– Ya. Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
– Yo, de ahí lo que yo digo de que el que no se consuela es porque no quiere. Hasta de las desgracias se saca algún partido. De físico, ya de antes no tenía yo nada que perder; lo mismo da ser feo y tuerto, que feo a secas. Así que cuestión de visita únicamente. Pero en eso, mire usted, si me apura, le diré que con un ojo llega uno a ver casi más todavía que con dos. No le parezca un disparate. Lo que pasa es que cuando se tiene sólo un ojo, como sabes que tienes ese sólo, te cuidas de tenerlo bien abierto, de la noche a la mañana y de la mañana a la noche y te acaba sabiendo latín, el ojo ése – se ponía el índice bajo la pupila de su ojo sano -. Así que con uno sólo termina uno viendo muchas cosas que no se ven con los dos.
Ocaña hablaba de nuevo con el chófer:
– De estos que han traído ahora, los que salen mejores son los Peugeot. Pese a la falta esa que tienen de que son muy bajitos para montar.
Bajaba el sol. Si tenía el tamaño de una bandeja de café, apenas unos seis o siete metros lo separaban ya del horizonte. Los altos de Paracuellos enrojecían, de cara hacia el poniente. Tierras altas, cortadas sobre el Jarama en bruscos terraplenes, que formaban quebradas, terrazas, hendiduras, desmoronamientos, cúmulos y montones blanquecinos, en una accidentada dispersión, sin concierto geológico, como escombreras de tierras en derribo, o como obras y excavaciones hechas por palas y azadas de gigantes. Bajo el sol extendido de la tarde, que los recrudecía, no parecían debidos a las leyes inertes de la tierra, sino a remotos caprichos de jayanes.
– Por allá es Paracuellos, ¿no, Fernando?
– Sí, Paracuellos del Jarama. La torre que se ve. Vamos, no te detengas.
– ¿Tú has estado?
– ¿En Paracuellos? No, hija. ¿Qué se me puede haber perdido en Paracuellos?
– Podías, yo qué sé. A mí, ya ves, ahora mismo me gustaría encontrame sentada en el borde de aquel precipicio. Tiene que estar bonito desde allí.
Caminaban de nuevo.
– Ah, tú ya lo sabemos, Mely. Tú siempre has sido una fantasiosa.
De nuevo llegó la música y el alboroto de los merenderos. Las sombras de Fernando y de Mely se corrían ahora, larguísimas, perpendiculares al río. En sombra estaban ya del todo las terrazas abarrotadas de los aguaduchos y se agitaba la gente en la frescura de las plantas y del agua cercana. Sonaba la compuerta. Mely y Fernando volvieron a pasar por delante de las mesas, pisando en el mismo borde de cemento del malecón. Ella miró los remolinos, la opresión de la corriente, allí donde todo el caudal se veía forzado a converger en la compuerta, la creciente violencia de las aguas en la estrechura del embudo.
– ¿Si me cayera ahí…?
– No lo contabas.
– ¡Qué miedo, chico! Hizo un escalofrío con los hombros. Luego cruzaron de nuevo el puentecillo de tablas y remontaron la arboleda hasta el lugar donde habían acampado.
– ¿En qué estabais pensando? – les dijo Alicia, cuando ya llegaban-. ¿Sabéis la hora que es?
– No será tarde.
– Las siete dadas. Tú verás. Miguel se incorporó.
– La propia hora de coger el tole y la media manta y subirnos para arriba.
– ¿Pues no sabéis que hemos tenido hasta una peripecia?
– ¿Qué os ha pasado?
– Los civiles, que nos pararon ahí detrás – contaba Mely-; que por lo visto no puede una circular como le da la gana. Que me pusiera algo por los hombros, el par de mamarrachos.
– ¿Ah, sí? ¡Tiene gracia! ¿Y entonces aquí no es lo mismo?
– Se ve que no.
– Ganas de andar con pijaditas, con tal de no dejar vivir.
– Eso será – dijo Alicia -. Bueno, venga, a vestirnos. Tú, Paulina, levanta.
– Si vieras que tengo más pocas ganas de moverme de aquí. Casi que nos quedábamos hasta luego más tarde.
– ¿Ahora sales con ésas? Anda, mujer, que tenemos que reunimos con los otros. Verás lo bien que lo pasamos.
– No sé yo qué te diga.
– Pues lo que sea decirlo rápido.
– Nos quedamos – concluyó Sebastián. Alicia dijo:
– ¡Qué lástima, hombre; cada uno por su lado!
– Yo a lo que hubiera ido de buena gana es a bailar a Torrejón.
– ¿Otra vez? – dijo Mely-. ¡Qué tío! Se te mete una idea en la cabeza y no te la saca ni el Tato.
– ¿Y ésos, qué hacen?
Miguel se aproximó al grupo de Tito. Estaban cantando.
– ¡Eh, que os vengáis para arriba!
– ¿Cómo dices? No te hemos oído – contestaba Daniel. Lucita se reía.
– Venga, menos pitorreo. Que se hace tarde. Decidir.
– ¿Y qué tendríamos que decidir?
– Bueno, a ver si va a haber aquí más que palabras. Dejaros en paz ya de choteos y decirlo si no venís.
– Pues hombre, según adonde sea…
– Vaya, está visto que con vosotros no se puede contar. No tengo ganas de perder más tiempo. Allá vosotros lo que hagáis.
Miguel se dio media vuelta y regresó hacia los demás.
Carmen y Santos se habían levantado. Ella estiraba los brazos, desperezándose, con la cara hacia el cielo. Bajó los ojos.
