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– Pues sí señor, diga usted que sí. Que eso es lo bueno – dijo el chófer -. No como aquí, el señor Lucio, que nada más la precisa para el cuidado de la vestimenta. Y Lucio dijo:

– A estas alturas… – sonreía en su silla -. A estas alturas ya ni para eso. Ni la ropa siquiera tiene ya nada que perder.

– ¡Que no está usted tan viejo! – le dijo el Chamarís -. No se las eche ahora.

– Viejo, viejo, no soy; eso tampoco yo lo digo. Pero sí que ya estoy cayendo en desuso, o sea en decadencia. Sesenta y uno años, son unos pocos años.

– Pues todavía no se le caen los pantalones.

– No los da tiempo – dijo Mauricio -. No los da lugar a caerse, no hay cuidado. Se pasa el día sentado, de la mañana a la noche, ¿cómo se le van a caer?, ¿cuándo?

Los otros se rieron. Dijo Claudio:

– Eso también es verdad. No hay peligro. No enseña usted el culo ni a la de tres.

– Para lo que tiene uno que hacer por ahí… Más me vale sentado, que de dos de espadas.

– Eso usted lo sabrá – dijo el chófer. Lucio hizo un gesto en el aire con la mano. El Chamarís le dijo, jovialmente:

– Pues a usted que le quiten lo bailado, ¿no, señor Lucio? – le guiñaba los ojos-. Ni más ni menos, claro está que sí. Ahí está el intríngulis. Que le quiten lo bailado, ¿verdad usted? Lucio miró al Chamarís, casi serio, meciendo la cabeza, y luego dijo lentamente:

– ¡Sí! Que me quiten lo bailado… Eso es lo que dicen muchos a mi edad. Que me quiten lo bailado. ¡ Una mierda! No estoy conforme yo con eso, ¡tontería semejante!.¿Cómo demonios voy a estar conforme? Yo lo que digo es justamente lo contrario. Quitado es lo que está, ¡y bien quitado! ¿Acaso lo tengo yo ahora? Lo que hace falta es que me lo diesen. ¡Ésa sería la gracia! Que me lo devolvieran – movía las manos con violencia -. ¡Pues ahí está el asunto! Lo que yo digo es que me lo den, ¡que me devuelvan lo bailado!

Se miraban en torno circunspectos, recelosos del agua ennegrecida. Llegaba el ruido de la gente cercana y la música.

– No está nada fría, ¿verdad?

– Está la mar de apetitosa.

Daba un poco de luna en lo alto de los árboles y llegaba de abajo el sosegado palabreo de las voces ocultas en lo negro del soto anochecido. Música limpia, de cristal, sonaba un poco más abajo, al ras del agua inmóvil del embalse. Sobre el espejo negro lucían ráfagas rasantes de luna y de bombillas. Aquí en lo oscuro, sentían correr el río por la piel de sus cuerpos, como un fluido y enorme y silencioso animal acariciante. Estaban sumergidos hasta el tórax en su lisa carrera. Paulina se había cogido a la cintura de su novio.

– ¡Qué gusto de sentir el agua, cómo te pasa por el cuerpo!

– ¿Lo ves? No querías bañarte.

– Me está sabiendo más rico que el de esta mañana. Sebas se estremeció.

– Sí, pero ahora ya no es como antes, que te estabas todo el rato que querías. Ahora en seguida se queda uno frío y empieza a hacer tachuelas.

Miró Paulina detrás de Sebastián: río arriba, la sombra del puente, los grandes arcos en tinieblas; ya una raya de luna revelaba el pretil y los ladrillos. Sebas estaba vuelto en el otro sentido. Sonaba la compuerta, aguas abajo, junto a las luces de los merenderos. Paulina se volvió.

– Lucita. ¿Qué haces tú sola por ahí? Ven acá con nosotros. ¡Lucí!

– Si está ahí, ¿no la ves ahí delante? ¡Lucita! Calló en un sobresalto repentino.

– ¡¡Lucita…!!

