El Chamarís y los dos carniceros se habían retirado junto a Lucio, dejando a Ocaña con el otro chófer.
– ¿Y el perro? – preguntaba el Chamarís.
– Se salió antes afuera, con la gente menuda. Los chavalines de este señor.
– Si hay niños se pone loco. No atiende a razones.
– Se aburrirá contigo. Mientras que no salga la veda y lo saques de caza otra vez…
Se oían sonar las fichas sobre el mármol. El otro chófer asentía a las palabras de Ocaña; comentaba:
– Hasta que llegue un día en que se compre uno el coche, ¿eh…? Pues nuevecito. Y nada: ponerlo en marcha y a Puerta de Hierro, pongo por caso. Un paseíto corto. Ir y volver y ¡fuera!, a la basura el coche. A la tarde, a la tienda a por otro. Pues bueno, otro caso: nada, que hay que certificar esta carta. Coges tu coche, y a Correos. A la vuelta, lo mismo. Fuera con él. ¡Al cubo! Y así; nada más un servicio y tirarlo. ¿No me comprende? Como una servilleta de papel. Pues lo mismo. Así pasará algún día con los coches, al paso que vamos…
– Sí, sí, no me extrañaría. Desde luego. Pues en cambio este mío, sonando todo él como una tartana, que ya no hay forma de tenerlo callado, de holgura que tiene, ahí está, sin embargo. Y que no es un kilómetro ni dos, los que se lleva corridos.
Ahora el alguacil puso una ficha y miraba sonriendo a los otros, que fueron pasando sucesivamente. La mano volvió a él.
– ¡Míralo qué gracioso! – protestó don Marcial -. Cachondeíto… Si la tienes la pones y no nos hagas dudar y perder el tiempo.
Coca-Coña se divertía:
– Nada, Carmelo. ¡Así! ¡Que rabien!
– Poco noble – decía Schneider -. No burla del adversario. Cosa fea. Muy feo este broma en el juego. No vuelve a hacerlo más.
– No quería molestar, señor Esnáider…
– No molestado. Sólo quiere que juega seriamente.
– ¡Tú, nada! No hagas caso. ¡Dales!
– Bien, usted Herr Coca enfadaría. No gustaría este broma contra usted.
– ¿Le sentó mal? Pues si es una broma inocente. Ya ve usted la malicia que va a tener Carmelo. Si es más infeliz que un cubo.
Don Marcial meneaba las fichas.
– Yo sé, yo sé – paliaba Schneider-. Carmelo bueno como este cubo. Esto yo ya sé; pero no es debido la burla al contrario de juego.
– Bueno. Usted sale – cortaba don Marcial, sonriendo. Llegaban dos hombres. Uno de ellos decía desde el umbraclass="underline"
– Mirar a ver unos chavales ahí fuera, que le han echado mano al carricoche de aquí – señalaba a Coca-Coña -; y se van a despeñar por esos desmontes. Como no se lo quiten pronto, lo destrozan. Impepinable.
Todos miraron al que hablaba. Era tuerto.
– Pues ésos son los tuyos, Ocaña – dijo Mauricio -. Mira a ver.
Ocaña se acordó de repente:
– ¡Tienes razón! Van a ser ellos, seguro. ¿Por dónde andaban, diga usted?
El tuerto le indicó desde la puerta:
– Ahí, en el rastrojo, aquí delante, mire, por ahí traspusieron ahora mismo, empujándolo a toda marcha, con una niña montada.
– ¡Ay Dios mío! – dijo Ocaña-. ¡Me la estrellan…! – y salía corriendo en busca de sus hijos.
– ¡Por allí, por allí!, ¡detrás de esa lomita!-le seguía señalando el tuerto desde el umbral.
Habían salido a la puerta los dos carniceros y Mauricio y el Chamarís. El chófer dijo:
– ¿Entonces esos chavales que pasaron hace un rato son hijos del taxista?
Mauricio decía que sí con la cabeza, sin dejar de mirar hacia el rastrojo. Ocaña había desaparecido por detrás de un pequeño declive, entre las tierras de labor.
– Por lo menos – decía Coca-Coña en el local -, por lo menos hay alguien que disfruta con el dichoso artefacto.
La sillita de ruedas se les había atascado en el hondón de unos desmontes, junto a la puerta de un antiguo refugio, donde hoy había una vivienda.
– ¡Amadeo!
Los tres niños se volvían de sobresalto hacia la voz del padre.
– ¡Locos estáis vosotros! ¡Locos! – les decía jadeando. Petrita se apeaba. Sus hermanos aguardaban, inmóviles. El padre los alcanzó.
– ¿Conque esto es todo lo que se os ha ido a ocurrir? ¡Maleantes, piratas!
Miró a un lado, donde algo se movía. De la arpillera que tapaba la entrada del refugio, había salido una mujer vestida de negro; los miraba en silencio, con los brazos cruzados.
– Buenas tardes – le dijo Ocaña. No contestó.
– ¡Qué vergüenza! – continuaba Felipe hacia sus hijos-. ¿No lo sabéis que esto son las piernas de un pobre desgraciado que no puede ni andar? ¡ Hay que aprender a respetar las cosas! Tú ya eres mayorcito, Amadeo, para tener edad de discenir. ¡Y a pique de estrellar a vuestra hermana! ¡Mira que la ocurrencia…! Venga, ayudarme a sacar esto de aquí.
Se movieron rápidamente. Ocaña empujaba la silla por el respaldo y los dos niños facilitaban el paso de las ruedas. Pasaron por delante del refugio; la mujer no se había movido y los miraba fijamente.
– Los crios… – le dijo Ocaña -. No puede uno descuidarse ni un minuto.
