todavía.
– ¿De verdad?
– No es desprecio. Se lo acepto después – se volvía hacia Ocaña -. ¿Quiénes torean en Las Ventas esta tarde? ¿Te has enterado, tú?
– Rafael Ortega; él sólito los seis toros. La corrida del Montepío.
– Pues también tiene arrestos. Pocos hay hoy en día que hagan eso. Y menos aún de balde, como es esa corrida.
– Ese Ortega es de los de casta antigua. Sabe hacerlo pasar al toro, conforme se lo lleva en el capote. Te da la sensación de todo el peso y el poder de ese molde de carne. Aprecio yo más el fondo y la verdad que tiene ese torero, que todas las pinturerías de los otros, que andan cobrando el doble por ahí.
Mauricio estaba en pie; tenía el cuerpo inclinado hacia la mesa, con cada mano apoyada en el respaldo de una de las sillas, donde comían Petrita y Amadeo. Dijo:
– No lo conozco. Tan sólo de leerlo en la Prensa. Hace lo menos cuatro años que no veo una corrida.
Desde la ventana de la cocina lo llamó su mujer. Se oyó un golpe, y un gato salió disparado al jardín; y de nuevo la voz en la ventana.
– ¡Zape! ¡Bichos que no los quiero ni ver por la cocina! El gato se echó en una cama de hojas secas, bajo la enramada.
– ¿Qué querías? – preguntaba en voz alta Mauricio.
– Que os vengáis a comer.
Justina estaba en el gallinero. Luego salió con un huevo en la mano. Entrando hacia la casa, le preguntó su padre:
– ¿De quién es?
– De la pinta. Llevaba ya, con hoy, cuatro días sin poner. La cuñada de Ocaña le decía a su marido:
– No te llenes de pisto, Sergio; sabes que estás medio malo. Te va a hacer mal.
Petra intervino:
– Pues déjalo que coma, tú también. Un día es un día. No va a estar siempre pensando en la salud.
– Mira; si no se cuida, va a ser peor para él.
Felisita miraba alternativamente a su tía y a su madre, como buscando quién tenía la razón. Juanito llamaba al gato con los dedos; le siseaba.
– Dale esto – le dijo Petrita.
Era un trocito de carne. Pero el gato no vino. Ocaña dijo a su mujer:
– A éste tenemos que decirle por lo menos que nos ponga unas copas y el café. Hacerle el gasto, siquiera, ya que nos hemos venido a comer aquí.
– Lo que a ti te parezca. Es tan amable que a lo mejor no te lo cobra.
– Claro que cobra. ¿Por qué no iba a cobrar?
– ¡Le has hecho tantos favores…!
– También me los hace él a mí, ¡mira qué gracia! Si se resiste, le meto el dinero por la boca. Si es que me da vergüenza que nos hayamos traído hasta el vino, en lugar de consumírselo a él.
– Ah, como no dijiste nada… – contestó la mujer -. Ahora me sales con ésas.
El conejo blanco se había llegado hasta la tela metálica, y se erguía con sus dos manos contra el alambre, enseñando la barriga.
– ¡Mira, mira! ¡Cómo se tiene de pie! – gritó Juanito. Todos miraron.
– ¡Qué precioso! – dijo la niña -. ¡Qué precioso!
– En pepitoria están mejor – decía el hermano de Ocaña, riéndose.
Su cuñada lo regañó:
– ¡Tú también! ¡Qué cosas le dices a la criatura, que está embelesada con el animal! Di tú que no, hija mía. Tu tío tiene malas entrañas. Di que nadie lo va a matar. El año que viene, cuando vengamos, le traeremos lechuga y tú sólita se la darás para que coma. ¿Verdad hija mía?
– Sí, mamá – contestaba Petrita, sin apartar la vista del conejo.
– Mañana sacamos la comida ahí fuera – dijo Mauricio -. Aquí se asa uno comiendo, con el calor de la lumbre. Faustina no contestó. Revolvía en las cacerolas.
– ¡Qué Ocaña! ¡Cómo entiende la vida! – siguió Mauricio, señalando con la cuchara a la ventana, desde la cual se veía la mesa de los forasteros -. Ése no guarda nada. Y el día que aparta un par de billetes, no es más que para venirse, tal como hoy, a pasar un domingo en el campo con la familia – sorbía la sopa en la cuchara -. Ya ves tú, los domingos, que los taxis no paran de cargar en todo el santo día y te llevan un duro de plus por cada viaje que echan al fútbol o a los toros. Todo eso se lo pierde, y tan contento.
– ¿Y por qué no se viene un día de entre semana? – repuso Justi -. No se perjudicará tanto.
– Por el hermano será. Se ve que ése libra los domingos. Desprendido y alegre, lo es un rato largo. Así es cómo hay que vivir. Lo otro es como aquel que dicen que adelgazó veinte kilos buscando una farmacia para poderse pesar.
Faustina le replicaba:
– Pues si tanto te gusta este sistema, ¿por qué no haces lo mismo tú también, a partir de mañana? Mira, mañana coges y cierras el establecimiento y te dedicas a la buena vida. ¿Eh? ¿Por qué no lo haces?
Vino una voz por el pasillo, desde el local.
– ¿Pues qué te crees? ¿Que no me dan ganas algunas veces? Por no estarte escuchando… Anda, asómate a ver qué es lo que quieren. Les dices que estoy comiendo.