– ¿Y a ti quién te lo ha dicho?
– Mi papá.
Don Marcial había agarrado a Carmelo por el cuello y ya se lo llevaba hacia la casa. Se detuvo un momento al pasar junto a Justina y le decía al lado de la oreja, con una media voz confidenciaclass="underline"
– Ahí adentro está tu prometido. No sé si lo sabes. Justina echó una rápida mirada hacia la puerta del pasillo.
– Pues que se espere – contestó.
Felipe Ocaña jugaba con la copa vacía y la ponía del derecho y del revés. Apagó el puro contra la pata de la silla. Azufre hacía amagos, saltaba y tomaba actitudes de juego ante los niñas de Ocaña, pero no le hacían caso. Al fin el perro puso las patas delanteras contra la espalda desnuda de Amadeo.
– ¡Peeerrro…!
Salieron corriendo los dos hermanos tras el perro que huía. Petrita pateó sobre la tierra, agarrada al regazo de Justina, y le decía apresurada:
– Cógeme, cógeme…
Justina la cogió en brazos y Petrita miraba, desde lo alto, a sus hermanos que corrían por todo el jardín. La niña se reía girando bruscamente la cabeza a un lado y a otro de la cara de Justina, para seguir las carreras, los quiebros y los brincos de Azufre, jugando con Juanito y Amadeo.
– Me vas a dar un cabezazo, criatura. Dijo Sergio:
– Pues no quedó mal día. Y este emparrado, parece que no, pero quita bastante.
Nadie le contestó. Niñeta tocaba el borde del vestido de su cuñada.
– ¿Es ésta la falda que tú misma te cortaste?
– Sí, ésta es.
– Ah, pues mira qué mona te ha salido, ¿eh? El carnicero Claudio lanzaba los tejos; se le cruzaban el perro y los niños y tuvo que interrumpir la tirada.
– Llama a ese bicho, tú. No nos hagáis sabotaje, ahora, valiéndote del perro.
– ¡Azufre! ¡ Ven acá! ¡Quieto, Azufre! – le gritó el Chamarís.
– ¿No veis que están jugando? – decía desde la mesa la mujer de Ocaña -. ¿Por qué molestáis? ¿Por qué tenéis que estar en medio siempre? ¡Aquí ahora mismo!
Amadeo y Juanito obedecieron a su madre; y Azufre a su dueño. Luego ellos miraban al perro, tendido junto a la enramada, al otro lado del jardín.
Faustina, en pie junto a la mesa, secaba los cubiertos con un paño y los ponía sobre el hule, delante de las manos de Schneider. Él estaba sentado, con el sobado flexible de paja sucia encima de las piernas.
– Esta semana, sin falta – decía Faustina -, el jueves a lo más tardar, paso a verla; se lo prometo. El primer día que me empareje bien.
Las pieles de dos o tres higos estaban aún sobre el hule.
– Frau Berta ya vieja, pobrecita – decía Schneider -; no conviene que sale mucho. Yo más fuerte.
– Usted está hecho un mocito todavía.
– Yo come la fruta mía y esto es sano para mi cuerpo – reía con su breve y mecánica carcajada -. Por esto que yo traigo a usted.
– Sí, lo que es yo, señor Esnáider, no es por quitarle el mérito a la fruta, pero ni con esto ni con nada me pongo buena ya. Llevo tres años que desconozco lo que es salud.
Se había detenido, bajando el paño al costado, para mover la cabeza en conmiseración. Después suspiraba y cogió otro cubierto de la pila.
– Usted, señora Fausta, ha de vivir hasta noventa años – decía Schneider, con todos los dedos de las dos manos extendidos -. Y si usted autoriza un poco, yo fumo ahora un cigarrito, ¿eh?
– No tiene ni que pedirlo. Faltaría más.
– Bien, muchas gracias.
Se buscó la petaca en el bolsillo interior de la chaqueta.
