Le acariciaba el cogote.
– ¡Venga ya de aquí!, ¡las manos de encima! Que estás más visto ya, estás más visto…
Alicia se miraba impaciente en derredor.
– Ésos no vienen – dijo.
Miguel miró la hora. Sebastián reclinaba de nuevo la cabeza sobre las piernas de Paulina; decía:
– ¿Y qué prisa tenemos? ¡Un año, aquí tumbado!
Se acomodaba y relajaba el cuerpo. Pasaba un mercancías hacia Madrid. Paulina volvió los ojos hacia el puente; se adivinaban hocicos de terneros entre las tablas de algunos vagones.
– Animalitos… – comentó para sí.
Gotas de vino resbalaron del cuello de Lucita y caían en el polvo.
– Pues Lucita tampoco lo hace mal esta tarde.
– No, ¡qué va! No se nos queda atrás. Lucí movía el pelo:
– Para que no digáis.
– Di tú que sí, monada. Hay que estar preparados para la vida moderna. Arrímame la botella, haz el favor. Tito dijo:
– Despacio, tú también. Nadie nos corre.
– A mí, sí.
– Ah, entonces no digo nada. Toma la botellita, toma. ¿Y quién te corre, si se puede saber?
Daniel sonrió mirando a Tito; se encogía de hombros:
– La vida y tal.
Embuchó un trago largo. Tito y Lucita lo miraban.
– Aquí cada uno se vive su película – dijo ella.
– Eso será. Pues lo que es yo, me comía ahora un bocadillo de lomo de los de aquí te espero. Me ponía como un tigre.
– ¿Tienes hambre? Pues mira a ver si apañas algo en las tarteras.
– ¡Qué va!; bien visto lo tengo. Por lo menos la mía está más limpia que en el escaparate.
– Yo me parece que debe de quedarme una empanada o dos – dijo Lucita -. Alárgame la merendera que lo veamos.
– Mucho, Lucita. ¿Cuál es la tuya?
– La otra de más allá. Ésa. Lo único, que deben de estar deshechas a estas horas.
– Como si no. Ya lo verás qué pronto se rehacen. Abrieron la tartera. Estaban las empanadas en el fondo, un poco desmigajadas. Tito exclamó:
– ¡Menudo! Verdaderas montañas de empanada. Con esto me pongo yo a cuerpo de rey.
– Ello por ello. Has tenido suerte.
– Te diré. Gracias, encanto.
– De nada, hijo mío.
– Aquí hay de todo, como en botica – comentaba Daniel.
– ¿Queréis un poco?
– Quita. ¡Comer nada ahora!
– Tú, Daniel, te mantienes del aire – decía Lucita -. No sé cómo no estás más flaco de lo que estás.
– ¿Y tú tampoco quieres, Lucita?
– No, Tito, muchas gracias.
– Las gracias a ti.
Metía los dedos y se llevaba a la boca trocitos de empanada.
– ¡Está cañón! – decía con la boca llena, salpicando miguitas.
– Te gustan, ¿eh?
– No están podridas, no señor.
– No es menester que lo digas – añadía Daniel.
– Pásame el vino, haz el favor, que esto requiere líquido encima.
– Así estarán de secas, con tanto calor, que no eres capaz ni de pasarlas. Parece que estás comiendo polvorones. ¿Qué, Lucí, lo hacemos de reír?
– Déjalo, pobre hombre, comer tranquilo por lo menos.
Le daban la botella. Tito seguía picando un trocito tras otro de empanada; dijo:
– A mí no me hacía reír ahora ni Charlot. Daniel se dio media vuelta en el suelo:
– Chico, no puedo verte comer. Se me aborrece hoy la comida. Es una cosa, que sólo de ver comer a otro delante mío me da la basca, palabra.
– Estarás malo – decía Luci, mirándole la cara.
– No sé.
– No lo estás – dijo Tito-; te lo digo yo. Porque el vino en cambio te entra que es un gusto.
