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– ¿Y cómo quieres que me sienta…? – decía casi llorosa-. Pues desastrosamente.

– Ya; lo comprendo.

Sebastián agachaba de nuevo la cabeza; ahora sentía agitarse en su brazo los hipos silenciosos de Paulina, que lloraba otra vez.

Los guardias civiles paseaban de acá para allá, en un trayecto muy breve, por la arena. Tito veía casi una sola silueta, yendo y viniendo, contra la luz del malecón. Pasaba y repasaba la sombra sobre el bulto tapado de Lucita. Después varias bombillas se apagaron de pronto a la otra parte, en la explanada de los merenderos.

– ¡Adiós! – exclamó el de la armónica.

Los guardias se detuvieron un instante, mirando hacia la luz disminuida, y reemprendían de nuevo su paseo silencioso. Ya sólo se veían dos bombillas encendidas, colgando al aire libre, y el cuadro anaranjado de una puerta, sobre la banda negra del malecón. Uno que ahora entraba por aquella puerta, recortando en el cuadro su figura, debía de ser Josemaría, que ya había llegado al merendero. Ya poca luz alcanzaba el puntal desde allí. Sólo el claro de luna, de un blanco aluminio, batía sobre la arena y revelaba los perfiles del bulto y figuras, con tachones y manchas y arañazos lechosos, como brochazos de cal o salpicones.

Estornudó Paulina por dos veces. Sebas sacó una toalla de la bolsa y se la echaba a su novia encima de los hombros. Ella tiró de los picos y los juntaba por delante, cerrando la toalla sobre el pecho. Estaba muy húmeda.

– ¡Todo está húmedo…! – se lamentó.

Su voz sonaba débilmente, con el timbre nasal de haber llorado. Palpaba la toalla por todas partes, haciendo escalofríos; continuaba:

– Es que no hay nada que esté un poco seco… ¡Señor, qué agobio de humedad…!, ¡qué desazón…! – rompía a llorar nuevamente-. Y yo no aguanto esto más, Sebastián, ya no aguanto, no aguanto… – repetía llorando en la toalla.

– Nosotros ya – decía Lucio – no valemos ni media perra chica, pero ni es que ni media, tocante a dar de sí en alguna cosa. Ahora, experiencia, eso sí – sonreía -; experiencia podemos suministrarles una poca a los que son ustedes más nuevos.

– ¡Tú, sí! – replicaba Mauricio -. Tú, desde luego abrías una escuela, cualquiera que te oiga.

– Ah, pues que no lo dudes.

– ¡Te diré! ¡La cantidad de conocimientos que tú desparramas al cabo el día! No eres tú nadie. Ya es lástima que se pierda, es lo que siento.

– No lo tomes a broma – reíase Lucio -. Y no es que uno pretenda de darse a valer más que otros; eso lo da la edad.

– ¡La edad! Ya iba listo el que siguiese tus sanos consejos al pie de la letra. Tirarse al tren, y terminaba antes.

– Poco estimas los años, me parece. ¿Qué dejas entonces tú para los viejos?

– Pues callarse y dejar la vía libre. Nada más. Que pase la juventud. Anda que no han cambiado las facetas de la vida. Lo nuestro ya no rige; hace un montón de años que está llamado a desaparecer.

– No tanto, no tanto. Las equivocaciones del hombre vienen siendo casi las mismas, al fin y al cabo, o se le parecen.

– Sí; tú vete a sacarlas por el parecido y verás el barrigazo que te pegas.

– Pues mira, con sólo que alguien se atuviese a los escarmientos, uno que no hiciese nada de lo que uno hizo, no te creas tú que no se quitaba ya unos pocos de golpes, el que fuera.

Ahora Mauricio asentía sonriendo.

– Eso ya sí. O sea, tomarte a ti de modelo, pero a la inversa, el revés de la medalla. Ahí me parece que estás más razonable.

– ¿Eh? – dijo Lucio a los otros-. ¿Qué les parece? En cuanto que uno se echa barro encima, ya está conforme. Pues mira, Mauricio, me estaba refiriendo a lo mal que lo he pasado, y nada más, no te confundas. Pero una cosa es decir que aquel camino es malo, porque allí te salieron los perros, y otra cosa es arrepentirse de haber tirado por él. Ahí la cosa cambia, la verdad.

– Maldito caso no le haga, señor Lucio – cortó el Chamarís -. Más bien, que nos ponga la espuela, como es su obligación, que hay que irse marchando – miró a los carniceros-. ¿Eh?

– Sí, sí – dijo Claudio -; nos vamos todos.

– ¿Ya?

Mauricio llenaba los vasos.

– A ver. Nos están esperando por causa la cena – contestó el Chamarís -. ¿Qué se cree usted? Usted como no tiene familia y además es cuerpo santo, capaz de pasarse el día entero sin meter nada sólido por esa boca, ya se figura que todos podemos practicar lo mismo. Pero no.

– La familia que cenen y que se acuesten – dijo Lucio -. Los domingos se hicieron para esparcirse un hombre. Un hombre vuelve a casa cuando acaba con los cuartos; antes no.

– Menos éste – intervenía el carnicero bajo, señalando al Chamarís -. Éste no puede hacerlo. Déjelo usted que se retrase nada más diez minutos o un cuarto de hora; y ya verá qué pronto me le mandan emisarios, se presenta aquí la chiquita a por él, como este mediodía – se volvía al aludido -. ¿Es así o no es así, muñeco?

– ¿Y con eso? Cuando lo hacen será porque lo echan de menos a uno; porque no se sepan privar de mi asistencia. Como debe de ser. Y mejor para mí; no como otros, que contra menos paren por casa, más desahogada y más tranquila se les ve la mujer, por no tener que estarlos aguantando a lo largo la jornada.

– Pues ésa es la libertad del matrimonio, ¿si no, cuál? – le dijo el otro -. Ni más ni menos. Mira, tú llevas pocos años todavía, sois un par de guayabos, como el otro que dice, pero ya lo sabrás, ya llegarás a ello, no te apures; alcanzaréis esa época también.

– Igual le halaga – terciaba Claudio riendo -. A éste, hoy por hoy, capaz hasta de halagarle,, todo eso de que lo manden a llamar y papá que te vengas y esas cositas.

– Ya lo creo que le halaga, ¡se mea de gusto! – exclamó el otro carnicero -. No hay más que mirarlo a la cara. Pero ya; déjate que se pasen los años, tampoco hacen falta muchos, nada más que ella empiece a ponérsele pureta, verás, verás cómo evoluciona. Entonces, cariño, todo el que tú quieras, pero dejarlo a uno tranquilo, ¿sabes? En cumpliendo uno con la casa, ya tan amigos, en paz. Y si no, al tiempo.

– ¡Vaya, por Dios! – dijo Lucio -; ya quieren ustedes desbaratarle aquí al amigo la felicidad conyugal.

– ¿Nosotros? ¡Ca, buen cuidado! Eso ahora sí que no hay quien se lo desbarate, a éste. Donde hay una mujer joven, ¡buh!, no hay fuerza humana que sea capaz de quitarle la ilusión. Es que ni esto.

– A buena parte viene – reforzaba Claudio -. Sí que no anda él poco empicado con su Rosalía. Estás el primero, si te crees que lo vas a quitar de allí por nada.

Protestó el Chamarís:

– Ya vale, ¿no? Ya creo que llevo bastante rato sirviéndoles de tema a la conversación general. Por hoy, ya me habéis destripado suficiente; a ver si cambiáis. Además, hay que irse. Cóbreme, Mauricio, tenga la bondad.

– Sí, hombre, tiene razón; lo dejaremos que descanse hasta mañana.

– Nueve cincuenta me debes.

