– ¡Ay, Señor… qué malita me pongo…! – decía Petra, agotada por la risa-. ¡Yo me quería morir…!
– Menos mal que tenéis buen humor. ¡ Eso es sano!
– ¡Oh, ésta es célebre, ¿sabes?! – exclamaba la cuñada -. ¡Es célebre!
Se apaciguaron las risas. Los niños miraban a las caras de los mayores, sin saber qué decir.
Felipe le dijo a su hermano:
– Sergio, ¿qué te parece el purito, ahora? ¿Le damos ya de arder?
– Équili, vamos allá – le contestaba el otro, haciendo un gesto con los brazos, como el que se dispone para una faena importante.
Se sacudió las migas del regazo. Felipe le entregó un farias:
– Toma. Salen buenillos, éstos, ya lo verás.
Felipe Ocaña se pasaba el puro por la nariz y se tocaba los pantalones y la chaqueta, colgada en el respaldo, esperando que las cerillas sonasen en alguna parte.
– El fuego corre de mi cuenta – dijo su hermano.
– ¿Papá, te gusta mucho fumarte ese puro? – preguntaba Petrita.
– Sí, hija mía, como a ti el pastelito que te acabas de zampar.
– ¿A ti también te gusta, tio?
Sergio estaba encendiendo; la mujer respondía por éclass="underline"
– A tu tío, veréis que siempre le gusta todo aquello que le hace más mal.
Sergio le echó una mirada, levantando los ojos del puro y la cerilla; luego aspiró profundamente y Petrita seguía con los ojos la trayectoria y la cometa de humo de la cerilla, que cayó apagada en la tierra del jardín.
– ¿Cómo vamos con ese estomaguete? – preguntaba Felipe.
– Como las propias.
– Si lo bueno no hace nunca daño, desengáñate, Niñeta. A tu marido no le va a pasar nada por estos pequeños excesos de hoy. La buena vida no le sienta mal a nadie. De eso no he oído yo que ninguno se haya muerto.
– Esto que dices no es exacto, Felipe. Hay la comida sana y la comida indigestante. Sergio está siempre con el estómago medio malo. Pero mira, yo lo voy a dejar, ¿eh?; él ya lo sabe, y allá él…
Juanito se levantaba de la silla.
– Eh, niño, ¿adonde vas tú? – le dijo Petra. Juanito volvió a sentarse, sin decir nada. Amadeo preguntó:
– ¿Podemos irnos a la coneja, mamá?
– ¿Habéis terminado? A ver qué caras… Los tres niños ponían automáticamente cara de buenos, bajo los ojos de la madre.
– Bueno. Pero muchísimo cuidado con moverse dé donde habéis dicho. Que yo os vea, ¿eh? Y a ser formalitos una vez. Andar.
Se levantaron de un salto y corrían hacia el gallinero.
– ¿No quieres ir tú con ellos, Felisita? Felisa se sonrojó.
– No me interesa – dijo reticente.
Se oyeron los llantos de Petrita que se había caído de plano en el medio del jardín. Lloraba con la boca contra el suelo, sin levantarse. Sergio fue a incorporarse para acudir a recogerla, pero la madre lo detuvo:
– Déjala, Sergio. No vayas. ¡Oye, niña, levántate ahora mismo, si no quieres que vaya a hacerlo yo! Petrita redoblaba su llanto.
– ¡Todavía estoy viendo que te ganas un azote! ¿Qué te he dicho?
– A lo mejor se ha hecho daño de verdad – insinuaba el cuñado.
– ¡Qué!, si a ésta la conozco yo como si la hubiera parido. Bueno, y además la he parido, mira tú. Tiene más mañas que periquete, lo que tiene.
Petrita se había levantado y seguía llorando contra la tapia y la enramada. Amadeo se acercaba a ella y la tiraba de un brazo para despegarla de allí, pero la niña se resistía, obstinada en llorar entre las hojas de vid americana.
– ¿No querías ver la coneja, hermani? – le decía Amadeo-. Ahivá qué llorona…
Felisita, sentada junto a su madre, tenía los brazos cruzados sobre el pecho, unos ojos caídos, inmóviles, que no miraban a ninguna parte; enigmática, ausente, como en una actitud de extrema soledad. Felipe le daba al farias una gran bocanada:
– ¿Qué tal?
Su hermano, con el humo en la boca, asentía. Niñeta lo miró. Sergio contemplaba la ceniza en la punta del puro; tenía el sobaco derecho en el pirulo de la silla, con el brazo colgando hacia atrás. Sus dedos distraídos jugueteaban con las hojitas de la madreselva. Petra sacó un suspiro, «¡Ay, Señor…!» y el busto exuberante se levantaba en el suspiro y se volvía a desinflar. Miró a sus hijos. Petrita, ya consolada, había ido a reunirse con sus hermanos. Se apretaban los tres contra la tela metálica, de espaldas al resto del mundo. La Gran Coneja Blanca mordisqueaba una hoja de lechuga con sus cortantes incisivos, y después levantaba la cara y miraba a los niños, masticando, moviendo muy de prisa la naricilla y el bigote y los blancos y redondos carrillos de pelo. Juanito dijo:
– Ella come primero que nadie. ¡Ay si se acerca una gallina! Le da un mordisco en la cresta y le hace sangre.
– ¡Mentira; que no hace eso! – protestaba Petrita. Ahora decía Felipe Ocaña:
– Debíamos ya de ir pidiendo las copas y el café, ahora que estamos con los cigarros. Los gustos conviene todos juntos.
– ¿Habrá terminado ya tu amigo de comer?
Felipe miró hacia la casa, a la ventana de la cocina. Ya no estaban Mauricio ni Justi y se veía tan sólo a la mujer que comía de pie, con el plato sopero en la izquierda y se apartaba con la derecha el pelo de la frente, sin soltar la cuchara.
