– Ésta es la ventaja que tenemos nosotros; que con este cajoncito de pasas de Málaga no se corre peligro – dijo el chófer -. Algún privilegio teníamos que tener.
– Pues claro.
El Juez iba en silencio. Dejaron a la izquierda la carretera de Loeches y entraban a Torrejón de Ardoz. Había aún mucha luz en el trozo de carretera que atravesaba el pueblo, y algunos grupos de hombres se apartaban al paso del Balilla. Otros estaban sentados en filas o en corrillos a las puertas de los locales. Al pasar se entreveían los interiores de las tabernas iluminadas y la estridencia fugaz de los colores de los almanaques, en las paredes pintadas de añil. Atrás quedó la figura de la torre, con un brillo de luna en el azul de sus tejas. La alta sombra angulosa de un frontón sobresalía por encima de los techos. Luego la carretera descendía a los eriales del Jarama y se vieron al fondo las bombillas dispersas de Coslada y San Fernando, al otro lado de la veta brillante del río. La carretera corría por una recta flanqueada de árboles, hasta el Puente Viveros. A la salida del puente dejaron la General y torcieron a mano izquierda, para tomar la carretera de San Fernando de Henares. Saltaba el automóvil en los baches. Ahora el Juez preguntó:
– ¿Dónde le dijo el guardia exactamente que era el lugar del suceso?
– En la presa.
– Ya sabrá usted cómo se baja a la presa, ¿ no, Vicente?
– Sí señor.
Encontraron abierto el paso a nivel. El coche baqueteaba fuertemente al cruzar los raíles. Enfrente, a mano izquierda, los grandes árboles oscuros de la finca de Cocherito de Bilbao escondían la sombra de la villa, cuyo tejado brillaba entre las hojas.
– Con éste – dijo el Juez -, ya van a hacer el número de nueve los cadáveres de ahogados que le levanto al Jarama. El chófer meneó la cabeza, en signo de desaprobación.
– O, es decir, ahogados, ocho, ahora que me acuerdo – rectificaba el Juez -; porque uno fue aquella chica que la empujó su novio desde lo alto del puente del ferrocarril; ¿no lo recuerda, Emilio?
– Sí, lo recuerdo. Hará dos años.
Torcieron de nuevo a la izquierda, al camino entre viñas, y luego descendían a mano derecha, hasta los mismos merenderos. El coche se detenía bajo el gran árbol, y salieron algunos de las casetas, o se asomaban figuras en los quicios iluminados, para ver quién venía. Se retiraron respetuosos de la puerta, cuando entraba el Juez. Entornaba los ojos en la luz del local. Vicente quedó fuera.
– Buenas noches.
Callaron en las mesas y los miraban, escuchando. El Juez tenía el pelo rubio y ondulado sobre la frente y era bastante más alto que el Secretario y que los otros que estaban de pie junto al mostrador.
– ¿Cómo está usted? – le dijo Aurelia.
– Bien, gracias. Dígame, ¿ por dónde está la víctima del accidente?
– Pues aquí mismo, señor Juez – señaló con la mano, como a la izquierda, hacia afuera de la puerta -. Casi enfrentito. Se ha visto desde aquí. No tienen más que cruzar la pasarela. O si no… ¡Tú, niño! – gritó hacia la cocina.
Apareció instantáneamente un muchacho, en un revuelo de la tela que hacía de puerta.
– ¡ Mira, quítate eso, y ahora mismo acompañas al señor Juez! – le dijo la Aurelia -. ¡Zumbando!
– Gracias; no era preciso que lo molestase.
– ¡Faltaría más!
El chico se había quitado el mandil.
– Otra cosa, señora: ahí abajo no hay luz, ¿verdad usted?
– No la hay; no señor.
– Pues entonces, mire, si fuera usted tan amable que nos pudiese dejar una linterna.
– ¿Linterna? Eso no, señor; de eso sí que no tenemos. Con mil amores, si la hubiera – pensó un instante -. Faroles es lo que tengo; ya sabe usted, de estos de aceite. Eso sí, un farol sí que puedo dejarle, si se arreglan. Se le avía volandito.
– Bueno, pues un farol – dijo el Juez -. Con eso va que arde, ya es más que suficiente.
Aurelia se volvió hacia el chico:
– ¡Ya lo has oído, tú! Baja, pero relámpago, a la bodega, y vuelves aquí en seguida con un farol. De los dos, el más nuevo, te traes. Pero corriendo, ¿eh?
El chaval ya corría.
– ¡Y le quitas el polvo! – le gritó a sus espaldas. En seguida dirigió la voz hacia la puerta de la cocina.
– ¡Luisa, Luisa… mira, tráete en seguida la cantarilla del aceite y las torcidas nuevas, que están en la repisa del quita-humos!
– ¡Ahora, madre!-contestó una voz joven, al otro lado de la tela.
Aurelia se volvió hacia el Juez:
– En seguida está listo.
– Muchas gracias, señora. Y tengo yo una linterna en casa, pero… – se encogió de hombros.
– Aquí, en lo que podamos, ya lo sabe usted. Nunca es molestia – hizo un pausa y proseguía, cabeceando-: La lástima es que sea siempre en estos casos tan tristes. Ya quisiéramos tener el gusto de tratarlo y atenderlo en otros asuntos de mejor sombra, que no estos que lo traen.
– Sí, así mejor no conocerme.
– Así es, señor Juez, así es. Preferible sería, desde luego, pese a todo el aprecio que se le tenga. El Juez asentía distraído:
– Claro.
– Ah, pero eso tampoco no quita para que no se anime usted a venir por aquí con sus amistades cualquier día de fiesta y lo podamos recibir como sería de nuestro agrado. No todo van a ser…
– Algún día; muchas gracias.
Entró la chica con las torcidas y el aceite.
– Pues a ver si es verdad, señor Juez. Trae, tú, déjalo aquí mismo. ¿Pero este pedazo de besugo en qué estará pensando? – se asomó a la bodega -. ¡Erneee! ¡Ernesto! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué estás haciendo, si se puede saber?
Escuchó lo que el otro contestaba; luego dijo:
– ¡Pues tráetelo ya como sea! ¿No te das cuenta que está esperando el señor Juez?
Volvió de nuevo al centro del mostrador.
– Perdone usted, señor Juez, pero es que el chico este es más inútil que un adorno. Una lucha continua con él.
– No se preocupe. Aparecía el chico.
– ¡Te dije que le quitaras el polvo por encima, monigote; no que le fueras a sacar brillo como el Santo Cáliz! ¡Trae, anda, trae, calamidad!
Intervenía uno de los que estaban junto al mostrador:
– A ese chaval la que lo vuelves tarumba eres tú, Aurelia, con esos bocinazos que le pegas a cada momento.
– ¡ Tú cállate!
– Así no se espabila a un chico. Con ese sistema, lo que se lo acobarda es cada vez más.
– ¿Te lo han preguntado? ¡Di!
– ¡Me subleva, coño, me subleva!
Dio un manotazo en el mármol y salió del local.
– ¡Vamos…! – dijo Aurelia, volviéndose hacia otros dos del mostrador -. ¿Pero habéis visto cosa igual? Ni por un respeto al señor Juez, que está delante…
La miraban inexpresivos; no dijeron nada. Aurelia se encogía de hombros. Abrió la puertecilla del farol y sacó la cajita de lata que formaba el candil.
– ¿Me deja que la ayude? – le dijo el Secretario.
– Se va usted a pringar.
– Déme, que vaya sacándole la mecha ya quemada. Me entretiene.
Aurelia abrió la cajita y le pasó al Secretario la mitad superior.
– Tenga. Está todo cochino. Seis u ocho meses que no se ha vuelto a usar. Desde el invierno.
Ella se puso a limpiar con un trapo la parte inferior, mientras el Secretario extraía con un palillo los residuos de torcida que obstruían el tubito de la tapadera. Después Aurelia retorcía los mechones de yesca entre sus dedos.
– ¿Me permite?
El Secretario le entregó la tapa y ella hacía pasar la torcida por el tubito a propósito. Después llenó de aceite nuevo el pequeño recipiente y remontó con el dedo la gota que escurría por el cuello de la cantarilla. Juntó una parte con la otra, y la cajita del candil quedó cerrada y a punto. La metió en el farol y la dejó fijada entre unos rebordes ex profeso que había en el fondo. Uno de aquellos hombres encendía un fósforo y lo arrimaba a la torcida.
– ¡Magnífico! – dijo el Juez, cuando lució la llama.
Aurelia cerró el farol, y la llama quedaba encerrada entre los cuatro cristalitos. Lo levantó por el asa y se lo dio al muchacho.
– Toma, llévalo tú. ¡Y ojito con dejártelo caer!
– Pero si no es preciso que venga – dijo el Juez -. Nosotros mismos lo llevamos.
– ¡Quite!, ¡van a llevar! Con esas ropas que traen, de día de fiesta. El chico se lo lleva a ustedes, que no tiene nada que mancharse. Y que vaya por delante y así van viendo ustedes por donde pisan, que está eso muy malo, ahí afuera.
– Pues vamos. Hasta luego, señora, y muchas gracias. Se dirigió a la concurrencia:
– Buenas noches.
Sonó un murmullo de saludo por las mesas. Aurelia salía con ellos al umbral.
– Ahí mismo, ¿sabe? Nada más que atraviesen la pasarela, un puentecillo que hay. Al otro lado, verá usted ya en seguida a la pareja de los guardias. El muchacho los guía.
– Entendido – dijo el Juez, alejándose.
El Secretario recogía del coche una carpeta y una manta. Pasaron por debajo del gran árbol, cuya copa ocultaba la luna y formaba una sombra muy densa. Saliendo del árbol, se adentraron por el angosto pasillo de maleza y zarzales, que estrechaban el camino y los obligaba a ir en fila india. El chaval caminaba el primero, con el delgado y largo brazo estirado hacia arriba, y el farolillo en lo alto, meciéndose en la punta, colgado de sus dedos; después la pequeña sombra del Secretario, vestido de negro, con su calva rosada y sus lentes de montura metálica; y por último el Juez, rubio y de alta estatura, que se había retrasado y venía con las largas zancadas de sus jóvenes piernas. Después salieron a la orilla del brazo muerto, y el Secretario se detuvo a dos pasos del puentecillo.
– Aguarda, chico.
El chaval se paró. Ahora el Secretario se volvía hacia el Juez.
– Señor Juez.
– ¿Qué pasa, Emilio?
– Antes no me he atrevido a decírselo, don Ángel; ¿se ha mirado usted la solapa?
– Yo no. ¿Qué hay?
Inclinó la cabeza hacia el pecho y se vio el clavel.
– Caray, tiene usted razón. No me había apercibido siquiera. Le agradezco que me lo haya advertido usted tan a tiempo.
Se aproximó aún más al Secretario, ofreciéndole la solapa.
– Quítemelo, haga el favor. Está prendido por detrás con un par de alfileres.
– Chico, acerca la luz.
Obedeció el chaval y empinaba cuanto podía el farolito hacia la alta cabeza del Juez instructor, cuyo pelo brilló muy dorado junto a la luz de la llama. Manipulaba el Secretario con torpeza, acercando sus lentes a la solapa del Juez. Logró por fin extraer los alfileres, y el Juez tiró del clavel y lo sacó.