– Estarte quieto. Cuanto que baje un poquito el sol, embarcamos los trastos y nos volvemos para casa.
Sergio miraba al suelo y alisaba la tierra con el pie.
– Mira – dijo Niñeta -; tú no has de pensar en el regreso, ahora. Cuando empieza a pensarse, ya no se pasa bien.
– Pero, mujer, a alguna hora tendremos que marcharnos.
– Esto sí, pero tú ahora no lo pienses, hasta que venga el momento de ir.
– Para este plan de tarde… Deseandito es lo que estoy, date cuenta.
Felipe agarró de repente a Petrita, que pasaba por detrás de su asiento, y gritó:
– ¡Tú, niña! ¡Sal de ahí! ¡Venga, vosotros, todos! ¡Amadeo, Juanito! ¡Hala! ¡A la calle ahora mismo! ¡Largarse ya! ¡A jugar por ahí! ¡Divertios! ¡Fuera, fuera, a correr! ¡A la calle! Tú, Petri, dale un besito a tu padre y arreando.
Juanito y Amadeo saltaron muy contentos de sus sillas y salieron corriendo con un largo chillido: «¡Bieeén!». Petrita les gritaba:
– ¡Esperarme, esperarme!
Amadeo se detuvo en la puerta que entraba hacia la casa:
– ¡Venga! – le dijo. Y la niña llegó junto a él y desaparecieron los dos, cogidos de la mano.
– Estaba harto ya de verlos aquí delante, las criaturas. Me estaban poniendo negro. Que corran y se expansionen. Para un día que salen al campo, en todo el año de Dios.
Petra miró a su marido de reojo; se volvió hacia Niñeta y le decía:
– Ésa es la educación que los da su padre. Ya ves lo único que se le ocurre. Darles suelta para que anden por ahí tirados, como golfillos, sin una mirada de nadie, expuestos a mil percances. Pero es que así no lo molestan a él, ¿no lo comprendes?
– No sé por qué tendrás que decir eso – replicó su marido -. Siempre pensando lo peor. Lo hago porque a los chicos no se los puede tener esclavizados todo el día, como te gusta a ti tenerlos. Bastante que se pasan todo el año encerrados en un cuarto piso. Para que encima, por un día en que pueden gozar de libertad, te empeñas en tenértelos cosidos a la falda, como presos.
– Pues, sí señor. Los chicos pequeños tienen siempre que estar bajo la tutela de los padres, que para eso los tienen. Así es como se hacen obedientes y puede una estar a la mira de que nada les vaya a ocurrir.
– ¿Pero qué te crees tú que va a pasarles? Si cuanto más se acostumbren a andar sueltos, mejor aprenderán a bandeárselas por su cuenta y riesgo en este mundo y tener ellos mismos cuidado de sus personas. Lo único que conseguirás de la otra manera es el acoquinarlos y que estén siempre necesitando de una persona mayor siempre encima.
– Pues para eso precisamente es para lo que están los padres y las madres que sepan lo que se traen entre manos.
– Muy bien, y cuando tengan veinte años, será una cosa muy bonita el verlos que sean incapaces de dar un paso por cuenta propia.
– ¿Pero es que vais a discutir otra vez? – terciaba Sergio.
– No, Sergio, es que es verdad, es que no tiene para con sus hijos… Dime tú…
– Mujer – dijo Sergio -, yo creo que porque tengan media horita no les va a pasar nada a tus hijos por eso. Aquí en el campo, además, que no hay coches ni riesgos de otra especie. Ya ves tú lo formalitos y obedientes que han estado todo el día.
– Bueno, lo que digáis. Yo por mi parte ya lo he dicho lo que tenía que decir. Si su padre se empeña en malcriarlos, no serán mías las culpas. Allá él. Y menos mal que están en taparrabos, menos mal, que si no, ya verías qué facha de vestidos que me traían a la vuelta. Ahora, que a mí… – hizo un gesto de inhibición con la mano.