La otra apenas movió la cabeza. Treparon el pequeño desnivel y dieron de nuevo a la casa de Mauricio.
– Vaya un papel que me hacéis hacer ahora con ese hombre. ¿Y qué le digo yo ahora? ¿Veis la que habéis armado? Hala, os vais al jardín con vuestra madre y de allí no os movéis hasta la hora de marchar. ¿Entendido?
– Sí, papá – contestaba Amadeo. Ocaña reflexionaba unos instantes:
– O si no, mira, quedaros por aquí, si queréis. Pero cuidado con hacer tonterías, ¿estamos?
– Sí, papá. Ya no vamos a hacer nada.
– ¡Cuidado los chavales lo revoltosos que son! – dijo Mauricio-. Las cosas que discurren.
– Es que no tienen dos dedos de frente estas criaturas – le contestaba Ocaña, colocando la silla de ruedas contra la pared.
– Esto lo hace la edad – repuso el carnicero alto -. Ahí no hay malicia ninguna.
– Pues la edad del mayor era ya como para no hacer estas cosas.
Ocaña se secaba el sudor con un pañuelo. En cuanto hubo entrado, los niños pegaron un bote y salieron corriendo hacia la parte trasera de la casa. Ocaña se aproximó a la mesa del tullido.
– Dispense usted esto, por favor. De veras que lo siento. Pero es que los chicos ya sabe cómo se las gastan. Discúlpelos usted.
Coca-Coña levantó la cabeza.
– ¿Yo? ¡Cómo se ve que no me conoce! Por mí como si quieren estarse paseando todo el día. Bien demás está. Precisamente lo estaba diciendo ahora, que menos mal que hay alguien que el trasto ese le sirve de jolgorio y deja de ser siquiera por un rato una cosa tan fea y tan sin gracia, como yendo montado un servidor. Conque no se preocupe ni me venga con disculpas, porque aquí no es el caso.
– Usted es tan buena persona que se lo quiere tomar de esa manera y yo se lo agradezco…
– ¡No diga cosas! Agradecido tengo yo que estárselo a los hijos de usted, aunque le extrañe, por el haberse aprovechado del triciclo de la puñeta y haber hecho fiesta con él. ¿Cuándo se habrá visto en otra…? Bueno: ¡a cuatros!
Detonaba la ficha en el mármol. Ocaña prosiguió:
– Pues va usted a permitir que lo convide a una copa. Y a sus compañeros también.
– Hombre, eso sí – exclamó Coca-Coña, volviendo a levantar la cabeza del juego -. Eso, a todas las que quiera usted. Ocaña sonreía.
– Aquí el que no se consuela es porque no quiere – dijo el tuerto.
Coca-Coña se volvió para gritarle:
– ¿Qué dices tú, alcarreño, ladrón de gallinas? ¡Con ese ojo que tienes en la cara que parece un huevo cocido!
– Ya está. Ya está metiéndose con la gente otra vez – decía don Marcial-. Atiende al juego, hombre, atiende a la partida, que luego perdéis, y te envenenas contra el pobre Carmelo.
En esto habían entrado cinco madrileños; tres chicos y dos chicas. Hablaron algo con Mauricio y pasaban al jardín.
– He dicho y lo repito que el que no se consuela es porque no quiere, y al decirlo lo digo con mi cuenta y razón – replicaba el tuerto.
– Pues lo que es tú, como no sea porque te ahorras tener que guiñarlo, cuando te vas de caza – contestó Coca-Coña – no sé qué otro consuelo es el que tienes, con ese ojo hervido, que tan siquiera si pudieras sacártelo te valdría cuando menos para jugar al guá.
El alcarreño se reía:
– Y a ti la mala labia no te falta, no creas. Por eso que no quede. Todo lo que las patas no te corren, te lo corre la lengua. ¡Y más! Ya te lo digo; cuando falta de un lado, se compensa de otro. Eso es lo que nos pasa a los inválidos como tú y como yo. Que nos desarrollamos por donde menos se diría. ¿Quieres saber lo que me crece a mí?
– No es necesario que lo digas – contestó Coca-Coña -. Tú siempre la nota fácil y grosera. ¡De la Alcarria tenías que descender!
Coca-Coña se volvía de nuevo a la partida.
– Pues sí señor, de la Alcarria – dijo el otro bajito, que había entrado con el tuerto y que traía un zurrón de pastor -; de la Alcarria, de allí nos viene todo lo malo. De allí bajan los zorros y los lobos, que nos matan las reses.
– ¿Tú también? – le decía el alcarreño -. Anda, más te valdrá que te afeites los domingos, para venir a terciar con las personas.
Se dirigió al Chamarís y a los dos carniceros; continuaba:
– Pues sí, es cierto que el que no se consuela es porque no quiere. ¿No saben lo que a mí me dijeron cuando perdí el ojo este, a los dieciocho años?
– Pues cualquier tontería – dijo Claudio -. A saber.
El alcarreño se secaba la boca con el dorso de la mano; dijo:
– Va uno allí del pueblo y se me pone, a los dos o tres días de ocurrido el suceso… porque fue con una caja de pistones, ¿no saben?, de esos de ley, que tienen una bellotita en el culo; bueno, ahora ya no se encuentran. Pues, a lo que íbamos, me viene el tío, con toda su cara, y me dice: «No tengas pena, que con eso te libras de la mili». Me cagué en su padre. No digo más, lo mal que me sentó. Pues luego, déjate, que se pasó el tiempo y por fin viene el día en que me llaman a mi quinta y ahí me tienen ustedes a mí, que me puse la mar de contento de ver que yo me quedaba en casita, mientras los otros se marchaban a servir. ¿Qué les parece?