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– No me atrevo, me da un poco reparo. ¿Qué se siente?

– Pues se vacila.. – ¿Y eso qué es?

El camino corría paralelo a la sombra de Almodóvar. Sólo una raya silenciosa, al correr de la bici, se trazaba en el polvo ensombrecido. Todavía brillaba débilmente el manillar niquelado, junto a las manos de Carmen, las sucias pajas cromadas del rastrojo, la porcelana blanca de las tazas aislantes, en lo alto de los postes, que atalayaban a Occidente, por detrás de la mesa de Almodóvar, la última y cárdeno-azulina claridad. A sus espaldas, el humo alto de la chimenea de Cementos Valderribas, se tendía, falto de viento, en el cielo de pizarra, inmóvil sobre los negros edificios de la fábrica, sobre el término solitario de Vicálvaro, la torre y el borroso caserío. Carmen se estremeció, porque ahora oían encima el zumbido viajante de los cables, el eléctrico mosconeo del tendido, que atravesaba sobre sus cabezas.

Santos miró en la luz casi nocturna, a su derecha, a la parte de allá del rastrojo, hacia la yerma ladera de Almodóvar: clareaba en la sombra difusa la tierra blanquecina, margosa de la cuesta, moteada de negro por los puntos redondos de las matas. Detuvo la bici.

– Hacemos un alto.

Carmen se desperezaba en mitad del camino. Santos miró a todas partes, sin soltar la bicicleta; dijo:

– ¿Subimos a ese monte?

– ¿A cuál? ¿Allá arribota?

– No es nada, mujer; atravesar este campo y luego serán, como mucho, ochenta o noventa metros de subida.

– Y también algo más.

– ¿No quieres ver Madrid?

– ¿Se ve?

– Se ve perfectamente.

Había sacado la bici del camino; añadía:

– ¿Vienes o no?

– ¿Tú cómo sabes que se ve Madrid? ¿Pues con quién has subido?

Se salió ella también hacia el rastrojo y echaban a andar los dos juntos.

– Una tarde con mi tío Javier y con otro sargento, cuando estaba mi tío en Vicálvaro destinado; querían mirar a ver si había perdices. Cógete a mí, si pisas mal. Tú anda más por el surco, por el surco, un pie detrás del otro; ya verás como así no tropiezas.

– Me da aprensión de pisar por el surco. ¿No habrá bichos?

– Sí, cocodrilos y leopardos creo que hay.

Crujían los pajones del rastrojo a los pasos de ambos. Al pie de la meseta de Almodóvar, dejaron la bici, tirada sobre los terrones. Luego Santos cogió a su novia de la mano y la ayudaba a subir por la ladera. Detrás de ellos, lejos, por la carretera de Valencia, ya venían automóviles con los faros encendidos.

– Di, ¿qué se hace cuando se está un poco bebida?

– Esperar a que se te vaya enfriando.

– ¿Y mientras?

– Pues nada, procura uno de no dejarse ir la cabeza por donde el vino anda queriendo llevársela.

Lucita clavó las manos en el suelo, con los brazos rígidos, detrás de sus espaldas, y echó la nuca y el cabello para atrás:

– ¡Pero se está más bien…! – decía lentamente, cerrando los párpados.

Volvía a echar el cuerpo hacia adelante; añadía:

– Yo no deseo que se me pase, oye. ¡Me encuentro tan a gusto! ¿Tú?

– Pues también.

Lucita ladeaba la cabeza, acercando los ojos, como buscando el rostro de Tito en la penumbra:

– Chico, ya casi no te veo, de puro mareada.

– Pues no te muevas tanto, si estás mareada; cuanto menos revuelvas el vino, mejor.

– Bueno, me estaré quietecita – volvió los ojos hacia el río y la arboleda -. Ya es casi de noche del todo.

– Sí, casi.

Ahora ella miró para atrás:

– Daniel, ni se le ve. Ni señales de vida. Debe dormir que se las pela.