– En la cocina no lo veo.
Faustina le había visto mirar; se asomó a la ventana:
– ¿Buscaban a mi marido? – preguntó en voz alta -. Ahora mismo lo llamo.
– No lo moleste, no lo moleste. En cuanto buenamente pueda.
Pero ella ya había desaparecido hacia el interior.
– Pues la suerte que me traigo otro puro. Así podré ofrecérselo. Sé que le gustan.
– Yo ya les tengo aquí estos tres pasteles apartados – dijo Petra -. Siquiera que sea por lo menos cumplir con el detalle, ¡qué vamos a hacer!
Luego Mauricio apareció en la puerta:
– ¿Sentó bien la comida?
– Muchas gracias, Mauricio – contestaba Petra -. ¿Cómo no iba a sentar bien, aquí con este sitio tan estupendísimo y esta sombra tan buena que tienen ustedes aquí preparada?
– La gana de comer que traerían ustedes del bañito que se han dado. Eso es lo que habrá sido, más bien.
– Calle, que se está aquí maravillosamente. Mire, Mauricio, le hemos reservado unos pastelitos para ustedes. Cójalos.
Le ofrecía la caja de cartón.
– ¿Y para qué se molestan? Se van a privar los chicos de comer pasteles, que le sacan el doble de gusto a estas cosas, que podamos sacarle nosotros…
– Ustedes háganme el favor de cogerlos y por los chicos ni media palabra, que ellos con más de uno luego vienen los dolores de tripa y las diarreas y no tengo ganas yo de cuentos. Además, tengo yo el gusto de invitarlos a ustedes, siquiera esta cosilla insignificante, y usted los coge y se ha terminado. Si no los toman, asimismo se van a volver a Madrid, según están; así es que no tiene objeto el andarse con remilgos.
– Vaya, porque no se figuren que es desprecio…
Cogió la caja de cartón que Petra le tendía a través de la mesa, y en cuyo fondo campeaban los tres pasteles pegotosos; se dirigió hacia la ventana de la cocina y le dejó a Faustina la caja en el umbral. La mujer se asomaba y le gritó a Felipe:
– ¡Muchas gracias!
Petra le contestó, sonriendo, con un gesto de la mano. Ya volvía Mauricio hacia la mesa, comiéndose su pastel.
– Éstos sí que son dulces finos – asentía-. Por aquí, de esto, nada. No saben, no tienen ni idea de lo que es. Aquí solamente cositas ordinarias y mazacotes de harina, que se te plantan aquí – se señaló al estómago -. De cosa así de repostería más fina, de eso nada, ni lo conocen.
– Ay, pues tampoco estoy yo con eso – dijo Petra -. En los pueblos también tienen ustedes sus cosas. Lo típico de cada sitio, vaya. Bien buenas golosinas que se hacen, cada una en su especialidad, pues ya lo creo. Está por lo pronto la mantecada de Astorga; están los mazapanes de Toledo y las tortas de Alcázar de San Juan… – iba contando con los dedos y hablaba como atribuyéndole a Mauricio, por ser de pueblo, lo de todos los pueblos de España -. La mantequilla de Soria y el turrón de Cádiz, y mil especialidades a cual más rica, no diga usted.
– Ya, ya lo conozco yo todo eso. Pero por esta parte no tenemos más que la almendra garrapiñada, en Alcalá de Henares.
– ¡Claro, por Dios! ¡Las almendras! ¡Anda y que no son famosas!, ya lo creo. Ésas tiene Usía. Las almendras de Alcalá. Una cosa típica cien por cien.
– Y el bizcocho borracho de Guadalajara – añadía Felipe.
– Eso ya pilla más lejos – le contestó Mauricio -. Es Alcarria.
Dijo Alcarria excluyendo con la mano, como si la quisiese apartar.
– Nosaltres tenemos la butifarra y los embutidos de Vic.
– Sí, pero habla castellano, Nineta – la reprendía su marido-. Di «nosotros», como Dios manda. Estás en Castilla, ¿no?, pues habla el castellano.
– Perdona, hombre, perdona. Me escapó. Es igual.
Felipe aspiraba el puro y se reía. Luego sacó el tercer farias:
– Toma, Mauricio. Éste lo traje para ti.
– Ah, mira, éste ya te lo cojo sin cumplidos, lo siento – dijo Mauricio, doblando a un lado la cabeza-. Me gusta mucho el puro. Gracias, amigo.
– No hay de qué. Oye, ¿puedes traernos un poco de café y unas copitas?
Mauricio palpaba el puro; levantó la cabeza:
– Pues verás, el café no es muy bueno. No te lo garantizo.
– Qué más da. Tú no te preocupes. No somos escogidos. Basta que sea una cosa negra.
– Ah, eso, tú verás. Yo cumplo con desengañarte de antemano.
– Tráelo, tráelo. No será peor que en muchos bares de Madrid, donde te dicen que si un especial y te clavan tres pesetas por un zumo de sotanas de canónigo.
– Bueno. Las copas, ¿de quién van a ser? Felipe se volvió hacia los suyos; alzó las cejas en gesto interrogante,
– Yo, coñac – dijo Niñeta. Su marido:
– Iden.
– Servidora, anís dulce.
– Entonces, tres de coñac y una de anís – resumía Felipe.
– De acuerdo. Y cuatro cafés. Ahora mismo vengo con todo – se marchaba.
Entrando hacia el pasillo se tropezó con Justina, que venía con Carmelo y el Chamarís y los dos carniceros. Se ceñía a la pared cediéndoles el paso.
– ¡Nos vamos a echar una rana con tu hija! – le decía a voces el carnicero Claudio-. ¿La dejas? Mauricio se encogía de hombros: