– Que nos gusta zaherir, no es otra cosa. ¿ A lo mejor que esto de América no lo hemos pensado todo el mundo alguna vez, con más o menos dosis de convencimiento?
– ¿ Ve usted? Y tanto que no es ninguna idea descabellada. Todo es cuestión de resolverse.
– Lo único, eso. Es decir, los arrestos que se precisan para tomar una decisión de esa envergadura. Encontrar uno la firmeza necesaria para determinarse a realizarlo de una vez.
– Cierto. ¿Qué duda cabe de que cuesta desarraigarse uno del sitio que conoces de siempre y en el que uno se ha criado? Se dice pronto eso de dejar uno estos alrededores y esta gentecilla de por aquí, buena o mala que sea, pero con la que al fin y al cabo llevas rozándote toda la vida; para empuntarte, así, de martes a miércoles, a unos ambientes y unos territorios que ni los has visto nunca ni retratados, ni aciertas a formarte un anticipo de los cultivos y costumbres que circulan y están en vigor. Ya se sabe que eso por fuerza se le tiene que hacer cuesta arriba a todo aquel que no sea un descastado.
– Todo consiste en hacerse a la idea – contestó don Marcial -. Luego, al llegar allí, te podrás encontrar más o menos desorientado; nadie es capaz de centrarse de golpe y porrazo en lo que le es desconocido; pero en seguida creo yo que se hace uno su composición de lugar, y son las circunstancias las que lo obligan a ambientarse, quieras que no, y hacerse dueño del cotarro. Vamos, que ocurre el fenómeno de que los mismos aprietos de la necesidad son los que te ponen al tanto y te afianzan, lo mismo que si fueras un oriundo de toda la vida.
– Toma, pues ya lo creo. Hasta los mismos hablares aquellos tan tirados, he oído yo a emigrantes que no había forma de sacárselos de la lengua y que volviesen a hablar como está mandado. No le digo en el pueblo, la risión.
– Sí, una cosa parecida a las películas de Cantinflas o de Jorge Negrete, ¿no es eso?
– Igualito. Lo mismo que las cintas ésas. Como que a lo primero no podías escucharlo sin que de golpe no te entrase de reír. Exacto como el cinema, ¿qué más da? Y eso a pesar de que aquéllos venían de Venezuela, mientras que estos Cantinflas y Negretes del celuloide son nacidos en Méjico, que está de Venezuela, pues ya sabe usted, lejísimos; pero además no de estos lejísimos que decimos aquí en España, sino lejísimos en distancias de aquellas, que hay que agarrarse lo tremendas que son. Bueno, pues casi no se distingue un habla de la otra. Total, que yo lo que he sacado en consecuencia es que allí es todo un mismo chapurreao.
– ¡Y cuidado que es pegadizo, hay que ver! No hay uno que no acabe hablando como ellos.
– Ah, pues mire, que terminasen ahí todos los inconvenientes y me subía yo al barco mañana mismo. Ya podía yo quedarme con el habla chafada y abollada para siempre y ser la guasa del pueblo, a mi regreso…
– ¡Sé!-contó Amalio-. ¡Pues vaya una revelación lo que nos hizo! En eso está la pega justamente; en que el asunto es bastante más peliagudo, bastante más. A eso iba. Complicaciones no las quiere nadie. Pues por eso sé yo que tú no te vas.
Coca-Coña había vuelto a su periódico.
– Tú espérate que yo acabe de cansarme algún día y ya me dirás si me marcho o no me marcho – contestó el alcarreño -. Nada más que me apriete la vida como lo viene haciendo hasta la fecha y sigamos sin verle el desarrollo por parte ninguna, que verás tú qué pronto paso el charco y nos quitamos de enredos de una vez para siempre y de andar malviviendo para acá y para allá.
– ¿Y qué te crees que te ibas a encontrar allí tú, a la otra parte del charco, como tú lo llamas?, di. A lo mejor te imaginas que te ibas a topar con el oro y el moro, nada más apearte del vapor.
– Mejor que aquí me iría. Eso seguro.
– ¡Pero cuidado las ilusiones de la gente! – replicaba el pastor -. Se creen que basta con irse uno muy lejos, para ya mejorar automático, de manera tajante. Cuando más lejos se desmandan, mejor se piensan que les va a marchar. Pasar el charco, se pone, que por lo pronto ya no es tan charco, sino un pedazo de mar de bastantes respetos, como no se lo salta un gitano, y que se basta sin más, él sólito, con estar de por medio, para tragarse ya unas pocas de las probabilidades de regreso, caso que toquen retirada. No sé la idea que tenéis de los Océanos; habláis de una manera, que es que, ¡vamos!, os los bebéis de un golpe, cada vez que los sacáis a relucir.
– Nadie habla de esa forma. Yo nada más lo que te digo es que en América están las cosas muy distintas. En América…
– ¡Alto!, no te dispares – interrumpió el pastor -. Eso a la vuelta me lo cuentas. A la vuelta de allí me lo cuentas, lo que pasa en América, ¿ de acuerdo?; si es que llegas a irte algún día y tienes luego la suerte de volver y si es que me encuentras todavía que aún no esté yo muerto para entonces. En eso quedamos. De momento, poquitas fantasías; más nos vale a los dos. Para escaldarme las seseras, tengo ya suficiente con el sol, que me las viene cociendo todo el día, cuando voy que me mato, detrás de las ovejas, bregando por esos llanos de setecientos infiernos.
– ¡Pues ahí te turres tú para toda tu vida, sabihondo! ¡Ojalá y que revientes igual que una castaña, por querer ser tú el único que tiene la razón!
