Выбрать главу

– Ah, es que tú vales, Petra. ¿Qué es que no sabes hacer tú? Coses, cortas; para ti es igual. ¡Que eres buena mujer de la casa, mira!

– Oy, tampoco me pongas tan alta, Niñeta, tampoco me subas ahora por las nubes – dijo Petra riendo en la garganta -. Ahora, eso sí, sin que me sirva de inmodestia, desde luego, pero como tuviese cualquier día que coser para fuera, no creas que yo sería de las que lo hacen peor. Mira…

Se volvió a Felisita y la levantó de su asiento, para mostrársela a su cuñada:

– ¿Ves?, esto mismo. Vuélvete, hija. Esto, ¿te das cuenta? Es un vestido que no está mal, digo yo. Una prenda que, sin ser ninguna cosa del otro jueves, la puede llevar la niña a cualquier parte; sin que le desmerezca. ¡Pero estáte ya quieta, hija mía! ¿Eh, Niñeta? ¿Qué te parece?

– ¡Ay, mamá, no me des esos meneones…!

– ¡Calla! ¿No ves aquí, Niñeta? Sus fruncidos… Mira, de aquí le saqué un poquito para darle la forma ésta, así abombada, ¿no ves?, ¿te das cuenta cómo está hecho? Y el plieguecito éste, por detrás, se lo…

– ¡Pero, mamá, no me levantes las faldas! – decía la niña sordamente, mirando mortificada hacia el jardín.

– ¡Te estarás quieta de una vez! ¿No ves que le estoy enseñando el vestido a tu tía?

Manolo había saludado con un leve gesto de cabeza hacia la mesa de los Ocaña. Felisita estaba roja:

– ¡Déjame ya, mamita, déjame…! – suplicaba gimiendo por lo bajo.

– Debe de ser el novio de la chica – dijo Sergio, volviéndose a las dos mujeres.

Ellas miraron a un tiempo hacia el jardín. Felisita se vio liberada. Manolo se había acercado a Justina.

– Seguro es él – dijo Niñeta. Todos, menos Felipe Ocaña, miraban a los novios. El Chamarís recogía los tejos. Los dos carniceros sacaban tabaco.

El Chamarís les susurró:

– Me parece que ya la hemos armado – señaló con las cejas hacia la espalda de Manolo-. Viene hecho un torete… El carnicero alto sonrió.

– Chsss, luego hablaremos de eso.

Manolo le decía a su novia:

– No me ha gustado nada lo que haces, Justina.

– ¿Ah, noó?

– No, y además ya lo sabes de siempre.

– ¿Sí? Pues bueno – se encogía de hombros -. ¿Qué más?

– Oye, mira, no te me pongas tonta, que no tengo ganas ahora de discutir, aquí delante todo el mundo.

– ¿Yoo? Yo no me pongo tonta. Eso tú.

– Bueno, mira, Justina, mejor será que te vayas a arreglar, y luego…

Se había acercado el Chamarís:

– ¿Me permite un momento? – le decía a Manolo con una soterrada sonrisa, fingiendo timidez -. Los tejos, Justina. Tú que sabes en donde los guardáis.

Se los puso en la mano.

– Dispensen y hasta ahora – añadía retirándose.

– De nada – dijo Manolo fugazmente, y proseguía en voz sorda, con acritud -. ¿Te crees que yo te pienso aguantar que te líes a jugar a la rana, con tres hombres, aquí, dando el espectáculo en todo el jardín, y aquellos señores delante? Dilo, ¿te crees que te voy a consentir?

– Haz lo que quieras, chico.

– No me contestes así, ¿eh? No me saques de quicio ahora…

Echó una rápida ojeada hacia atrás, para ver si los estaban observando. Los carniceros y el Chamarís encendían sus cigarrillos.

– Más vale que me contestes de otra manera, ¿lo entiendes?

– ¿De veras? ¡Huy qué miedo me da! ¿Pero vas a enfadarte? ¡Qué miedo, chico!

Manolo apretó las mandíbulas. Gruñía por lo bajo:

– ¡Mira, Justi, que damos el escándalo! Yo te lo aviso. ¡No me, no me…!

La cogió por el brazo y la apretaba, clavándole las yemas de los dedos:

– ¿Me oyes? Justina se revolvía:

– Suéltame, idiota, que me haces daño. Quita esa mano ahora mismo, majadero. A ver quién va a ser aquí la que se tiene que enfadar.

Se desprendía de Manolo; continuó:

– Andas hablando y tramando, por detrás, con mi madre, haciendo la pelotilla y diciéndola que no te gusta que yo le ayude a padre en el negocio y que eso no está bien en una chica y sandeces y cursilerías. ¿Quién te has creído aquí que eres? A disponer de mí como te da la gana.

Se ponía colorado:

– Baja la voz. Te están oyendo estos señores. Justina le dijo:

– Te da vergüenza, ¿no? – se pasaba los tejos de una mano a la otra y los hacía sonar, con reticencia -. Ahora te da vergüenza, claro. Pues yo pienso hacer lo mismo que vengo haciendo de toda la vida. Ni se te pase por la imaginación que ahora me vaya a parecerme mal lo que siempre he tenido por bien hecho. Ni te lo sueñes eso, Manolito.

Manolo se impacientaba; miró de nuevo tras de sí:

– Bueno, déjalo ahora. Luego resolveremos este asunto. Ahora me haces el favor de arreglarte y ya lo hablaremos luego todo eso.

– ¡Ni arreglarme ni nada! ¿Qué te has creído? Hoy no salgo. No puedo salir. Tengo que ayudarle a mi padre, para que te enteres. No esperes que me vaya a arreglar.