– Ése está ya embarcado, lo más probable.

– ¿Verdad? De seguro que tiene para un rato largo. No hay cuidado que despierte, ¡qué va!

– Está cao. Casi ha soplado lo que tú y yo juntos. Como estaba en el medio, pues le pillaba de ida y de vuelta. Eso ha sido.

– Peor para él; tú y yo, con la mitad, nos hemos quedado en el mejor de los mundos. Es como ir en barco, ¿verdad, tú, que sí? Y el oleaje, ¿no sientes el oleaje? – se reía -. Tú hazte cuenta que vamos los dos en una barca. Oye, ¡qué divertido! Tú eras el que iba remando; la mar estaba muy revuelta, muy revuelta; ¡era una noche terrible y no veíamos la costa ni a la de tres!; yo tenía mucho miedo y tú entonces… Ya estoy diciendo bobadas, ¿a qué sí? Te estará dando risa. Digo muchas bobadas, ¿verdad, Tito?

– Que no, mujer, si era gracioso lo que estabas contando; tampoco eran bobadas.

– ¿No te parezco una tontina? Dirás que soy como los crios, que les gusta jugar a hacer cuenta que van en un caballo, y se figuran un montón de peripecias, ¿a que piensas eso?, dime la verdad. ¿Te parezco muy desangelada, di?

– ¡Déjate ya! ¿Qué más dará lo que hayas dicho, mujer? Con el vino, a todo el mundo le da por discurrir fantasías, ¿te vas a andar preocupando?

– Pero yo; aparte ahora lo del vino, yo misma, me refiero.

– ¿Tú, qué?

– Que cómo soy. O vamos, que cómo te parece a ti que soy.

– ¿A mí? No estaría aquí contigo, si no me resultaras agradable. La falta está en que lo preguntes. Te importa demasiado la opinión de los demás.

– No la de todos. Bueno, además es una tontería, ¿qué me importa?, cuestión de colores; cuando quiero reírme me río. Tengo un armario de luna en mi cuarto, ¿qué crees?; ni la tuya en el fondo; ser, ya sé yo cómo soy… Estoy medio borracha, Tito.

– Anda, pues échate un poco, reposa.

– Sí, Tito, gracias – se tendía en el suelo -. Oye, tú no harás caso a las cosas que digo, ¿verdad? Casi todo es mentira. Voy a hablar por derecho y se me tuerce la raya de lo que quiero decir. Vaya un debú que te estoy dando – sonreía -. Bueno, no importa, así nos divertimos. ¡Qué chalada!, ¿verdad? ¿Tú qué opinas? – Nada, mujer, que te encuentro simpática esta noche.

– Vamos teniendo suerte, menos mal. Salvo que ahora en lugar de ir en barca, me parece que voy en un tiovivo.

Acomodaba la cabeza sobre un bulto de ropa; se puso de costado:

– Ya sí que cae la noche-añadió-. Se echó encima de veras.

Desde el suelo veía la otra orilla, los párpados del fondo y los barrancos ennegrecidos, donde la sombra crecía y avanzaba invadiendo las tierras, ascendiendo las lomas, matorral a matorral, hasta adensarse por completo; parda, esquiva.y felina oscuridad, que las sumía en acecho de alimañas. Se recelaba un sigilo de zarpas, de garras y de dientes escondidos, una noche olfativa, voraz y sanguinaria, sobre el pavor de indefensos encames maternales; campo negro, donde el ojo de cíclope del tren brillaba como el ojo de una fiera.

– Bueno, cuéntame algo.

Aún había muchos grupos de gente en la arboleda; se oía en lo oscuro la musiquilla de una armónica. Era una marcha lo que estaban tocando, una marcha alemana, de cuando los nazis.

– Anda, cuéntame algo, Tito.

– Que te cuente, ¿el qué?

– Hombre, algo, lo que se te ocurra, mentiras, da igual. Algo que sea interesante.