Se oía un débil debatirse en el agua, diez, quince metros más allá, y un hipo angosto, como un grito estrangulado, en medio de un jadeo sofocado en borbollas.

– ¡Se ahoga…! ¡¡Lucita se ahoga!! ¡¡ Sebastián!! ¡¡Grita, grita…!!

Sebas quiso avanzar, pero las uñas de Paulina se clavaban en sus carnes, sujetándolo.

– ¡Tú, no!, ¡tú no, Sebastián! – le decía sordamente -; ¡tú, no; tú, no; tú, no…!

Resonaron los gritos de ambos, pidiendo socorro, una y otra vez, horadantes, acrecentados por el eco del agua. Se aglomeraban sombras en la orilla, con un revuelo de alarma y vocerío. Ahí cerca, el pequeño remolino de opacas convulsiones, de rotos sonidos laríngeos, se iba alejando lentamente hacia el embalse. Luego sonaron zambullidas; algunas voces preguntaban: «¿Por dónde, por dónde?» Ya se oían las brazadas de tres o cuatro nadadores, y palabras en el agua: «¡Vamos juntos, tú, Rafael, es peligroso acercarse uno solo!» Resonaban muy claras las voces en el río. «¡Por aquí! ¡más arriba!», les indicaba Sebastián. Llegó la voz de Tito desde la ribera:

– ¡Sebastián! ¡Sebastián!

Había entrado en el agua y venía saltando hacia ellos. Sebas se había desasido de Paulina y ya nadaba al encuentro de los otros. Le gritaba Paulina: «¡Ten cuidado! ¡Ten cuidado, por Dios!»; se cogía la mandíbula con ambas manos. Todos estaban perplejos, en el agua, nadando de acá para allá, mirando a todas partes sobre la negra superficie, «¿Dónde está?, ¿no lo veis?, ¿lo veis vosotros?» Tito llegó hasta Paulina y ella se le abrazaba fuertemente.

– ¡Se ahoga Luci! – le dijo.

Él sentía el temblor de Paulina contra todo su cuerpo; miró hacia los nadadores desconcertados que exploraban el río en todas direcciones; «No la encuentran…», se veían sus bultos desplazarse a flor de agua. La luna iluminaba el gentío alineado a lo largo de la orilla. «¿No dais con él?»; «Por aquí estaba la última vez que la vimos», era la voz de Sebastián. «¿Es una chica?»; «Sí». Estaban ya muy lejos, en la parte de la presa, y se distinguían las cabezas sobre el agua, cinco o seis, a la luz de la luna rasante y el reflejo de bombillas que venía del lado de la música. «¡Llévame a tierra, Tito; tengo un miedo terrible; llévame!», se erguía encaramándose hacia Tito, como queriendo despegarse del agua; tiritaba. Se vio el brazo y el hombro de uno de los nadadores blanquear un momento, allá abajo, en la mancha de luz. Tito y Paulina se encaminaron hacia la ribera, venciendo con trabajo la resistencia de las aguas. «¡Aquí! ¡Aquí!», gritó una voz junto a la presa, «¡Aquí está!» Había sentido el cuerpo, topándolo con el brazo, casi a flor de agua.

La voz opaca y solitaria de Miguel cantaba junto al muro de la casa, hacia el jardín vacío. Relucieron los ojos del gato en la enramada. Miguel extendía las manos abiertas hacia todas las caras y mecía levemente la cabeza, «… y como tú no volvías – el sendero se borró – como tú ya no bebías – la fuente se corrompió». Levantó hacia los otros la cara sonriente; aplaudían.

– ¡Sentimiento…!

– Ahora un traguito. Te enjuagas las cuerdas vocales. Se le oía reír a Mariyayo; Fernando le había dicho que tenía una voz de extranjera, «por ejemplo italiana o cosa así».

– ¿Y qué sabes tú cuál es la voz de las italianas?

– Me la imagino. Escuchándote a ti me la imagino. Los dos se reían.

– Qué amistades han hecho, mirarlos.

