– Por mí.
Ya entraba en la taberna y añadía, dirigiéndose a Lucio:
– Como si quieren jugar a las tabas. ¡Bastante tengo yo que ver…!
Justi se había detenido junto a la cocina:
– Voy a coger los tejos.
Y los tejos estaban en el cajón de una mesa de pino, entre los cuchillos y los tenedores y el abrelatas.
– Carmelo se queda fuera – decía el Chamarís, y se volvió hacia la mesa de los Ocañas:
– Que siente bien. Buenas tardes.
– Gracias; buenas tengan ustedes.
– Yo miro y me gusta igual – dijo Carmelo. Ya volvía Justina: – Vamos a ver quién sale.
– Tú misma – dijo Claudio
– Pues no faltaría más. Las señoritas primero.
– ¡Qué listo! – le contestaba ella -. Pues vaya con las ventajas que da usted.
– Ah, nada. Pues si quieres salimos nosotros, ¿qué más tiene?
Justina le pasó los tejos. El Chamarís contaba cinco pasos desde el cajón de la rana, y trazaba una raya en el polvo con la puntera del zapato. Claudio se colocó junto a la raya, con el torso inclinado hacia delante, y ya se disponía a tirar, pero se detuvo, diciendo:
– Aguarda, que voy a apartar estas bicicletas que me estorban el tino.
– ¡Qué cuento tiene!
Carmelo ayudó a retirar las bicicletas. El Chamarís le decía a Justina:
– Mira: yo tiro delante, ¿sabes?, que soy el más flojito de los dos. Así te quedas tú la última, como punto fuerte de la partida, y afinas lo que haga falta para superarlos, ¿te parece? – le guiñaba el ojo.
Justina dijo:
– De acuerdo.
– ¿Ya os estáis conchabando?
– Pues sí – respondía Justina.
Carmelo y el otro habían quitado de en medio las bicicletas.
– Venga, el Carniceros F. C. sale al campo. Claudio, junto a la raya, echaba el pie izquierdo hacia atrás y se inclinaba mucho con el torso adelante. Balanceó varias veces el brazo, con el tejo en los dedos, describiendo en el aire unos arcos, que le iban de la rodilla a la frente, con cuidadosa precisión. Luego salió el primer tejo; saltó contra el labio de la rana, hacia el polvo. Y seguidos, los otros nueve, fueron chocando y saltando en el hierro o la madera, metiéndose en los triunfos. El séptimo fue rana, y el noveno, molinillo. En el suelo había dos.
– Mal empezamos – le dijo el otro carnicero.
– Es la primera, hombre; hasta que coja el pulso. Ya me calentaré.
El Chamarís contó los puntos y recogió las placas.
– Tres mil cuatrocientos cincuenta habéis hecho. Ahora voy yo.
– A ver cómo te portas – recomendó Justina.
– Va por ti – dijo el otro levantando la mano.
Éste ponía el brazo casi extendido hacia adelante, con el tejo a la altura del su ojo derecho, y lo enfilaba con la boca de la rana, guiñando el otro ojo. Luego bajaba lentamente el brazo, recogiéndolo hacia sí, hasta el bajo vientre, en un punto preciso, de donde brazo y tejo salían disparados. Metió una rana en la primera y se volvió hacia Justi:
– La primera en la frente.
Bajando el brazo por segunda vez, decía despacio:
– Y ésta… para empatar.
Pero ya no volvió a meter nada de importancia y se le fueron los otros nueve tejos sin pena ni gloria.
– Si no te volvieses a hablar, cuando tienes el tino cogido…- le reprendía Justina.
El otro carnicero le supo dar mucha alegría, con la forma tan viva de lanzar los tejos; hubo uno que saltó a sonar contra el timbre de una bicicleta. Tiraba irregularmente y se despistaba a menudo, pero metió dos ranas. Se las jaleaba: «¡Ole!». Así que le dejaron a Justina un punto difícil en la primera mano. Pero Carmelo dijo:
– Ahora veréis lo bueno.
Y miraba el escote de Justina, cuando ésta se inclinaba. Justi besó el primer tejo, con los ojos clavados en la rana. Luego metía la mano hasta la cintura, y sacando la lengua sobre el labio superior, aceleraba el brazo hacia arriba y el tejo salía disparado y ella se quedaba con el pie izquierdo en el aire después de cada lanzamiento, como si fuese a perder el equilibrio. Metió dos ranas, pero no se igualaron con los otros, que aún así les llevaban cerca de 2.000 tantos de ventaja. Aún aumentaba Claudio esta ventaja en la mano siguiente, al colar cuatro ranas, y el Chamarís no logró mejorar su tanteo de antes. Pero tampoco el otro carnicero aprovechó su vez y apenas si metió por los pelos un par de molinillos.
– A ver ahora si tú levantas esto, Justina – le decía el Chamarís cuando ella fue a tirar.
Justi coló tres ranas e hizo un gesto contrariado, tras del último tejo, que había saltado al suelo desde los mismos labios de bronce de la rana.
– ¡Qué cenizo! – exclamó.
Claudio mantuvo su media en la tercera mano, pero también Chamarís se mejoró bastante y metió dos ranas y dos molinillos.
– ¡ Todavía los cogemos! – dijo al conseguir meter la segunda rana.
El carnicero bajo estuvo un poco mejor que la otra vez, pero no descabaló demasiado el tanteo.
– Ya viene el tío Paco con la rebaja – dijo Carmelo cuando Justina fue a tirar.
Entretanto, los hijos de Ocaña se habían acercado a mirar la partida.
– ¡ Animo, Justi! – le dijo el Chamarís -. En tus manos está.
