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– Muy buenas tardes.

– Buenas tardes, Manolo – dijo Lucio. Mauricio lo había mirado apenas un instante.

– Hola, ¿qué hay? – murmuraba bajando los ojos hacia la pila del fregadero.

Se puso a enjuagar vasos. El otro se había detenido junto a Lucio; se pasaba la mano por la frente y resoplaba. Lucio lo miró.

– Claro, tanta corbata… – le decía -; se suda, es natural.

Manolo se sacó un pañuelo blanco del bolsillo superior de la americana; se lo pasaba por dentro del cuello de la camisa. Observaba a Mauricio.

– Me da fatiga de verlo – continuaba Lucio -. La prenda más inútil. Ni para ahorcarse vale, por ser corta.

– Costumbres – dijo Manolo.

– Exigencias que tiene la vida ciudadana; etiquetas que se debían de desterrar.

– Ya – se dirigió a Mauricio -. ¿Tiene usted la bondad de ponerme un buen vaso de agua fresquita? Mauricio alzó los ojos.

– ¿Fresquita? Será del tiempo.

– Bueno, sí; la que haya…

El otro llenó el vaso; «La que bebemos todos», murmuraba al dejarlo sobre el mostrador.

– ¿Eh?, ¿cómo dice? No le he oído, señor Mauricio; ¿decía usted?

– Digo que el agua ésta es la que aquí bebemos todo el mundo. O sea, del tiempo. Fresquita, como tú la pides, no la hay. Como no sea la que hace el botijo, y que tampoco es una gran diferencia. Aparte que el que hacía ya el de tres este verano, se cascó la semana pasada y yo todo el verano comprando botijos no me estoy, francamente; con tres me creo que ya está bien.

– Pero que sí, señor Mauricio; si aquí nadie se queja.

– No, es que como pedías agua fresquita, por eso te lo digo, para que sepas lo que hay sobre el particular. Así es que ya lo has oído, aquí conforme esté del tiempo, pues así la tomamos. Ésa es la cosa. Agua fresca no hay.

Manolo sonreía forzadamente.

– Vaya, señor Mauricio, pero si el pedir yo agua fresquita no era más que por un decir. Como una frase hecha, ¿no me comprende?; que se viene a la boca el decirlo de esa manera, y nada más.

– Pues yo a lo que no es una cosa no lo llamo esa cosa. ¿Tiene sentido? Será una frase hecha o lo que quieras, pero yo cuando digo agua fresca es que la quiero fresca de verdad. Lo demás me parece como hablar un poquito a la tontuno, la verdad sea dicha.

– Bueno, que quiere usted liarme, está visto.

– ¿Yo? Dios me libre. ¿Cómo se te ocurre? Manolo lo miró con una sonrisa apagada.

– Lo veo. No me diga que no.

– ¡Qué locura! Humor tendría yo para eso.

– El que tiene esta tarde.

– ¿Eh? Sabe Dios. No está eso tan claro.

– Ah, pues yo creo que…

– Déjalo, anda. No averigües.

– Como usted quiera. Pero le advierto que a mí, vamos, que no se preocupe, quiero decir, que ya no me afecta la broma en absoluto, y soy capaz de tolerar a todo aquel que se divierta a costa mía, sin que ello me incomode. O sea, que yo también sé divertirme cuando quiero, ¿no me entiende?

– Pues yo me alegro, mozo. Más vale así. Tener uno un poquito picardía, para saberle hacer frente a los trances escabrosos del trato con los demás. Así se sobrelleva uno mejor. Porque a veces cuidado que hace falta correa. ¿No es verdad? ¡Pero mucha! Un rato largo de correa hay que tener.

Manolo puso de súbito una cara prevenida; tardó un poquito en contestar:

– Pues mire, le diré; yo ni correa siquiera necesito, porque las situaciones escabrosas me da por ignorarlas; vamos, que me las paso por debajo de la pierna…

– ¿Sí? Pues hay que tener cuidado con creerse uno estar por encima de las cosas, porque hay peligro de que se pueda dar el caso de encontrarse uno mismo de pronto debajo de los pies.

– Algún incauto. Cabe en lo posible.

– Y el que se cree no serlo. ¡Ése también! Porque los hay que se creen de una listura desmedida y ésos son los más tontos de todos y se llevan el sandiazo en toda la cara en el momento en que menos se lo podían…

– ¡Eh! ¡Ayudar aquí! – había dicho una voz exigente, por fuera de la puerta, golpeando con algo contra el quicio.

– ¿Qué pasa?

Miraron hacia el umbral. Era uno que venía montado en una sillita de ruedas y otro vestido de negro, que sujetaba por la barra del respaldo la sillita, parada ante la puerta de la casa.

– ¿No sale nadie, o qué? – apremiaba el inválido con nuevos golpes contra la madera.

– Son Coca y don Marcial – dijo Lucio.

Ya salía Manolo a echarles una mano. Manipularon afuera con la silla de ruedas y luego entraba el de negro, con el tullido en brazos. Era pequeño y contrahecho.

– ¿Dónde le dejo esto? – preguntaba Manolo desde fuera. El tullido se volvía hacia la puerta desde los brazos de don Marcial; gritó:

– ¡Pues arrímalo ahí mismo, en cualquier parte! En dondequiera que lo dejes está bien.