– Pues mira ésta – dijo Felipe poniendo la mano en la cabeza de Felisita -. Ésta hoy se ha lucido. ¡Pegadita a tus faldas, ahí la tienes! Se ha pasado un domingo que vaya. Pero a base de bien. Ahora que si a ella le gusta aburrirse, no la vas a obligar.
Felisita callaba, bajo la mano del padre, que continuó:
– Ésta también es que calza el cuarenta y cuatro en cuestión de sosera.
– Lo que faltaba ahora es que me mortifiques a la chica. Eso es lo que faltaba. Tú di que no le hagas caso, hija mía. Tú ven acá.
La arrimó junto a sí, pero ya Felisita sorbía con las narices y escondía silenciosos lagrimones contra el obeso brazo desnudo de la madre. Luego, de pronto, despegó la cara, con un resorte violento de culebra, y le gritó llorando a su padre, en un empellón de ira:
– ¡Yo no te he hecho nada! ¿Sabes? ¡No te he hecho nada! ¡Y si soy sosa, mejor! ¡Si soy sosa, mejor! ¡Ya está! ¡Mejor…!
Y volvía a ampararse contra el brazo materno, gimiendo a sacudidas.
– ¿Lo ves tú? – dijo Petra con encono -. ¡¿Lo ves como tenías que…?!
Felipe no dijo nada. Luego se levantó:
– Me voy un rato con Mauricio.
Pasó por la cocina. Se detuvo. Puso las manos en las jambas de la puerta. Estaban la hija y la mujer de Mauricio. Les dijo:
– Voy allí un rato a ver a su marido, qué me cuenta de nuevo.
– Me parece muy bien. Él, ahora, ocupado con la parroquia. Por su gusto se estaría toda la tarde ahí con ustedes en el jardín.
– Ya, si por eso voy. Si la montaña no viene a Mahoma, pues eso. Hasta ahora.
Manolo se había marchado sin detenerse en el local y saludando apenas, de pasada.
– Allí va… – dijo Lucio.
Mauricio se había encogido de hombros:
– Se conoce que ha habido tormenta – sonrió. Luego entraban el Chamarís y los dos carniceros, y Mauricio les preguntaba:
– ¿Qué?, ¿hubo festejo?
– ¿Festejo? ¿Pero de qué?
– Pues con el novio de mi chica, hombre. El carnicero alto ladeaba la cabeza:
– Ah, ¿ya te quieres enterar? Algo parece ser que ha habido. ¿Se marchó?
– Como gato por brasas, salía.
– Sé que ha sido regular.
– ¿Oísteis algo vosotros?
– Oír, nada. Fue una cosa discreta, todo por lo bajinis. Veíamos la cara de él, eso sí, que ya era suficiente.
– Bueno – dijo Mauricio -, pero en resumidas cuentas, ¿qué?
– Hombre, de todo te quieres enterar; no se puede contigo – protestaba riendo el carnicero alto -. Pues, sí, lo mandó a freír monas, según nos ha informado ella. ¿Satisfecho?
Mauricio secaba los vasos:
– Por cursi. ¿Qué tomáis?
Claudio le daba con el codo al otro carnicero y decía, señalando a Mauricio:
– Y se la está gozando, ¡mirarlo así! En vez de disgustarse que su hija haya reñido con el novio que tiene.
– Siempre fue poco partidario – decía el Chamarís -. No era ningún santo de su devoción. A saber cuál será su candidato.
– Candidato, ninguno – denegaba Mauricio -. Cualquiera que no sea este industrial, que se me planta en la boca del estómago cada vez que me comparece ante la fachada. Pues mira que también la profesión que practica…
– ¿Y cuál es ella? – preguntaba el chófer.
– ¿Que cuál es? Pues casi no lo digo de la vergüenza que me da: ¡viajante de botones! Representante de una casa de botones de pasta. ¡A cualquiera que se le diga!
