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– ¡Qué divertido! – dijo Mely -; todos los pueblos tienen los cementerios en los altos, y aquí en cambio lo que está en alto es la población, y el cementerio lo tienen junto al río.

– Originales que son ellos, ahí donde los tienes. Pues si se descuidan, con un poquito suerte, les viene un año una riada de las buenas y se les lleva a todos los muertos por delante.

– Chico, pues mejor que se lleve a los muertos que no a los vivos.

– Pues también es verdad. Será la cuenta que se han echado ellos. A ver qué vida. Para que luego digan que en los pueblos son poco espabilados.

A través de la verja se veían las cruces de hierro; casi ninguna estaba derecha; despuntaban entre las altas hierbas bravias que se iban comiendo las sendas por entre las hileras de sepulcros. Colmenas de nichos, al fondo, y un blanco mate de mármoles pobres que destacaba extraño en algunas partes, entre hierro oxidado y ladrillos, malezas y abandono. Letreros, telas descoloridas, cintas, retratos, espigados floreros de cristal con flores secas, se entreveían allí, indefinidamente, sobre las lápidas blancas, en la cuadrícula uniforme de los nichos. Aún llegaba la radio, la música hasta allí, Siboney, los gritos de los muchachos en el río. Se paraban de pronto y caían, amortiguados, como nieve, sobre las cruces y la tierra de muertos. Pasó detrás de ellos un hombre con un borrico cargado de cañas verdes de maíz, con sus hojas, que restregándose hacían un ruido fresco sobre el trote menudo. El arriero oscuro caminaba de prisa; miró a los brazos de Mely fugazmente y arreó chicheando con la boca, volviendo de súbito la cara hacia el camino y apretando la marcha.

– «¡Qué solos se quedan los muertos…!» – recitaba Fernando con un tonillo enfático y burlón.

– Nos estamos poniendo románticos – dijo Mely riendo, al despegar sus mejillas del hierro de la verja -. Ya podíamos buscar otro sitio un poquito más alegre.

El canalillo que venía de la presa atravesaba el camino por debajo de un puente de viejos ladrillos y se metía en unos riegos muy cuidados, a la otra parte. Dos niños y una niña machacaban alguna cosa sobre el pretil. Miraron a Mely con descaro. Luego salían corriendo, bailones, hacia la casa y le zumbaban alguna burla indescifrable.

– Extrañan el que una lleve pantalones.

– Pues ya se acostumbrarán a verlos, de que vengan los yanquis a trabajar a Torrejón – dijo Fernando. Ya regresaban lentamente.

– ¿Qué yanquis?

– Los que traigan para construir el aeropuerto. Lo van a hacer por allí, por aquella parte – señalaba -. ¿No lo sabías?

– Pues, no. La política a mí… Yo sólo leo las carteleras de los cines.

– Pues hay que estar más al corriente, Mely. -¿Más al corriente? ¡Anda éste! ¿Y para qué?

La música se había callado. Una voz clara y alta se disparaba hacia el campo abierto, anunciando el disco siguiente, con la lista de los tres o cuatro nombres de las personas a quienes iba dedicado, como si lo estuviesen escuchando desde allá lejos, escondidos o perdidos en alguna parte del río, agazapados tras de algún matorral de la llanura.

– A ver cuándo tienes un detalle y me dedicas un disco por la radio – dijo Mely.

– En cuanto que me sobren seis duretes; prometido. La música volvió a sonar y luego una voz lenta que cantaba.

– Pues entonces para el año que viene… Alguien chistó detrás de ellos. Se volvieron.

– ¿Es a mí? – preguntaba Fernando señalándose el pecho con el índice.

Eran dos guardias civiles; habían aparecido por detrás del cementerio y venían hacia ellos. El más alto asentía, haciendo un gesto con las manos como si dijese «¿A quién va a ser?». Fernando les fue al encuentro y Mely se quedó atrás, mirando. Pero el alto le hizo una seña con el dedo:

– Y usted también, señorita, tenga la bondad.