– ¿Interesante? Yo no sé contar nada, vamos, qué ocurrencia. ¿De qué tipo? ¿Qué es lo interesante para ti, vamos a ver?

– Tipo aventuras, por ejemplo, tipo amor.

– ¡Huy, amor! – sonreía, sacudiendo los dedos -. ¡No has dicho nada! ¿Y de qué amor? Hay muchos amores distintos.

– De los que tú quieras. Con que sea emocionante.

– Pero si yo no sé relatar cosas románticas, mujer, ¿de dónde quieres que lo saque? Eso, mira, te compras una novela.

– ¡Bueno! Hasta aquí estoy ya de novelas, hijo mío. Ya está bien de novelas, ¡bastante me tengo leídas! Además eso ahora, ¿qué tiene que ver?, que me contaras tú algún suceso llamativo, aquí, en este rato.

Tito estaba sentado, con la espalda contra el tronco; miró al suelo, hacia el bulto de Lucita, tumbada a su izquierda; apenas le entreveía lo blanco de los hombros, sobre la lana negra del bañador, y los brazos unidos por detrás de la nuca.

– ¿Y quieres que yo sepa contarte lo que no viene en las novelas? – le dijo -. ¿Qué me vas a pedir?, ¿ahora voy a tener más fantasía que los que las redactan? ¡ Entonces no estaba yo despachando en un comercio, vaya chiste!

– Por hacerte hablar, ¿qué más da?, no cuentes nada. Pues todas traen lo mismo, si vas a ver, tampoco se estrujan los sesos, unas veces te la ponen a Ella rubia y a Él moreno, y otras sale Ella de morena y Él de rubio; no tienen casi más variación…

Tito se reía:

– ¿Y pelirrojas nada? ¿No sacan nunca a ningún pelirrojo?

– ¡Qué tonto eres! Pues vaya una novela, una en que figurase que Él era pelirrojo, qué cosa más desagradable. Todavía si lo era Ella, tenía un pasar.

– Pues un pelaje bien bonito – se volvía a reír -. ¡Pelo zanahoria!

– Bueno, ya no te rías, para ya de reírte. Déjate de eso, anda, escucha, ¿me quieres escuchar?

– Mujer, ¿también te molesta que me ría? Lucita se incorporaba; quedó sentada junto a Tito; le dijo:

– Que no, si no es eso, es que ya te has reído; ahora otra cosa. No quería cortarte, sólo que tenía ganas de cambiar. Vamos a hablar de otra cosa.

– ¿De qué?

– No lo sé, de otra cosa. Tito, de otra cosa que se nos ocurra, de lo que quieras. Oyes, déjame un poco de árbol, que me apoye también. No, pero tú no te quites, si cabemos, cabemos los dos juntos. Sólo un huequecito quería yo.

Se respaldó contra el árbol, a la izquierda de Tito, hombro con hombro. Dijo éclass="underline"

– ¿Estás ya bien así?

– Sí, Tito, muy bien estoy. Es que creo yo que tumbada me mareaba más. Así mucho mejor – le dio unos golpecitos en el brazo-. Hola.

Tito se había vuelto:

– ¿Qué hay?

– Te saludaba… Estoy aquí.

– Ya te veo.

– Oye, y no me has contado nada, Tito, parece mentira, cómo eres, hay que ver. No has sido capaz de contarme algún cuento y yo escuchártelo contar. Me encanta estar escuchando y que cuenten y cuenten. Los hombres siempre contáis unas cosas mucho más largas. Yo os envidio lo bien que contáis. Bueno, a ti no. O sí. Porque estoy segura de que tú sabes contar cosas estupendas cuando quieres. Se te nota en la voz.

– ¿Pero qué dices?

– Tienes la voz de ello. Haces la voz del que cuenta cosas largas. Tienes una voz muy bonita. Aunque hablaras en chino y yo sin entenderte, me encantaría escucharte contar. De veras.