– Ni el vino siquiera.
– ¡Anda la osa! Pues si te llega a entrar…
– Ni nada, como lo oyes, textual.
– Entonces, hijo mío, no te comprendo. Si dices que tanto asco te da el vino, no sé a ti quién te manda beber. ¿Tú ves esto, Lucita? Este hombre no está bien de la cabeza.
Lucita se encogía de hombros.
– Mandármelo, nadie. Yo que tengo precisión de ello. ¿Qué hacemos aquí, si no?
– También son ganas – dijo Tito -. Yo a este tío es que no lo acabo de entender. Chico, entonces tú a lo que has venido ahora al río es a pasarlo mal. No te bañas, no comes, y ahora sales con esto. Para eso se queda uno en Madrid y acabas antes.
– Será que tiene alguna pena – comentaba Lucita sonriendo.
– Ah, mira. Pues bien pudiera ser por ahí. Anda, bonito, que te han calado. Confiésate aquí ahora mismo con nosotros.
Daniel, tendido bocarriba, miraba hacia los árboles. Giró los ojos hacia ellos.
– ¿Qué? – sonreía -. No hay nada que confesar.
– Sí, zorrillo; no te escabullas ahora. Cuéntanos lo que tienes en ese corazoncito. Estás en confianza.
– Pues vaya un par. ¿Qué querrán que les cuente?
– Bebes para olvidar.
– Bebo porque se tercia, porque me habré levantado de una manera, esta mañana.
– ¿De qué manera?
– De una especial.
– Calla, loco…,
– Aquí no se sabe quién está más loco.
– Sí que se sabe, sí.
– ¿Sí? Bueno, pues yo mismo, venga. Échame el vino para acá.
– Tómalo, hermano, a ver si te pones peor.
– O mejor. Eso no se sabe. Tito asentía:
– Ah, pudiera. Después se verá. Los hay que sanan.
– Vamos allá. Arriba con el nene.
Empinó el vidrio, hasta que el culo de la botella quedó mirando el cielo, y glogueó largamente.
– Y menos mal que no tiene ganas – le decía Tito a Lucita, dándole con el codo.
Daniel bajó la botella y respiró. Luego dijo, mirándolos, con una risa en toda la cara:
– Que pase el siguiente.
– Lucita, te tocó. Vamos a ver cómo te portas. Ella cogía el vino y decía antes de beber:
– De ésta sanamos los tres, o nos volvemos de remate. Tito y Daniel la jaleaban mientras bebía:
– ¡Hale, macha! ¡Ahí tú! Lucita bajó la botella y les dijo:
– Bueno, luego vosotros os encargáis de llevarme a mi casa, ¿eh?
– A saber… A saber quién llevará a quién. Estaban ahora los tres muy juntos; Lucita en el medio. Bebió Tito también. Daniel dijo:
– Ahora es cuando comienzo yo a disfrutar.
Juntaron las cabezas y se cogieron los tres, con los brazos cruzados por las espaldas. Se reían mirándose. Proseguía Danieclass="underline"
– ¿Pues sabes que eres tú una chica estupenda, Luci? Mira, palabra que hasta hoy no te había conocido en todo lo que vales. Eres lo mejorcito de la pandilla, para que tú veas. Como lo digo lo siento. ¿No te parece, Tito? ¿A que sí? ¿A que estás conmigo en que Luci, con mucha diferencia, ¿eh?, con mucha diferencia…?
Los tres se columpiaban agarrados, con las cabezas juntas.
– Ya simpática – continuaba Daniel -, y a guapa…
– ¡Huy, guapa, hijo! ¿Guapa yo? ¡Éste ve doble ya! ¿No te lo digo? Tú ves visiones, chico, para decir que soy guapa.
– ¡Tú a callar!, ¡no te han pedido la opinión! He dicho guapa y se ha concluido. Y además, eso sí, se me ocurre una idea. Te vamos a nombrar… verás; te vamos a nombrar nuestraaa… Te vamos a nombrar… Bueno, es lo mismo. Algo.