– ¿Yo? – dijo ella con reticencia; pero no se movía. Los guardias y Fernando llegaron hasta ella. Fernando preguntaba con una voz cortés:

– ¿Qué ocurre?

Pero el guardia se dirigía a Mely:

– ¿No sabe que no se puede andar por aquí de esa manera?

– ¿De qué manera?

– Así como va usted.

Le señalaba el busto, cubierto solamente por el traje de baño.

– Ah, pues lo siento, pero yo no sabía, la verdad.

– ¿No lo sabía? – intervino el otro guardia más viejo, moviendo la cabeza, con la sonrisa de quien se carga de razón-. Pero si les hemos visto a ustedes desde ahí arriba, pegados a la cancela del cementerio. Y eso no me dirán que no lo saben, que ése no es el respeto. No es el decoro que se debe de guardar en los sitios así. ¿Me va a decir que eso no lo sabe? Es de sentido común.

Siguió el guardia más alto:

– Son cosas que las sabe todo el mundo. Un cementerio se debe respetarse, lo mismo que una iglesia, qué más da. Hay que guardar las composturas. Y además, mismo aquí, donde estamos ahora, ya no puede ir usted de la forma esa que va. Terció Fernando, con buenas maneras:

– No, si es que mire usted; lo que ha pasado, sencillamente, es que veníamos dando un paseo, buscando a unos amigos, y nos hemos metido por aquí sin darnos cuenta. Eso es lo que ha pasado.

Contestó el guardia viejo:

– Pues otra vez hay que andarse con más precaución. Hay que estar más atentos de por dónde va uno. Nosotros tenemos la orden de que nadie se nos aparte de la vera del río sin vestirse del todo, como es debido – se dirigió a Mely -. Conque tenga usted la bondad de ponerse algo encima, si lo trae. De lo contrario, vuélvanse adonde estaban. Vaya, que ya no es usted ninguna niña.

Mely asintió secamente:

– Sí; si ya nos volvíamos.

– Dispensen – dijo Fernando -; para otra vez ya lo sabemos.

– Pues hala; pueden retirarse – les decía el más viejo, sacando la barbilla.

– Bueno, pues buenas tardes – dijo Fernando. Mely giró sobre sus talones sin decir nada.

– Con Dios – los despedía el guardia viejo, con una voz aburrida.

Mely y Fernando anduvieron en silencio algunos pasos. Luego, a distancia suficiente, Fernando dijo:

– Vaya un par de golipos. Ya creí que nos echaban el multazo. Pues mira tú los cuartos del disco dedicado en qué me los iba yo a gastar. A punto has estado, hija mía, de quedarte sin disco.

– Pues mira – dijo ella, irritada -; preferiría cien veces sacudirme las pesetas y quedarme sin él, a dirigirme a ellos en la forma en que tú les has hablado.

– ¿Cómo dices? ¿De qué manera les he hablado yo?

– Pues de ésa; acoquinadito, dejándote avasallar…

– Ah, ¿y cómo tenía que hablarles, según tú? ¡Mira que tienes unas cosas! A lo mejor querías que me encarase con ellos.

– No es necesario encararse; basta saber estar uno en su sitio, sin rebajarse ni poner esa voz de almíbar, para darles jabón. Además, no tenías por qué preocuparte, porque de todos modos la multa no la ibas a pagar de tu bolsillo. Yo no me dejo pagar ninguna multa de nadie.

Mely volvió la cabeza; los dos guardias civiles estaban parados todavía, mirando algo, más atrás. Les sacó la lengua. Fernando sonrió ásperamente:

– Pues mira, Mely, ¿sabes lo que te digo? Que te frían un churro. Me parece que conoces tú muy poquito de la vida.

– Más que tú, fíjate. Fernando denegó con la cabeza.

