– Chico, las siete y media que son ya. Ésos deben de estar más que hartos de esperar por nosotros.
Poco a poco se iban elevando sobre la escalerilla, y la gente del río quedaba abajo y atrás. Todavía muchos grupos esparcidos por la arboleda y en la otra orilla, entre los matorrales, al borde del erial amarillento; algunos cuerpos desnudos sobre el cemento de la presa, casi cromados ahora contra el sol. Eran delgadas y larguísimas las sombras de los chopos de junto al canalillo.
– Se echa el bofe.
Fernando jadeaba. Habían llegado a lo alto. Mely se detenía a la mitad.
– Esperar – les decía desde abajo -. Esto es preciso tomárselo con calma.
La música de las radios ascendía, destemplada y agresiva, con el estrépito del público y del agua rugiente, desde los aguaduchos ocultos bajo los árboles, rebosando sus copas, como la polvareda caliente de las juergas.
– ¡Qué floja eres, Mely!
Venía subiendo muy despacio y se apoyaba con las manos en los muslos. Levantaba la vista hacia los otros, para ver lo que le faltaba.
– No puedo con mi alma… – suspiró.
Luego volvieron la espalda y dejaron de ver la arboleda, los eriales, el puente. La arista del ribazo ocultaba tras ellos el río, las aguas de color fuego, sucio, la turbia vena que corría casi indistinta, a lo lejos, en la tierra, bajo el rasante sol anaranjado. Pasaban otra vez entre las viñas. Alicia se colgó con ambas manos del brazo de Miguel. Le apoyaba la sien contra el hombros. Miguel canturreaba.
– ¿Se los habrá ocurrido traerse la gramola?
– Para matarlos, si no la traen.
– ¿Pues tanta gana tienes tú de bailoteo?
– ¡A ver qué vida! – dijo Mely -. Estoy tratando por todos los medios divertirme un poquito en el día de hoy. Sin resultado. Y no quisiera presentarme en casa con este aburrimiento, porque me iba a decir mi tía que si vengo enferma, nada más verme entrar con esta cara.
– Vaya por Dios, ahora resulta que te has aburrido.
– ¡Qué va! – dijo Fernando -. Lo que la pasa a ésta lo sé yo.
– Tú eres muy listo.
Estaban haciendo una fábrica, allí a la izquierda del camino, que ahora iba encajonado entre la valla de las obras y la alambrada de la viña buena. Largas naves, con techos de cemento; los andamios vacíos. Volaron dos palomas.
– Yo no comprendo – decía Miguel -; siempre salís con eso de que si os aburrís, mi hermana igual; nunca lo he comprendido. Yo, la verdad, yo no sé distinguir cuando me aburro de cuando me divierto, te lo juro. Será que no me aburro nunca o que no…-se encogía de hombros.
– Dichoso tú.
Luego, al ir a cruzar la carretera, Santos y Carmen se habían detenido y hablaban a grandes voces con alguien que venía. Se volvió Santos a los del camino: «¡Eh, aquí están éstos!», les gritó. Eran el Zacarías y los otros. Zacarías y Miguel se daban la mano los primeros, como dos jefes de tribu, en mitad la carretera.
– ¿Qué hay, facinerosos?
– ¡Pues ya era hora que se os viese el pelo!
– Ahí hemos estado.
– Supongo que habéis traído la gramola, ¿o es mucho suponer?
Una rubia que venía con ellos miraba los pantalones de Mely.
– ¿En los árboles?
– Sí, ahí abajo, donde está la presa.
– ¿Y…?
– Pues nada, bien.
– Esto se pone atestado.
– ¿Y vosotros?
Se habían detenido en la carretera.
– ¿Pues no venía Daniel?
– ¡Venía!
Fernando se abrazaba con otro, al que llamaban a voces «Samuelillo madera», y le pegaba puños en los brazos. A Zacarías se le veían las rayas de las costillas por la camisa abierta.
– También venían Tito, y Sebastián con la novia, y Lucita y creo que nadie más…
– ¡Ya nos vamos haciendo modernas!
– ¿Quién, yo?
– Se han quedado en el río. No sé…
– Bueno, nos coge la noche y sin movernos de aquí.
– ¿Qué no sabes?
– En qué pararán.
– ¡Viene un coche, apartarse!
– ¿Y las placas?
– Ése las trae.
– ¡Qué polvo!
– Vámonos ya…
Se habían sentado tres en la cuneta.
– ¿No conocéis a Mariyayo? Es nuestra nueva adquisición.
Tenía una cara de china, el pelo negro y liso. Alicia la conocía ya de antes. Se saludaron y Fernando la miraba el busto y las caderas; luego le dio la mano también.
– Sí, señor, y una buena adquisición, además – comentaba riendo.
Mariyayo le sostenía la mirada con una sonrisa zumbona.
– Encantada…
– Pues placas venían seis, pero una se la cargó esta mañana el atontado de Ricardo.
– Aquí no estamos haciendo nada – dijo Mely-. Moverse de una vez.
– ¿Dónde os habéis metido todo el día? No hubo manera de guiparos.
– Nosotros vamos a los sitios buenos – dijo la rubia -; ¿qué te creías?
– Somos gente cara.
El que venía con la gramola la había depositado en la cuneta y se estaba contemplando un arañazo en el empeine del pie.
– ¡Tú, Profidén! – le dijo uno que traía un macuto de costado-. ¿Son sitios de dejar la gramola? El otro levantaba la cabeza.
– Me llamo Ricardo.
Tenía unos dientes muy blancos y perfectos. El del macuto se reía. Dijo Migueclass="underline"
– Pues nos juntamos unos pocos. ¿Vosotros sois…?
– Ocho y el perro.
– ¿Qué perro?