Se dirigió a los de dentro, mientras el otro lo sentaba:

– Bueno, ¿qué pasa? ¿No hay puntos esta tarde? Poca animación se ve aquí hoy, para ser un domingo. Oye, me pones una copita de anís. ¿Tú qué tomas, Marcial? ¿Así que no hay contrarios esta tarde?

Don Marcial arrimaba contra la mesa la silla en la que había sentado a su compañero; dijo:

– Coñac a mí. ¿Qué se cuentan ustedes?

– Calor.

Don Marcial hacía sonar unas monedas, con la mano metida en el bolsillo de la americana. El tullido le decía a Manolo:

– A ti no se te podrá decirte nada de que te sientes un poquito a jugar al dominó, supongo, porque tendrás tus compromisos inevitables. Y a usted, don Lucio, menos. ¿Eh?

– No te hacen falta – dijo Mauricio -. Ahí dentro tienes a tu amadísimo Carmelo y a Claudio y a los otros.

– ¡Ah, bueno! ¿Y qué hacen que no vienen? ¡En seguida hay que llamarlos!

– Están jugando a la rana en el jardín.

– ¿A la rana? ¿Y qué más rana quieren, que jugar conmigo? ¡Aquí la única rana verdadera soy yo! No hay más ranas. ¿Se puede ser más? Si parece que acabo de salirme del charco en este mismo instante – se reía.

– Lo que alborota este medio hombre – decía don Marcial, llevándole la copa que Mauricio acababa de servir-. ¿Has visto un caso parecido? Toma, anda, toma; a ver si con eso te callas un poco y dejas respirar.

– ¡Sanguinario…! – le contestaba el tullido, tirándole un pellizco al pantalón.

– Eres más malo que arrancado, Coca-Coña. Y como no se te puede pegar… – hacía el gesto de amenazarle con la mano -. De eso te vales tú, del medio hombre que eres. ¿Quién va a tener el valor de pegarle a una rana, como tú mismo acabas de decir?

– Bueno, pues eso de Coca-Coña vamos a dejarlo. Don Marcial se reía, colocando su chaqueta en el respaldo de la silla.

– Ahí lo tienen ustedes: se pone un mote a sí mismo y después se cabrea si se lo dicen. ¿Has visto cosa igual?

Don Marcial se sentaba enfrente del inválido. Manolo preguntó:

– ¿Ah, pero él mismo se inventó ese mote? ¿Pues cómo fue ocurrírsele?

– ¿No lo sabe? Las cosas de éste. Nada, que un día, fue el verano pasado me parece, a principios, pues se ve el tío, ahí en la General, con el vehículo ese que se gasta para circular por el mundo, junto a otro carrito de esos de Coca-Cola, ¿ saben cuál digo?, que son colorados y con letras grandes… bueno, pues uno de ésos, y en eso están los dos carricoches a la par, pegando el uno con el otro, y va éste y se me pone, a mí y a otro que lo veníamos acompañando, conque nos salta: «Pues si esto es la Coca-Cola, yo entonces lo menos soy la Coca-Coña.» Mire usted, no le digo aquella tarde, la pechada de reír… Y es que él se llama Coca de apellido; la doble coincidencia. ¿Qué le parece?

– Es humor, es humor – asentía Manolo.

– Bueno, pues ahora, de unos días a esta parte, le ha dado porque no se lo llamemos, ya ve usted. Así que ya no sabes, con éste, a qué carta quedar.

– Está ya muy gastado. Me sacáis otro mote o me llamáis por el de pila. Venga, y ahora zumbando a llamar a Carmelo. Arrea. Que se persone aquí en esta mesa, pero inmediatamente. Anda ya, no me seas parado. Lo agarras por una oreja y te lo traes.

Empujaba la mesa contra don Marcial, para obligarlo a que se levantase.

– Que voy hombre, que voy. Ya sabes que aquí estoy para lo que ordenes. Tú manda, y yo te obedeceré.

Se levantó y apuraba la copa y se iba hacia el jardín. Coca-Coña gritaba a sus espaldas:

– ¡Y reclutas a todo el que te encuentres por ahí!

– Sí, pues también está el señor Esnáider, por cierto – dijo Mauricio-. Ése también es muy amigo de echarse una partida. A lo mejor se anima también.

– ¿Ah, sí? ¡Huy, ése! ¡Buen vicioso que es! Me gusta a mí jugar con el señor Esnáider, pues ya lo creo. No hay más que hablar. Ya tenemos partida.

Los niños Ocaña miraban a los rostros de Justina y el carnicero alto.

– ¡Ha ganado ésa! – decía Juanita. Justina se volvió hacia Petrita y se agachaba para darle un beso.

– ¿Y a ti también te gusta este juego, preciosa? ¿Querrías jugarlo tú?

– Tú ganas siempre, ¿verdad? – le decía la niña. Justina le arreglaba el cuello del vestidito y le quitaba una hoja seca de madreselva de entre el pelo.

– No, mi vida – le dijo -; también pierdo, otras veces.

Juanito y Amadeo se peleaban, disputándose los tejos, por el suelo del jardín; restregaban en la enramada sus espaldas desnudas y enrojecidas por el sol. Azufre saltaba en torno, meneando la cola; quería jugar con ellos.

– Juega como los ángeles, la chica – dijo Petra en la mesa. Sergio asentía:

– Primorosamente.