– Así que los domingos se queda en casa ella sólita. Pues ya siento yo que me coincida justamente los domingos los días en que tengo más quehacer. De buena gana me acercaba a echar un ratito.
– Oh, ella cose, lee, piensa – liaba su cigarrillo con cuidado-. Ella es sentada tranquilamente en la silla, a coser. Todos remiendos – levantó el brazo del hule para enseñar la manga de su chaqueta, raída y recosida -. Ya nada comprar nuevo, hasta la muerte. Sólo coser, coser, coser – daba puntadas imaginarias en el aire -. Ropa vieja, como viejo Schneider, como la vieja esposa. Ropa durar hasta que viene la muerte. Ya no gastar dinero; sólo coser, coser, coser.
Faustina recogió de la mesa las pieles de los higos y las tiró por una ventanita que estaba encima del fogón. Vino del otro lado una escandalera de gallinas.
– Sí, los viejos, ya no nos hace falta presumir.
Destapó un pucherito en la lumbre, y colocó el contenido en un vaso, a través de la manga del café. Después se lo puso a Schneider sobre el hule, con un plato, azúcar y una cucharilla.
– Café de Portugal – le dijo -. A ver si le gusta.
– Danke schón – contestó rápidamente -. Café de la señora Faustina, siempre suculento.
Se echaba azúcar y se reía. Faustina se sentó enfrente, con los brazos cruzados sobre el hule. Revolvió Schneider el azúcar y se llevó a la boca una cucharadita de café.
– ¿Qué tal?
Schneider paladeaba. Movió la cucharilla tres veces en el aire, como una batuta, diciendo:
– Bueno. Bueno. Bueno.
– Me alegro de que le guste. Usted de esto a mi marido ni palabra; que lo compré a espaldas suyas y si se entera, se acabó en dos días.
Alzó los ojos. Entraban en la cocina Carmelo y don Marciaclass="underline"
– Buenas tardes.
Schneider se volvió en la silla, hacia la puerta:
– Oh, estos amigos míos. Yo me alegro mucho. ¿Están bien? ¿Están bien?
Saludaba sonriendo a uno y a otro, con cortas inclinaciones de cabeza.
– ¿Qué tal, señor Esnáider? – le decía don Marcial -. Usted aquí, tomándose su cafetito, ¿eh? Lo tratan bien en esta casa, me parece; ¡se quejará!
– Oh, no, no; absolutamente – y se reía. Luego le puso a don Marcial el índice en el pecho y añadió a golpecitos:
– Yo adivino la causa de su venida aquí. Y riéndose una vez más se volvía de nuevo hacia el vaso humeante.
– ¡Eh, qué bien lo sabe! Y qué contento se pone, mirarlo. Pero no tenga prisa; tómese despacito su café, que se va usted a abrasar.
Carmelo sonreía sin decir nada. Faustina dijo:
– Ya han tenido que venir ustedes a trastocármelo, con el juego dichoso, que ya no hay forma de que se tome tranquilo ni el café.
Schneider apuró el vaso y se levantaba diciendo:
– Y esta causa es para una contienda de dómino. Y yo dispuesto, cuando ustedes quieren.
Cogió el sombrero y se volvió a Faustina, con una reverencia:
– Señora Faustina, yo soy muy agradecido a su café. Señaló hacia la puerta con la mano extendida, ofreciéndoles el paso a los otros, ceremoniosamente.
– Usted primero – le dijo don Marcial. Y salieron los tres de la cocina. Coca-Coña gritaba, al verlos llegar:
– ¡Esas fichas, a ver! ¡Ya están aquí los puntos! ¿Qué pasa, señor Esnáider? ¿Dispuesto a la pelea?
– Esto mismo – le contestaba.
A Coca-Coña el borde del mármol le tocaba en la parte más alta del pecho, y apenas le asomaban los hombros por encima de la mesa, con aquella cabeza sin cuello, incrustada en el tórax. Los dos brazos nadaban sobre el mármol, revolviendo las fichas.
