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– ¿Y si nos vamos por Vicálvaro?

Carmen no le escuchaba; atendía hacia el ruido del tren que venía creciendo por el puente. Tenía los antebrazos apoyados en la barra pintada de blanco y de rojo del paso a nivel. «¡Da tiempo, da tiempo, no corráis…!», se gritaban las mujeres sin dejar de correr. El suelo retumbaba. Santos sostenía la bicicleta con la mano en el sillín.

– Oye, te guardo el sitio, Mely. Supongo que volverás, ¿eh, tú?

Ella salía a bailar con Fernando; volvió la cabeza:

– Sí, Zacarías, guárdamelo – se miraban -. Te lo agradezco.

Sonaba el tango en la gramola.

Pasó el tren, el bufido del vapor, como millares de efes enfurecidas, seguido por el largo fragor repercutido de los hierros rodantes. Ya gemían frenando en la estación. La cola se detuvo a no más de veinte metros del paso a nivel. Se aglomeraba mucho público hacia las puertas de los coches.

– ¿Qué esperamos?

Las barras se levantaban otra vez y la gente cruzaba las vías.

– Es que decía yo si tirar por Vicálvaro. Luego cogíamos la carretera Valencia, para entrar por Vallecas a Madrid.

– ¿No se rodea?

– Muy poco. Nos evitábamos todo el tráfico de coches que regresan de pasar el día fuera. Es un camino que no hay nadie. Todo campo.

– Vamos, si sabes ir. ¿Se hará tarde?

Sacó la bici de la carretera; se detuvo y echó la pierna al otro lado del sillín, afianzándose bien con los pies en el suelo:

– Sube.

Carmen montó en la barra y se agarró al manillar.

– ¡Dejarme ya en paz! ¡No quiero nada con vosotros! Estaba todo ya muy gris en la penumbra de los árboles.

– ¿Pero qué te hemos hecho? ¡Ven acá, Daniel…!

– Nada. No me habéis hecho nada. ¡Me estorbáis!

Anduvo unos pasos, alejándose de Tito y de Lucita, y se dejó caer bocabajo sobre el polvo. Ya casi no distinguían de la tierra las aguas del Jarama.

«En una choza – junto a los mares – donde las olas – bravas rugían – con sus hijuelos – feliz vivía – la compañera del pescador…»

Los cromos se oscurecían en la pared del fondo; enturbiaban sus dibujos.

– Papá, que nos vayamos.

– Ahora, hijo mío, dile a tu madre que ahora voy. A todos, Mauricio; la espuela. Dila que ahora mismo voy…

Habían salido a bailar dos parejas de la mesa de los cinco. Fernando comentaba:

– ¿Y a ésos quién los manda bailar con nuestra música?

– Déjalos – dijo Mely-. ¿A ti qué más te da?

– Pues es una frescura.

– ¿Tenían que pedirte permiso, según tú? – le replicaba ella.

Desde su sitio, Zacarías la estaba mirando. En la gramola gangueaba la voz antigua de Gardel. Niñeta quería que Sergio la sacase.

– Mujer; se nos pasaron a nosotros las edades de bailar. Y además Petra tiene prisa.

– Ah, si es por eso – dijo Petra -, al paso que vamos, tenéis tiempo hasta para echar un rigodón. ¿Qué, hijo mío? ¿Qué te ha dicho?

– Que ya viene.

Habían dejado atrás la carretera y la voz del mendigo. Santos pedaleaba, encorvado, con su mejilla pegada a la de Carmen.,

– A ver si nos perdemos – dijo ella.

– ¿Te importa a ti que nos perdamos?

– Pues no mucho – sonreía, frotándose la cara en la barba de Santos-. Estando contigo, me da igual. De perdidos al río.

Ahora el camino cruzaba entre unos huertos, a las afueras de Coslada. Los arbolitos se ennegrecían contra el crepúsculo rojo. Coslada quedó atrás.

– Mala cosa, nos falló el hombre éste – dijo Tito.

– Allá vea. Tú no te preocupes.

– Me preocupo. Lo siento que se haya separado. Sentía el brazo de Lucita contra el suyo. Ella dijo:

– No va a pasar nada por eso, se pasa bien igual. ¿Tampoco es imprescindible?, ¿o sí?

– Mujer, estábamos los tres juntos.

– Pues ahora estamos dos. Contra menos bultos, más claridad, ¿no crees?

– ¿Más claridad? Hija mía, yo lo veo todo turbio. Con el vino que tengo, no te creas que veo ya nada claro.

– Ah, ni yo – dijo ella riendo. Le acercaba la cara y añadía:

– Estoy un poco alegre, ¿sabes? – le brillaban los ojos -. Tú déjalo al Dani, si tiene ganas de echarse un sueñecillo, allá él. Ha dicho que le estorbamos. Oye Tito.

– ¿Qué hay?

Se veía la torre de Vicálvaro, desde la luz indecisa de la vaguada, la chimenea de Cementos Valderribas. Todo estaba manchado de humo. La bici no hacía ruido por el polvo; sólo el empalme de la cadena repetía un pequeño crujido a intervalos iguales. Carmen sentía el aliento de Santos, a un lado de su cara. Tuvieron que apearse, para cruzar las vías de la línea de Arganda. Alguien llamaba a alguien por el campo.

– Echa una mano, Carmela.

Arrastraron la bici por el talud arriba. Se detuvieron en lo alto, junto a la vía del tren.

– Dame un beso.

Se veía la sombra de Almodóvar, una meseta solitaria que se erguía allí enfrente, cercana y oscura, a contraluz de la baja claridad verdinosa del cielo occidental.

– ¡La música es de todos! ¡ Podrá ser la gramola de quien sea, pero la música de nadie! ¡La música es de todo el que la escucha!