– ¿Ah, no? Conque no sales hoy conmigo, ¿eh? ¿Tú lo has pensado bien?

– Claro que sí.

– ¿Conque sí? Pues esto a mí no me lo haces dos veces. Y además te lo juro. No tendrás ocasión. ¿De modo que no te arreglas?

– Creo que ya te lo he dicho.

– Pues te arrepientes. Por éstas – se besaba los dedos -. Me las pagas. Por mi madre que en paz descanse, fíjate, por mi madre, que no me vuelves a echar la vista encima.

– Venga ya, no jures tanto que es pecado. No ofendas a tu madre que ella no tiene la culpa. Menos jurar ahora y haces lo que sea. Lo que te dé la gana…

– Bueno, pues luego no te arrepientas. Que lo pases muy bien.

– No tengas cuidado – sonreía Justina -. Si me arrepiento te pondré una postal.

Manolo fue a responder, pero dio media vuelta y se metía hacia el pasillo. Justina miró a sus espaldas y movió la cabeza. Después se llevó la mano a la boca y se mordisqueaba el dedo índice, mirando reflexivamente hacia la tierra del jardín. El Chamarís y los dos carniceros la observaban, fumando. Justina levantó la cabeza y se acercó a ellos:

– ¿Han visto?, ¡el mameluco, paniaguado! – les decía -. ¡Si será idiota…!

– ¿Qué? – preguntaba Claudio -. ¿Hemos tarifado?

– Calle, por Dios. Si es que no hay quien lo aguante.

– ¿Perooo…? ¿Definitivo? – decía el Chamarís, haciendo con la mano un hachazo en el aire -. ¿Para siempre ya? Justina asintió con la cabeza:

– Para toda la vida – dijo en tono zumbón. Habló el carnicero bajo:

– Eso tampoco, niña. Eso tampoco se debe decir. El mundo da muchas vueltas y no se puede ser tajantes.

– Pues lo que es en esto, yo se lo puedo asegurar.

– Calla, calla; que estás ahora todavía en el calor de la disputa. Déjate que la cosa se enfríe y después hablaremos. Eso son cosas que no se saben hasta la noche.

– Ni nada. Aunque no hubiera más hombre en este mundo, se lo digo yo a usted…

– Eso te cuesta a ti muy poco el decirlo – decía el carnicero Claudio-. Demasiado lo sabes tú, que si no quieres, soltera no te quedas. Pero ya me vendrías a mí, otra que no tuviera ese físico y esa juventud. Así ya se puede, ya.

– Bueno – cortó Justina dando un respingo -; a todo esto estábamos empatados. ¡Vamos a por la buena!

Hizo saltar los tejos en la palma de la mano y se iba hacia la rana, muy de prisa, para seguir el juego. Pero Claudio, con una sonrisa, le decía:

– No, mira, hija, ahora no. No nos queremos aprovechar de las circunstancias. Te íbamos a ganar de todas todas, ¿no comprendes? Ahora no metías un tejo ni por esa ventana. Otro día, otro día…

– ¿De qué? – protestaba Justi -. ¿Por causa de ese chalao? ¿A santo de qué?

– Bueno, pues tú no nos obligues a demostrártelo sobre el terreno, anda. Te prometo que mañana nos venimos y echamos todas las que tú quieras. Además, es ya tarde, nos vamos a ir a ver lo que se cuentan tu padre y el señor Lucio y la compañía.

Pisoteó la colilla contra el polvo.

– Pues como quieran, entonces. Lo dejaremos para otro día.

Se encaminaron todos hacia la puerta del pasillo.

– Pero que yo no estoy nerviosa, ¿eh?; que conste.

– No, no lo estás. Sólo un poquito – decía Claudio echándose a reír -. ¡Ay, Justina, que tenemos ya muchos años! – movía la cabeza arriba y abajo-. ¡Justina, Justina…!

Sergio, en la mesa, comentaba:

– Se conoce que no ha debido de gustarle un pelo el encontrársela jugando. No le ha hecho ni pizca de gracia.

– Eso debe de ser. Los novios ya se sabe.

– ¿Hacemos eso que se hace así? – le decía Petrita a su hermano, cogiéndole las muñecas.

– No quiero. Déjame… – le contestaba Amadeo.

Y se puso de codos en la mesa, con las mejillas en las manos. Miraba aburrido alguna cosa, por entre los dedos entreabiertos: hojas, sombras, tallos, puntos de luz en el alambre y en las flores de madreselva. Felipe Ocaña se daba con la mano sobre un largo bostezo. Juanito había echado el torso encima de la mesa y con el brazo extendido alcanzaba un tenedor y hacía subir y bajar el mango, haciendo palanca en los dientes con la yema del dedo.

– Poneros como es debido – les decía su madre -. No os quiero ver así.

Juanito obedecía lentamente, como cansado. Niñeta dijo:

– Tienen sueño.

Sergio volvió a encender el puro. Petrita le decía:

– Luego me dejas la cerilla, tío. No soples, ¿eh? Felipe miró a su hermano:

– ¿Aún tienes el puro?

– Lo voy fumando a poquitos.

– Y cada vez que vuelvas a encenderlo – dijo Niñeta -, huele más mal.

Sergio le daba la cerilla a su sobrina:

– A ver si sabes cogerla. Pero no te quemes, ¿eh? Se apagó entre los dedos de ambos.

– Enciende otra y me la das.

– Nada de cerillas – cortaba Petra -. Luego te haces orines en la cama.

La niña puso unos morros de capricho. Refunfuñó:

– Me aburro…

Se paseaba por detrás de la sillas de los mayores, restregando el costado contra las hojas de la enramada. Felisita miraba hacia el jardín, con los ojos inmóviles.

– Mamá, ¿qué hago? – dijo Juanito.