Ella se miró en torno; escarbó con la zapatilla en el polvo, para afianzar el pie, y sonriendo se inclinó hacia la rana. El primer tejo le falló, pero el segundo y el tercero se colaron por la boca de bronce. Chamarís apretaba los puños.
– ¡ Hale, valiente! – susurró.
El cuarto tejo rodaba por la tierra; «Te perdiste». Tampoco entraron los dos siguientes. Chamarís meneaba la cabeza. Azufre, mirando a su amo, tenía las orejas erguidas. Después, una tras otra, cuatro ranas limpias, rasantes, colaron hasta el fondo del cajón de madera.
– Buenas taardes – había dicho, alargando la A. Traía un cestito redondo, colgando del antebrazo.
– ¿Se puede ver la señora? – añadió sonriendo a Mauricio, ceremoniosamente.
Al quitarse el raído flexible de paja, mostró una pelambre blanca y rala, que le subía como un humo vago desde la calva enrojecida. El contenido de la cestita venía arropado con una servilleta.
– Pase usted, Esnáider; en la cocina debe de estar. Ya sabe usted el camino.
El otro hizo una leve reverencia y se dirigió adonde le decían. Lucio sacó la cabeza, hacia la cesta que pasó junto a él, y fingió olfatear:
– Vaya cosas tan ricas que llevará usted ahí. El viejo Schneider se detuvo junto a la puerta y contestó, levantando el antebrazo con su cestita colgante:
– Éste, fruta mejor que yo ha criado huerto mío. Esto obsequio yo lleva a la señora Faustita. Catecismo cristiano dice: «Dar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios». Señora Faustita buena como la Iglesia para mi esposa y para mí; por esto que yo traigo a ella.
Soltó una breve carcajada.
– ¿Puede pasaar? – preguntaba desde la puerta, con una nueva sonrisa.
Faustina se volvió junto al fregadero:
– Pase usted, Esnáider; no faltaría más.
Schneider entró con otra reverencia. Tenía el sombrero contra el vientre, cogido con las puntas de los dedos. Puso la cesta sobre el hule. Faustina se secaba las manos. Afuera, en el jardín, sonaban los tejos de la rana contra el bronce y la madera.
– ¿Pero qué trae usted hoy? ¿Qué nueva tontería se le ha ocurrido? Me está usted avengonzando, se lo juro, con tantas atenciones.
Schneider reía.
– Higos – dijo, cargado de satisfacción-. Usted prueba los higos de Schneider.
– Ni nada – cortó Faustina -. No tenía usted que molestarse en esto. Esta vez, desde luego, no se los pienso aceptar. Se ponga como se ponga. Conque hágame usted el favor de recoger esa cesta. ¡Vamos!, ¿es que nos va usted a regalar la casa, ahora? ¿Todo lo que se cría en esos árboles se lo va usted a traer para acá?
– Usted, hace favoor, prueba higos de Schneider. Mi mujer preparado cestita spezialmente para usted.
– No lo conseguirá, se lo aseguro. Schneider volvía a reír:
– Ella pega a mí si yo vuelve para la casa con los higos. ¡Esposa terrible! – reía – Y yo ofendo si usted no prueba los higos de mi huerto.
Pero Faustina cogió la cesta y se la quería colgar del antebrazo:
– Hágame usted el favor de quitar esto de aquí, Esnáider. Va a conseguir que me incomode.
Schneider soltaba siempre la misma carcajada medida. Recibió la cesta en las manos, pero en lugar de colgársela, le levantaba la servilleta y aparecieron los higos, todos iguales y muy bien ordenados en círculos concéntricos. Cogió con dos dedos el que estaba en el medio de todos y se lo ofrecía a Faustina, protocolariamente:
– Usted prueba, Faustita, ese higo suculento que yo tengo mucho gusto de ofrecer a usted.
Hacía un gesto caballeresco, como quien lleva guantes, y movía el higo arriba y abajo, marcando sus palabras.
– Ni Faustita ni nada - dijo ella -. No tenía usted por qué haber hecho esto. Se lo voy a coger porque no crea que es desprecio; pero tiene que ser a condición de que no vuelva a molestarme ya más con regalos ningunos. ¿Entendido?
– Usted come higo y luego dice cómo es.
– No me hace falta probarlo para saber que estará muy riquísimo. De antemano ya lo sé yo que ha de ser cosa buena, puro almíbar, como todo lo que usted cría en ese huerto.
Miraba el higo mientras lo pelaba. Añadió:
– Y además no hay más que verle la cara y cómo da la piel. Lo que no sé es de qué le sirve a usted tener ahí unos árboles tan hermosos y tan bien atendidos como los tiene, si luego va y no hace más que regalar todo lo que recoge.
– Sirve tener buenos amigos; personas buenas como el señor Mauricio y señora Faustita. Esto vale mucho más que frutas, que árboles, que huerto, que todo juntamente.
Y volvía a reír. Luego Faustita se llevaba el higo a la boca y él la miraba en suspenso.
– ¡Cuidado que es atento este señor! – decía Lucio, señalando con la sien al pasillo.
– No me hables. La ha cogido con la perra de estarnos agradecido, desde aquello del pleito de la casa, y se presenta aquí con un regalito cada lunes y cada martes.
– Pues ¡vaya con el hombre!
– Gente que son así. Por lo que sea. La educación que les hayan dado en su país. Qué sé yo. Que se creen obligados a estarte eternamente agradecidos, por una nada que uno se ha molestado en su favor. Bien buena gente que son, pobrecillos, lo mismo él que la mujer. Después de la canallada que les hicieron con la única hija que tenían, que era como para estar amargados ya para siempre y aborrecer a una nación entera.