Ya no brillaban las botellas en las estanterías. Mauricio bostezó. Decía el alcarreño:

– Habría probado el queso, si no hubiera estado usted ahí tan enzarzado con el amigo, pero un quesito de oveja cosa especial. De aquí – señaló hacia el pastor -, que eso sí sabe hacerlo, aunque no valga para más.

Y el pastor asentía:

– Sí que me hubiera gustado lo catase. Para que usted vea las cositas de por aquí, que no todas son malas. Lo que es que no me atreví a distraerlo de la conversación.

El chófer intervino:

– Despacio, ché, si este señor tiene que volver forzosamente. ¿Cómo no había de volver otro día? Pero él solo, sin familias ni enredos. Avisando con tiempo, se le mata un cabrito, ¿eh, señor Claudio?, y se lo preparamos pero bien. Con el coche no existe problema de venir. Ya verá, ya verá… No solamente en Madrid se pasan buenos ratos, ¿qué se cree? Que también en los pueblos se organizan unos zafarranchos bastante regulares.

Posó una mano cordial, sólo un momento, sobre el hombro de Ocaña.

Faustina se dio cuenta de pronto de que ya apenas distinguía las lentejas encima del hule. Alzó los ojos hacia la ventana: en la luz del jardín ya se habían consumido los colores; se iban apagando y enfriando uno a uno y se fundían en el gris de sus cenizas. Faustina se quitaba sus lentes y los dejaba sobre el hule.

«… en las aguas – turbulentas – pereció el lobo de mar.»

Los lentes tenían una montura de celuloide negro. Faustina se levantó de la silla, para ir a encender la luz eléctrica.

– Pues ya lo sabe, eso el día que quiera usted. No tiene más que mandar recado con un par de días, y de golpe se le arma todo el tinglado. Ya verá usted lo que es bueno.

– Sí, pero va a ser difícil por ahora. Ya lo sabe Mauricio, ¿no es verdad? No vaya usted a creer que por falta de ganas, que pudiendo ya lo creo que me animaría encantado. Pero se le agradece a ustedes igualmente la voluntad de agradar.

– ¿Qué es eso de agradecimiento? Nada de agradecer. De eso nada. Lo único, venirse. De lo contrario, no…

– ¡Aquí no se ve ni torta, tú! – prorrumpía Coca-Coña -. ¡Yo ya no veo tres curas en un montón de yeso! ¡A ver qué va a pasar aquí! ¡Un poco más de asistencia al parroquiano y menos querer ser tan económico con la Eléctrica, Mauricio! ¡Que me lo tienes aquí al pobre señor Esnáider teniendo que levantar las fichas a la luz, para poder saber lo que juega! ¡La doble de pitos creo ya que la confunde con los ojines de Carmelo!

– ¡Pero cállate ya, fenómeno de feria! – lo reprendía don Marcial -. ¡Con esa trompeta que tienes que parece que le hincas a uno una caña en los oídos cada vez que levantas la voz!

– ¿Quién será más fenómeno de feria?, ¡pies planos! ¡Que se te marcha un pie para Francia y el otro a Portugal!

– ¡Miren ahora este estrujo de bayeta mal escurrida! ¡Tendrá valor todavía para sacarle faltas a su prójimo! ¡Pero cuidado lo que tendrían que estudiar tus progenitores para sacar al mundo un producto tan difícil! ¡Sabes que nos mandaron un regalito!…

Mauricio le había dado a la llave de la luz.

Había salido al jardín la luz de la cocina, desde el cuadro de la ventana iluminada. Aún se deshacía en la difusa claridad crepuscular.

– Fíjate – dijo Petra -; si se va a hacer de noche en seguida. Ya es.

Apareció Felipe Ocaña en la puerta del jardín y venía hacia la mesa de los suyos.

– Nosotros, pues por aprovecharnos del cachillo música.

Como eso no le hace gasto a nadie, además. Así no hay desperdicio y trabaja la gramola con más rendimiento.

– Sí, hombre, si no era más que por meter un poco de barullo. ¿Quién os lo iba a estorbar?

– Nada, nosotros le damos a la manivela, esta pieza que viene, y así se reparten las fatigas, y quedamos cumplidos como nos pertenece, ¿no es un arreglo?

Samuel había sacado una pipa de kif y ahora se la pasaba encendida a Zacarías.

– ¡El par de moránganos! – dijo Loli -. ¿Qué gusto le sacáis a la cañíta?

– Mirar Fernando, ya hizo las migas con aquella gente.

– En donde no meta ése las narices…

– ¿Y tú le consientes de que fume esos venenos? Maríaluisa se encogía de hombros:

– ¿Pues por qué no?

– Y a lo mejor te hace hasta ilusión. Te creerás que vas con un hombre de más aventura, ya nada más que porque fuma esos polvitos.

– Nada de eso. Pero si él tiene ese gusto, ¿ yo por qué se lo voy a quitar?

– Ningún bien puede hacerle a la salud.

– Bueno, ¿qué?, ¿no ponéis otra placa?

– Aguarda, descansa un poquito por lo menos. Cinco que hay, ¿no las vas a poner una tras otra?

– Cinco, que son diez

– No todas tienen vuelta; me parece que hay dos por lo menos que no la tienen.

– Aunque sean ocho. Ni tiempo vamos a tener de ponerlas todas. Ni tiempo.

– Bueno, Mariyayo, ya lo sabemos, hija mía. No nos lo recalques encima, para que se nos haga más corto de lo que es, no me fastidies.

– ¿Y para qué se va uno a engañar?

– ¡Barrena más todavía!, ¡di que sí!

– ¿Y qué se siente cuando se fuma eso? – le preguntaba Mely a Zacarías.

– Pruébalo, que te cebe una pipa Samuel.