– ¿Qué me miras?
Santos estaba delante de ella, apoyado en el árbol. Se arrimó contra él y le pasó la mejilla por la cara.
– Cielo – le dijo.
– ¿Te vienes a vestirnos, Carmela?
– Sí, guapa; ahora voy. Cojo la ropa. Se agachó a recogerla. Santos seguía apoyado contra el tronco.
– Oye, Carmen.
– Dime, mi vida – lo miró.
– ¿Te apetece a ti mucho subir?
– ¿Eh? Pues no sé, en realidad. ¿Lo decías?
– No, por si estabas cansada. Pensé que estarías cansada. Alicia pasó de nuevo.
– Vamos, si vienes.
Ya tenía su ropa en la mano; unas sandalias verdes.
– Listo.
– Tú, vístete también – dijo Alicia -. ¿Qué haces ahí parado? ¿Qué esperas?
– Ya voy, ya voy…
Miguel ya se estaba vistiendo. Santos se movió. Mely se iba con Alicia y con Carmen. Pasaron junto al grupo de Daniel.
– Vaya tres patas para un banco – dijo Alicia. Mely no los miró. Carmen decía:
– ¡Qué día más bueno, chicas! Vaya una tarde de domingo más rica que se ha puesto.
– ¿Sí? – dijo Mely -. Tú sabrás.
Sebastián tenía la cabeza apoyada en las piernas de Paulina. Ella miraba a los ladrillos del puente, retintos de sol; la sombra de las bóvedas sobre las aguas terrosas del río.
– Mañana, lunes otra vez – dijo Sebas -. Tenemos una de enredos estos días…
– ¿En el garaje?
– ¿Dónde va a ser?
Había pasado Fernando por delante de ellos y ahora enjuagaba alguna cosa en la ribera.
– ¡Cada día más trabajo, qué asco! El dueño tan contento, pero nosotros a partirnos en dos.
– Tú no piensas en nada.
– ¿Cómo que no?
– Que no te acuerdes ahora de eso.
– Es imposible no pensar en nada, no siendo que te duermas. Nadie puede dejar de pensar en algo constantemente.
– Pues duérmete, entonces.
Le ponía la mano encima de los ojos.
– Quita. Para dormirse, no sale uno de excursión.
– ¿Entonces, tú qué quieres?
Ya volvía Fernando retorciendo el bañador, para escurrirle el agua.
– No tener tanto trabajo. No renegarme los domingos, acordándome de toda la semana.
– ¿Qué hay? – dijo Fernando -. Vaya galbana que tenemos. Cómo dominas la horizontal. Pues felices vosotros que no tenéis más que montaros y pisarle al acelerador, para plantaros en Madrid en un periquete.
– Señoritos, ya ves.
Carmen se estaba vistiendo contra las zarzas del ribazo, mientras Mely y Alicia le sostenían el albornoz.
– Me he puesto como un cangrejo – se miraba los hombros.
Iba escamoteando el cuerpo entre la ropa. Por debajo de la blusa, se bajaba los tirantes del traje de baño.
– Acabo ahora mismo, moninas. No miréis – se reía.
– Valiente tonta – dijo Mely -. Te creerás que eres Cerezade.
Carmen había enfilado las mangas de la blusa y se ciñó la falda. Luego dejó caer el traje de baño y sacaba los pies. Vino la voz de Fernando, que se diesen prisa.
– Espabila. Ésos ya están listos.
Sonó algo en las zarzas, mientras Alicia se vestía. Se asustó. Tiraban tierra desde lo alto del ribazo.
– ¡Qué poquita vergüenza! – dijo Mely, mirando hacia arriba.
Había visto dos cabezas ocultarse para atrás. Carmen dijo:
– Chaveas.
– No tienen gracia.
Volvió a sonar redoblada la lluvia de tierra en las hojas de los zarzales. Alicia miró también.
– No te creas que no tiene cara el tipejo. ¡Qué pesaditos se ponen!
– Es que hay mucho gracioso por el mundo – dijo Mely-. ¿Terminas?
– Cuando queráis.
Los otros habían vuelto a llamarlas a voces.
– No vamos a apagar ningún fuego, digo yo. Se reunían con ellos.
– ¿Lo habéis cogido todo? - preguntaba Miguel.
– No te preocupes, vamos.
Miguel se volvía hacia Paulina y Sebastián.
– Bueno, antes de las diez, que procuréis estar arriba. Y si no, ya sabéis que allí os quedamos todos los bártulos y las tarteras, para llevároslo en la moto. ¿De acuerdo?
– Sí, hombre; si antes de que os vayáis, subiremos; no tengas cuidado.
– Pues hasta luego.
– Que lo paséis muy bien.
Daniel, Tito y Lucita estaban hechos un montón. Se les oía reír.
– ¡Qué tres!
– Ahí os quedáis – les decía Miguel-. Yo no es que quiera decir nada, pero nosotros a las diez nos largamos. Así que vosotros veréis.
Tito había levantado la cabeza y les hacía un signo expulsivo con la mano.
– Iros, iros, nos tiene sin cuidado. Nosotros somos independientes.
– ¡ La Independencia de Cuba! – se le oía detrás a Daniel. Lucita dijo:
– Hasta luego.
Los otros se alejaban.
– Se la van a coger de campeonato – iba diciendo Miguel-. Por Lucita lo siento.
Santos y Carmen se habían adelantado. Ya comenzaban a subir la escalerita de tierra, cogidos por la cintura, mirándose los pies, como si fueran contando los peldaños.
– El par de tórtolos – dijo Mely. Fernando hablaba con Miguel.