– Ninguno. ¡Siempre picáis!
– Tan bromista. Bueno, estamos aquí parados, vamonos ya.
Santos y Carmen ya se habían adelantado, camino de la venta. Los otros echaron a andar despacio, en tropel, esperándose unos a otros. Fernando tomaba posiciones a la derecha de Mariyayo.
– ¿Y tú de qué barrio eres?, si no es indiscreción. Mariyayo contestaba riendo:
– De la Colonia del Curioso, ¿la conoces? Miguel y Zacarías iban juntos, y Mely se había cogido del brazo de Alicia; iba diciendo:
– Es mona. Tiene cara de chinita.
– La llamaban la Coreana, en la Academia de Corte donde nos conocimos.
Zacarías se volvió a gritarles a los de la gramola, que estaban todavía retrasados junto a la carretera:
– ¡Ricardo, venga ya, que es para hoy!
Samuel venía con la rubia; la traía cogida con el brazo derecho por los hombros. El sol estaba enfrente, ahora, al fondo del camino, sobre las lomas del Coslada. Las otras dos chicas que venían esperaban a Ricardo y al del macuto.
– ¿A qué hora es vuestro tren? – le preguntaba Miguel a Zacarías.
– A las veintidós treinta.
– Estás tú muy ferroviario.
– Así lo pone allí.
– Pues de sobra. Hasta y veinte, podemos divertirnos un buen cacho.
– No sé, a lo mejor alguna de las chicas quiere marcharse anteriormente, y nos fastidia.
Santos y Carmen estaban parados ante la casa de Mauricio:
– Miguel – dijo Santos -. Ven un momento que te diga. Carmen se había apoyado en la pared.
– ¿Qué hay?
– Mira, oye, que Carmela se siente un poco floja. Está cansada, ¿sabes?, y demás. Así que hemos pensado que nos vamos a ir para Madrid. Porque total aquí ya no hacemos nada, ¿no me comprendes?, y más vale que llegue a su casa y se acueste tempranito.
– Bueno, bueno, vosotros veréis. Si se encuentra cansada, marcharos. Eso como tú quieras. Ya lo siento, hombre, que os vayáis tan temprano, pero si está cansada será lo mejor.
– Así que voy a sacar la máquina y nos largamos ahora mismo.
Miró de reojo a Zacarías y añadió:
– Y perdonar que no os esperemos, ¿eh?
– ¡Qué cosas dices!
– Tiene poca costumbre de bañarse en el río, ¿sabes?, y se conoce que ha sido eso lo que la ha fatigado.
– Que sí, hombre, que sí. Si no tenéis que dar explicaciones. Cogéis la bici y en paz.
Habían llegado ya todos a la venta.
– ¿Entramos o qué pasa?
El carnicero alto los estaba mirando desde el umbral. Santos dijo:
– Pues entonces esta noche, si vais por Machina, hacemos cuentas de lo que aporta cada cual. Y si no, mañana.
– De acuerdo – dijo Miguel.
Iban entrando todos. Los de dentro miraban a las chicas, conforme pasaban.
– Ya estamos aquí otra vez.
– Muy bien – dijo Mauricio -. Van a pasar al jardín, ¿no es eso?
– Sí señor.
– Pues adelante, adelante. Ya saben el camino. Se metieron hacia el jardín. Mely pasó la última.
– ¡Ole lo moderno! – murmuró el alcarreño tras de mirar los pantalones de la chica.
El pastor le decía:
– Por allí por la Alcarria no veis estas cosas, ¿a que no?
– Ca. Allí una vez se apearon de un automóvil unos cuantos con una dama en pantalones y que venían hablando forastero, y no los quisieron dar de comer en la fonda, porque decían que si eran protestantes.
– En la Alcarria tenía que pasar esto – dijo el pastor -. Ya ves tú lo que tendrá que ver la religión con la ropa que uno lleve puesta.
– Pues nada, claro está. Pero es que la que tenía allí la fonda por entonces es una muy beata y se negó por miedo de que el cura le fuese a regañar.
El alcarreño se reía; prosiguió:
– Pues sí, conque a ver el monasterio, decían. ¿Y qué monasterio?, les preguntaban los muchachos. Hasta que un hombre les enseñó cuatro piedras mal puestas que hay así en una loma, según se sale, que es todo lo que queda en pie del tal monasterio. Pero es tan poca cosa, que a nadie ya se le ocurre llamarlo monasterio a eso. Tenían un capricho pero grande con el dichoso monasterio. Y es que la gente, cuanto más moderna, más se le antoja de ver cosas antiguas. Y eso también se comprende. Pues luego la viuda de la fonda se quedó con un palmo de narices y se la llevaban todos los demonios, al ver que el mismo cura en persona les andaba explicando a los otros el cacho ruina. Y a raíz de aquello, ya no alternaba tanto por la iglesia y se la terminó la religión.
Los carniceros se divertían. Dijo el pastor, riendo:
– Mira, eso sí que tuvo un golpe.
– Las cosas de los pueblos aquéllos – dijo el otro -. Allí no es como en éstos de cerca de Madrid, que está la gente ya muy maliciada y todo lo tienen visto.
– Demás, demás de malicia – asentía el pastor, moviendo la cabeza.
Don Marcial chupaba la puntita de su pequeño lápiz copiativo y apuntaba en el mármol. El chófer del mono grasiento decía:
– No hay más que ver la forma en que van colocadas las bujías en el modelo ése y cómo van colocadas en cambio en el Peugeot del cuarenta y seis. Menuda diferencia – se volvió hacia Mauricio-: Ponnos otro vasito, anda, a mí y a este señor. Mire usted, y es que hay casas que se preocupan de superarse técnicamente en cada nuevo modelo que sacan a la calle.