Los ojos de Ricardo estaban fijos en la luz que pendía en el centro del jardín. Finfanos, mariposas, oscuros mariposones de verano, pululaban en torno a la bombilla. Discutían las dos chicas de Legazpi que si cuál de las dos estaba más morena.

– ¿Qué más os da?

Zacarías se recostaba en la enramada, basculando su silla y dejándola en vilo sobre las patas traseras. Hundía la nuca entre las hojas.

– Si no es por lo moreno; es la cabeza tan dura que tiene, no querer reconocer lo que salta a la vista.

– Bueno, tú mira este brazo y el de ella, Federico, tú compara.

– A mí no me metáis en laberintos. Las dos estáis muy morenitas y muy bien.

– Claro, por no enemistarse contigo, por eso se calla.

– Dejarlo ya, ¿queréis?

– La cabezonería, lo otro es lo de menos; la rabia que me da de que exista en el mundo una persona tan cerrada de ideas.

– ¡No la digáis en voz alta! – gritó Zacarías -. ¡No la quiero saber! Conmigo lo mismo que si fuera un enfermo del cáncer.

Habían preguntado la hora; Zacarías agarraba a Miguel por la muñeca, tapándole el reloj; le decía:

– ¡Loco, estás loco tú ahora jugar con esos instrumentos! ¡Eso es la muerte niquelada!

– Está bien, ya sabemos la gracia, Zacarías. Suéltame, ahora.

– Me tratas duramente.

– Qué pena.

Zacarías se volvió sonriendo hacia Mely; le dijo:

– ¡Es que es una cosa agobiante el hombre éste! ¿Tú te crees que se puede vivir de esa manera? ¡ Imposible! A la salud, y a todo, le tiene que hacer daño, ¿cómo no va a hacer daño?

Dijo ella:

– Oye, tú vuelves en el tren, ¿verdad?

– ¿A Madrid? Claro, en tren, ¿pues de qué otra manera?

– Ya, no sé, una pregunta tonta, no me hagas caso. Bueno y ¿llegáis?

– Pues mira, si sale de aquí a las veintidós treinta, luego pon veinte minutos que tarde: pues a las doce menos diez en… ¿De qué te ríes?

– Nada, que eres muy simpático, las cosas que dices – hizo una pausa, lo miraba sonriendo-, «a las veintidós treinta», se pone él…

– Bueno, ya te estás guaseando. No puede uno decir nada; en seguida os lanzáis como chacales, hija mía – meneó la cabeza -. ¡Mírala ella!, cómo se divierte. Con eso. ya, ¡feliz!

– Huy, pero por Dios, si no me guaseo, Zacarías, te doy mi palabra, estás equivocado por completo; si es que me ha hecho mucha gracia ese detalle, a ver si me entiendes, me había gustado como lo decías…

– ¿Y cómo lo he dicho? A ver.

– Ay, hijo, no sé, pues así, ¡qué pregunta! Nada, pues de la forma que lo has dicho, yo qué sé. Si además no es más que eso, no tiene nada que aclarar, una manera que me ha hecho gracia cómo lo decías, que me agradaba escucharlo, ¿qué quieres que te diga…? Bueno, y mira, en resumen: no hay nada que comprender, o sea que si no lo entiendes es que eres bobo; y no me hagas hablar ya más, que me encorajina armarme estos bollos cuando quiero explicar una cosa.

– Sí, desde luego, porque este explicoteo que me has dado, no te creas que me ha hecho mucha idea.

– Bueno, pues ya está, pues por eso mismo, si además es una tontería, si ni sé a qué ha venido todo esto ni qué era lo que quería yo decir ni nada…

– Vamos, ahora tampoco te impacientes, ¿con qué motivo?

– Me da rabia.

– ¿Pero el qué?

– ¿Eh? Pues nada, no lo sé, ¿cómo quieres que yo lo sepa?, ¡y además es igual!

– ¿Y ahora a qué viene eso de hablarle a uno de esa forma?