– Yo no pretendo saber más de lo que sé. Lo que no ando es con fantasías a lo tontuno, como los dililós que se figuran que más lejos está lo mejor y contra más retirado de su tierra, mejor se creen que los va a ir. Pues hay que trabajar en todas partes igualmente, y para uno ganarse los cuartos, uno de nosotros, no hay más narices ni más procedimiento que doblar la bisagra, y aquí lo mismo que en América y en la luna, si se pudiera montar. De bóbilis no se saca nada de nada ni se puede vivir en ninguna parte, los pelagatos como tú y como yo. Eso es lo único que certifico. Y si de América vuelven algunos con más dinero que se fueron, ha sido a base de quebrantarse los ríñones, ni más ni menos que lo hacemos en España y en Pekín, y no vienen más que a trabar a la gente inculcándoles ideas falsas en la cabeza. Para los que vivimos del trabajo, ni que tú te lo sueñes, no caen esas brevas de tanta envergadura. Esa es la pura fetén. Y así que se me turre y returre, como tú dices, el cogote, en esta tierra de la mala muerte, que sigue sin habérseme perdido en América cosa ninguna, y ya desde luego más turrado que lo tengo no se me puede turrar.
– ¡Chacho, cómo arremete! – exclamó Coca-Coña, levantando una cara risueña del periódico -. ¡Anda con el Amalio, qué manera de perorar!
– Éste es un incordiante de marcha mayor – contestó el alcarreño -. Menos mal que yo ya me lo conozco y no me da a mí la gana de tomárselo en cuenta. Como a ti; eso quisierais los dos: que yo me desencadenara cuando me achucháis con vuestras pullas y maledicencias. Pero, amigo, hay correa para rato.
– Y pobrecillo de usted si no la tiene – le dijo don Marcial -. Eso que ve usted ahí sentado – señalaba a Coca-Coña, con el brazo y el índice extendidos -; eso; pues eso es el bicho más malo que existe en cien mil hectáreas alrededor de él. Con eso no valen lástimas, hay que sacar la baqueta y arrear, ¡duro!, sacudirle de firme. Se lo aseguro yo, que soy el mejor amigo que tiene esta especie de escarabajo pisado y vestido de hombre, que llaman Marcelo Coca, y por mal nombre Coca-Coña y Bichiciclo y Niñorroto y El Marciano y qué sé yo cuántos más que le han sacado a lo largo de su vida…
– ¡Allá va! ¡Saca tú ahora trapos viejos…! – gritaba Coca-Coña-. Conque se me han olvidado a mí que soy el titular, y él los recuerda todavía. ¡ Qué buen amigo, Marcial; el no-va-más de los amigos eres tú, para guardar en tu memoria todos los nombres cariñosos que le han puesto a tu adorado y pequeño Coquita! ¡Ven, ven que te dé un beso, ven…!
– ¡Y encima se ríe! ¡ Mirar cómo la goza!, ¡de qué manera se la está gozando él sólito, empotrado en esa silla!, ¡ahí lo tienen ustedes…!
Los cuatro se reían. Después se le oyó canturrear, muy quedo, al alcarreño, con una voz mohína de su tierra; una manera especial de falsete, llena de escueto tonillo pueblerino:
Patitas culuradas – tiene la perdiz, patitas culuradas – te vuelvo a decir…
El pastor comentó:
– Ya cantó la coguta en el campo.
– Sí que lo encuentro esta noche inspiradillo – decía riendo don Marcial -; por lo bajinis, pero con entraña.
– Las cositas de allí – contestó el alcarreño, con un encogimiento de modestia.
Ahora entraba un individuo que traía las ropas muy manchadas de yeso; dio las buenas noches.
– Hola, Macario – respondía el ventero. Coca-Coña gritaba:
– ¡Sanroque, Sanroque! ¿De dónde vendrás a estas horas? ¿No sabes que está prohibido trabajar los domingos?
– No hay otro remedio. Aprovechar. Estar al quite a las chapucillas que le salen a uno. Sacar de donde sea; la necesidad es la que manda.
No decía las erres; le salían guturales, en el velo del paladar, muy parecidas a las ges. Coca-Coña se lo imitaba:
– Pues muy mal hecho de todas formas; hay que descansag, hombge, hay que descansag, los domingos siquiega. Que no se puede obligag al cuerpo hasta esos extremos, so pena que un día se soliviante y se niegue a trabajag. ¡Tú revientas!
– El día que se fastidie se fastidió – contestaba Macario -. Entonces sálvese quien pueda; quiere decir que les habrá llegado a ellos y a su madre el turno las apreturas, y a bandeárselas como sea y tirar para alante. Hasta entonces no hay más narices que dar uno de sí lo que estiren las gomas de los músculos.
– ¿Cuántos son? – preguntó don Marcial.
– Cinco para la media docenita. Se oyó un alarmado silbido.
– ¿Pero otro ya de camino? – dijo el chófer.
– Pues sí; si no se malogra, sí, señor.
– No se malogra, no tengas cuidado – dijo Lucio con una sonrisa.
– Bien que yo me lo sé. No hay peligro. Éste también sale adelante, si Dios quiere, igual que todos sus hermanos. No se malogra, no, si Dios quiere.
Lo decía con una voz risueña y moviendo los ojos como si giraran.
Se echaron a reír. Tan sólo el hombre de los z. b. le preguntaba seriamente:
– Así que hasta la fecha le salieron todos; ¿no hubo percances?
– Hombre, depende lo que llame usted percance. Como venir, vinieron todos, no falló ninguno. Se volvían a reír de la cara de Macario.