Justina depositaba a Petrita en el suelo:
– Déjame ahora, bonita, que es mi turno.
La niña corrió hacia la mesa donde estaban sus padres. Claudio contaba los puntos, recogiendo los tejos. Se los pasó a Justina:
– Anda, campeona, a ver si ahora haces lo de antes. Felipe Ocaña se miraba las uñas. Petrita quería sentarse en la misma silla de Amadeo.
– Tonta, ¿pero no ves que no cabemos los dos? Petrita cogió las manos de Amadeo y jugaba con ellas:
– Tú deja la mano muerta – le decía. Sergio callaba.
– La Sínger mía, que me dejó mi madre, en paz descanse – decía Niñeta -, la tengo todavía en Barcelona, casa mi hermana. Se cree que va a quedarse con ella, ¿sabes? Pero en esto se equivoca, te lo digo.
– ¿No se la has mandado a pedir?
– Se lo dije por carta dos veces y la vez que estuvimos y se hace la desentendida. Pero esto no, ¿eh?, mira, esto no. En septiembre, si vamos quince días, yo me la traigo, has de ver.
– Una máquina de coser, y más siendo una Sínger, es una alhaja en cualquier casa. Di que no andes con miramientos y traétela como sea.
– Ah, tú verás que sí. Lo has de ver que en septiembre viene a Madrid esta maquinita. Por descontado.
– Y para la casa y para todo, ¿qué duda cabe? – seguía diciendo Petra -. Una máquina de coser no puede renunciarse a ella así como así. Capaz de venirle a la casa un revés cualquier día y ya tienes ahí algo para sacarle unos duritos cosiendo para la calle, y defenderte un poco mientras que quieren y no quieren arreglarse las cosas. Naturalmente. Con una máquina en casa ya no te coge tan desprevenida un bandazo cualquiera que pueda sobrevenir.
Se arregló las horquillas en el pelo revuelto. La cuñada asentía:
– Y en este sentido que tú dices, igual. Como si fuera una máquina de fabricar billetes. En casi dos años que me la tiene, unas pocas pesetas me quitó la hermana con sólo coser para ella.
– Pues por eso. Tú no seas tonta y arráncasela de las manos en cuanto que puedas. ¡Se va a aprovechar nadie de lo tuyo! Sólo lo que te hubieras ahorrado de modista, mujer. Y que tampoco son eternas, así que sean de la casa Sínger. Todo tiene un desgaste, y cuanto más tarde te la devuelva, en peores condiciones te la vas a encontrar. Eso también.
– Mamá, que me aburro – dijo Juanito revolcándose en la silla.
– Iros a ver la coneja, andar.
– Ya la hemos visto.
Petra no le hizo caso; atendía a su cuñada.
– Es egoísta, ¿sabes? Es por esto que nos hemos llevado siempre medio mal. Mira, es más pequeña que yo, para que veas, ¿eh?, y tuvo que casarse antes de mí. Esto un ejemplo. Y otras cosas, ¿me comprendes? Y todo que yo me puse en relaciones con Sergio antes de ella conocer al esposo.
– Ya. Los hermanos pequeños siempre son más egoístas que los mayores.
– Y mira, otra cosa – le puso a Petra la mano en la rodilla -; por cada quince días que el hermano Ramonet se pasa en casa suya en Barcelona, está por lo menos un mes en casa nuestra.
Petra miró un momento a sus hijos, que seguían revolviéndose en las sillas.
– Ya te entiendo, Niñeta – suspiró -. Pues hija, la mía es una Sigma, que no tiene tanto renombre ni muchísimo menos, porque quien dice Sínger dice garantía, pero fallar no me ha fallado hasta ahora y no te quiero decir el avío que me da. Pocas prendas les verás a mis hijos que no se las haya confeccionado yo sólita con estas manos.