Se reían todos.
– Sí, tomárselo a risa. ¡Como para reírse!
– Pon vino, anda. Lo indignado que se pone – dijo Claudio -. Te está amargando la vida o poco menos el fulano.
– ¡Vamos, que no te creas…! – continuaba Mauricio, llenando los vasos -. ¡Viajante de botones! Aquí se me presentó, una tarde, el sujeto, con el muestrario debajo del brazo, que era digno de verse eso también; pues un cacho cartón, una cosa así como ese almanaque que está ahí colgado, y con todos los botoncillos allí muy bien puestos, de todas las formas y tamaños, que había para escoger, había, lo creo. ¡La cosa más ridicula del mundo! De caérsele a uno la cara, si mi hija se me casa con individuo semejante. ¡Vamos, que un hombre ande con eso por la calle…! Señor, con tantas profesiones como hay, bonitas y feas, y me tenía que tocar esto a mí. ¡Vivir para ver…!
Se reían a grandes carcajadas.
– Parece que hay buen humor – interrumpía Felipe Ocaña, entrando.
– Hola, Ocaña, ¿qué pasa?
Le abrían un poco el corro, para dejarle sitio junto al mostrador.
– Están muy bien como están. No se molesten.
– Acerqúese a tomar algo – dijo Lucio.
– Gracias.
Callaron un momento; luego Lucio le abría la conversación:
– ¿Fuma usted? – le ofreció la petaca.
– ¿Qué? – preguntaba Mauricio -. ¿Te has aburrido ya de la familia?
– Bastante. Algo de eso hay.
– Pues mira, aquí te presento a estos señores. O sea, lo más escogido de la parroquia, ¿sabes?, lo mejorcito que alterna por aquí.
Ocaña sonreía azorado.
– Pues mucho gusto; me alegro conocerlos.
– ¿Cómo está usted?
– Muy bien; muchas gracias.
No sabían si darse las manos. Y dijo el chófer de camión:
– Conque a pasarse el domingo en el campo, ¿no es eso? Huyeron de los calores de Madrid.
– Ahí está.
– A ver – continuaba el chófer -. Usted con el cochecito, ya puede desplazarse a donde sea, sin que le salga la broma por un riñon.
– Claro.
– Pues qué bien deben de tirar los coches ésos, con todo lo viejos que son; digo el modelo éste de usted.
– No tengo queja del coche, desde luego. No se le puede pedir más, en doce años que lleva siendo mío.
– ¿Ve usted? ¡Diferencia con el Chevrolet de por esa misma época! ¿Adonde va a parar?
– Toma; como que ese material está ya casi todo retirado. Y del modelo posterior, la mitad por lo menos. Este mío, ya ve usted, todavía circulamos unos pocos. Y eso que ahora ya vienen apretando con los nuevos…
Se habían apartado de los otros. Mauricio interrumpía.
– ¿Qué quieres, tú?
– ¿Eh…? Pues coñac. Oye; y aquí también.,
– No, gracias. Yo estoy con vino.
– ¿No quiere una copita? De verdad.
– Agradecido, pero no. Además, no se crea que me caen muy bien los licores. Pues, dice usted, estos nuevos; ahora lo que pasa es que se fabrica mucho, pero en peor. En bastante peor, ¿eh? Muy bonitos, una línea, el detallito de una guarnición, de una virguería; bien presentado o sea. Pero nada más. De duración… de duración, que es lo que importa al fin y al cabo, de eso nada. Ni pun. Hay que desengañarse. A la postre, no es más que bazofia lo que hoy se fabrica.
– Claro. Pero eso, ¿qué le va usted a hacer? Eso no es más que el criterio de la industria de ahora. Que a las casas les interesa que lo que sale tenga la menos posible duración; que los modelos que sacan a la calle se agoten en equis tiempo, ¿no me comprende? Y así seguir vendiendo cada vez más. Eso se explica fácil.