El Chamarís se buscaba los dineros entre las hojas de un bloc espiral, de tapas amarillas muy rozadas. Coca-Coña seguía hojeando el ABC dominical.

– Están cantando ahí dentro – le decía Carmelo a Mauricio, con una chispa en las pupilas, y orejas atentas hacia el pasillo y el jardín.

– Ya lo oigo.

Devolvió al Chamarís los dos reales que sobraban. El hombre de los z. b. miraba al suelo y tenía la mano izquierda en el pirulo de la silla donde Lucio estaba sentado.

– Tamañana – saludó el Chamarís. Con él salían los dos carniceros.

– Adiós.

– Buenas noches, señores.

– Hasta mañana.

– Adiós.

Salieron hacia el camino anochecido.

El alcarreño había continuado su argumento:

– Así que ya le digo, don Marcial; aparte bromas ahora, que muchas veces me dan pensamientos de liar el petate de una vez y marchar para América con la familia.

El pastor le decía:

– ¿Adonde no irás tú?

– ¡De pico a todas partes! – gritó Coca-Coña -. Con los pies a ninguna.

– Calla, canijo, de una vez. ¿Es que no vais a ser capaces de sostener una conversación en serio?

– ¡Jajay, en serio! Con lo que salta ahora – se reía el tullido-. Ahora pretende que le tomemos en serio sus proyectos de irse para América, ¿qué te parece? Menuda seriedad. Para mondarse de risa.

– ¿Y tú qué sabes?

– Ah, no lo sé. No me lo cuentes. Pues casi nada. ¿Me lo vas a decir a mí?, que te vengo ya oyendo lo mismo no sé los años ya; desde que te conozco llevas con esa historia. ¿Quién quieres que te haga ya caso, alma mía? ¡Tú te has embarcado ya para América más veces que el mismo Cristóbal Colón!

– Eso tampoco no quiere decir nada – terciaba don Marcial-; las cosas las estamos rumiando durante mucho tiempo, hasta que se maduran. Y el día menos pensado, catapúm, las ponemos en práctica.

– Ya, ya, el día que haga bueno. Antes salen andando mis patas, date cuenta, con todo lo pesaditas que están, que este tío menearse de aquí ni dar un paso. Fantasía, eso es lo único que tiene; pura imaginación que le anda bailando en la azotea.

– Eso es – asentía el pastor -; el cerebelo que tiene, nada más, que se conoce que no le para de rebullir y rebullir, como si fuera un avispero. Y el único que le concede algo de crédito es él; pero a los demás ya no nos engatusa con ese cuento de lo embarcado, que nos lo sabemos ya todos de memoria. Se va a ir éste ni cuenta que lo fundó.

– Pues, hombre, no se niega que muchas veces no son más que cosas que se piensan por un desahogo, para dar salida a las preocupaciones – contestaba el alcarreño -. Pero tampoco son meras chifladuras. ¿Y quién te dice que algún día, a fuerza de venga y de darle en el mismo agujero, no hagamos el buraco de verdad? A saber si no os lleváis el gran chasco, todavía. Por eso yo que vosotros no lo andaría jurando mucho, por si acaso.

– ¡Como me llamo Amalio que te entierran aquí! ¿Verdad, usted?

– Ni media palabra – asintió Coca-Coña -. ¿Quién lo duda? De eso firmaba yo un documento ahora mismito. Se reían:

– Sabéis mucho vosotros. Más que Lepe, queréis saber, por lo que veo. Pero a mí no me conocéis en todavía. Que no me conocéis; os lo digo yo.

– Nada – intervino don Marcial-; que andan con ganas de apretarlo esta tarde, para ver si lo cabrean a usted. Usted no preste oídos a garbanzos de pega.

– ¿Quién?, ¿yo? ¡Cómo que no me sé yo por dónde van! Pero están apañados si se figuran que van a desencadenarme. Pinchan en hueso.