– Las dos más altas juegan juntos – dijo. Entraba un individuo con mono azul grasiento y la frente sudada. Saludó.
– ¿Hoy también? – le preguntaba Lucio.
– Hoy también, señor Lucio. Ni domingos. Ahora mismo be dejado el camión.
A Schneider le tocó con don Marcial.
– Siéntate ahí, Carmelo – decía Coca-Coña -. Verás hoy éstos, adonde van a ir.
Manolo restregaba el zapato contra el cemento del piso. Luego le dijo al ventero:
– Pues yo, con su permiso, voy a pasar.
– Bueno, hombre; haz lo que quieras. Cuando hubo salido Manolo, Mauricio decía:
– Qué elemento.
– Vaya, la tienes cogida con el chico. Es una cosa corriente. Nadie aguanta a los yernos así como así. Aunque fuese más bueno que San Antonio.
– ¡Nada de San Antonio! Este tío es un piernas. Un cursi de aquí a Lima. Yo no lo puedo ver delante, te lo juro, con esa jeta de yeso que exhibe el gacho.
– Pues ya verá cómo se lo agradece – le dijo el chófer -, el día en que le den un nietecillo y lo vea usted correr por aquí. Mauricio le puso un vaso:
– ¿Por aquí? Lo que es como saliera a su padre, poquito abuelo me parece que iba a tener esa criatura. Vaya una alhaja que sería. Cosa de ver.
– Es que sacas hasta mal corazón. Aborrecer así de antemano a una pobre criatura que no está ni siquiera encargada. El seis doble le había tocado a don Marcial.
– Ahí va eso – decía, poniéndolo en la mesa con un gesto de asco, como quien deposita alguna cucaracha. Coca-Coña examinaba su juego:
– Se te contesta rápido.
Schneider colocaba las fichas muy delicadamente, pero Coca-Coña pegaba unos fichazos como disparos de escopeta.
– ¡Ahí está el firme! – gritaba después.
– ¿Pero qué firme? – le dijo don Marcial-. Hasta los firmes de la casa te vas a cargar tú, con esos golpes. ¿No te es lo mismo pegar más suavecito?
– ¿Cómo iba a ser lo mismo? ¡Vale el doble, una ficha bien pegada! Os tenemos comida la moral y por eso protestáis.
Schneider reía y colocaba su ficha, discretamente.
– Y usted no se ría; que ahora mismo lo voy a hacer pasar. En esta vuelta que viene.
– Esto yo dudo – contestaba el otro, revisando su juego-. No creo que yo va a pasar.
– Pues ya lo va usted a ver.
Carmelo se divertía con Coca-Coña y lo miraba, como muy satisfecho de tenerlo por compañero en la partida.
Pero luego, al cerrarse la mano, Coca-Coña rompió a grandes voces:
– ¡Cagüen la mar! ¡Ya metiste la pata, alma mía! ¿En qué estarás pensando? ¡Que no te enteras! Si ves que a pitos están ellos, pues pon la séptima, coño, aunque sea, antes que abrirlos el juego otra vez. ¿Para qué te hacía falta la séptima de cuatro, a estas alturas? Como no la estuvieras conservando para la vuelta que viene… Si es que pretendes ser demás de listo ya. ¡Te pasas! ¡Cencerro! ¡Alobao…!
– Eh, tú, que ya está bien – cortaba don Marcial -. Cuidado que tienes mal perder. ¿A qué le insultas a Carmelo? Eres igual que las mujeres, que siempre se aprovechan de que son débiles para faltarle a todo el mundo; de ahí sacan ellas la fuerza. Pues tú lo mismo. Te atreves a regañarle a Carmelo porque sabes que no te puede cascar, porque eres una jodia rana entumecida que no tienes ni media bofetada.