– No tienes ni idea de con quién te gastas los cuartos, hija mía. Éstos tratan a la gente de la misma manera que los tratan los jefes a ellos y no están más que deseando de que alguien se soliviante o se les ponga flamenco para meterle el tubo, del mismo modo que se lo meten a ellos si se atreven a hacerlo con sus superiores. Todo el que está debajo anda buscando siempre alguien que esté más debajo todavía. ¿No lo has oído como han dicho «Ya pueden retirarse», lo mismo que si estuviéramos en un cuartel?

– Bueno, Fernando, pues yo no me dejo avasallar de nadie. Primero apoquino una multa, si es necesario, antes que rebajarme ante ninguna persona. Ésa es mi forma de ser y estoy yo muy a gusto con ella.

– Sí; lo que es, como fueras un hombre, ya me lo dirías. Di que porque eres mujer; da gracias a eso. Si te volvieras un hombre de pronto, ya verías qué rápido cambiabas de forma de pensar. O te iban a dar más palos que a una estera. Orgullosos, bastante más que tú, los he llegado a conocer; pero, amigo, en cuanto se llevaron un par de revolcones, escapado se les bajaron los humos. Daté perfecta cuenta de lo que te digo.

– Que sí, hombre, que sí; que ya me doy por enterada. Para ti la perra gorda.

Fernando la miró y le decía, tocándose la frente:

– Ay qué cabecita más dura la que tienes. Lo que a ti te hace falta es un novio que té meta en cintura.

– ¿En cintura? – dijo Mely -. ¡ Mira qué rico! O yo a él.

La campanilla de latón dorado repicaba contra el ladrillo renegrido de la estación, bajo el largo letrero donde ponía: «San Fernando de Henares-Coslada». La tercera estación desde Madrid; Vallecas, Vicálvaro, San Fernando de Henares-Coslada. Después el tren que venía de Madrid entraba rechinando a los andenes. En el tercera casi vacío, un viejo y una muchacha con una blusa amarilla, que traían a los pies un capacho de rombos de cuero negros y marrones, le dijeron adiós al de la chaqueta blanca, que había venido sentado en el asiento de enfrente. «Buen viaje», dijo él. Permaneció en el balconcillo hasta que el tren se detuvo. Se apearon diez o doce y salían cada uno por su lado, de la estación abierta al campo y al caserío disperso. Detrás, el tren arrancaba de nuevo; el individuo se paró junto a la caseta de la lampistería y volvió la cabeza: desde el vagón en marcha lo miraban la chica y el viejo. Luego salía por entre los dos edificios; para pasar apartó unas sábanas tendidas a lo largo. Había tres camionetas alineadas detrás de la estación; las gallinas picoteaban en el polvo, junto a los neumáticos. El pozo. Por la parte de atrás era una casa como otra cualquiera, con las viviendas de los de la Renfe, sus gallineros, el perejil en la ventana, sus barreños y sus peanas de lavar. Le gritaron desde lejos:

– ¿Qué, a por la chávala?

Era una voz conocida; se volvió.

– ¡Qué remedio! ¡Adiós, Lucas!

– ¡Adiós; divertirse!

Tomó la carretera. Pasaba junto a tres pequeños chalets de fin de semana, casi nuevos; los jardincitos estaban muy a la vista, cercados de tek metálica. A la puerta de uno de ellos había un Buick reluciente, de dos plazas, celeste y amarillo. Se detuvo un momento a mirar la tapicería y el cuadro de mandos. Tenía radio. Luego miró por encima del duco brillante a las persianas entornadas del chalet. El sol aplastaba. Echó de nuevo a andar y se separaba con dos dedos el cuello de la camisa adherido a la piel por el sudor; se aflojó la corbata. Miró al suelo, las piedras angulosas desprendidas del piso. Cercas de tela metálica, persianas verdes, almendros. «Se venden huevos», decía en una pared, y en otra «Mercería». Llegaba al puentecillo donde empezaba un poco de cuesta; a la izquierda vio un trozo rojizo del río y el comienzo de la arboleda, los colores de la gente. Luego la quinta grande de Cocherito de Bilbao, con sus frondosos árboles, le tapaba la vista del río. El sol cegaba rechazado por una tapia blanquísima. Aparecía en el umbral.