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– Usted se quedará. Los demás que regresen afuera.

Los ojos de Rafael recorrieron la bóveda, mientras salían sus compañeros. Tan sólo veía turbada en algún punto la blancura del viejo encalado por algunas manchas, rezumantes de humor verdinoso, con melenas de musgo que pendían en largas hilachas del techo y las paredes. Aún estaba la Aurelia en el umbral, en la cima de los seis escalones tallados en la roca, que descendían a la gruta.

– Otro ruego, señora: una mesa y tres sillas hacen falta si es usted tan amable.

– No tiene usted más que pedirlas, señor. Ahora se le bajan.

El Juez sacó los cigarrillos.

– Haremos que puedan marcharse lo antes posible. Son formalidades que hay que rellenar. ¿Fuma usted?

– Gracias; ahora no fumo.

A un lado se veían tres cubas muy grandes y algunos barriles y varias tinajas de barro alineadas; al fondo, vigas contra los rincones, tubos de chimenea negros de hollín, sogas de esparto y caballetes y tablas, sucios de yeso, de algún tinglado de albañilería; en el suelo, una barca volcada, con las tablas combadas y resecas, y una estufa de hierro, una porción de sillas rotas y una carretilla, una puerta, bidones, y muchos botes pequeños de pintura. Rafael acudía a ayudar a la hija de Aurelia y al niño de la luz, que habían aparecido en la escalera con la mesa y las sillas plegables, pintadas de verde. Las colocaban en medio de la bodega, y la chica miraba a la bombilla para hacer que la mesa coincidiese justamente debajo de la luz. Ya volvía la Aurelia, desdoblando un periódico.

– Lo siento, pero es que hoy no me queda ni un solo mantel, señor Juez. Los días de fiesta se ensucia todo lo que hay. Y más que una tuviera, pues más que me ensuciarían.

Extendía el periódico encima de la mesa. Salieron la hija y el muchacho.

– De modo que perdonen la falta, pero con esto se tendrán que arreglar.

– Gracias; no se preocupe – le dijo el Secretario -. Ya vale así.

– Cualquiera cosa más que necesiten, ya saben dónde estoy. Si eso, me dan una voz. Yo estoy ahí mismo – señaló a la escalera -, tras esa cortinilla.

– De acuerdo, gracias – dijo el Juez, con un tono impaciente -. Ahora nada más.

– Pues ya sabe.

Aurelia subió de nuevo los peldaños, apoyándose con las

manos en las rodillas, y traspuso la arpillera. El Secretario miró al Juez.

– Igual que doña Laura.

Los dos sonrieron. El guardia joven miraba los cachivaches hacinados, al fondo de la cueva. El Juez aplastó su pitillo contra el vientre de una tinaja.

– Siéntese usted, por favor.

Rafael y el Secretario se sentaban, uno enfrente del otro. Ahora el guardia apartaba alguna cosa en el suelo, con la culata del fusil, para desenterrarla de entre el polvo. Era la chapa de una matrícula de carro. El Secretario había sacado sus papeles. El Juez se quedaba de pie.

– ¿Su nombre y apellidos?

– Rafael Soriano Fernández.

– ¿Edad?

– Veinticuatro años.

– ¿Estado?

El Secretario escribía: «Acto seguido compareció a la Presencia Judicial el que dijo ser y llamarse don Rafael Soriano Fernández, de veinticuatro años de edad, soltero, de profesión estudiante, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Peñascales, número uno, piso séptimo, centro, con instrucción y sin antecedentes; el que instruido, advertido y juramentado con arreglo a derecho, declara:

»A las generales de la Ley: que no le comprenden…»

– Vamos a ver, Rafael, dígame usted, ¿qué fue lo primero que percibió del accidente?

– Oímos unos gritos en el río.

– Bueno. Y dígame, ¿localizó la procedencia de esos gritos?

– Sí, señor; acudimos a la orilla y seguían gritando, y yo vi que eran dos que estaban juntos en el agua.

– ¿La víctima, no?

– No, señor Juez; si la víctima hubiese gritado también, habría distinguido unos gritos de otros. Ellos estaban ahí y ella allí, ¿ no?, es decir, que había una distancia suficiente para no confundirse las voces, si hubiese gritado la otra chica; vamos, ésta – señaló para atrás, con un mínimo gesto de cabeza, hacia el cuerpo de Lucita, que yacía a sus espaldas.

– Ya. O sea que en seguida distinguió usted también a la víctima en el agua, ¿no es eso?

– No tanto como a los otros, se la veía un poco menos. Pero era una cosa inconfundible.

– Bien, Rafael, ¿y qué distancia calcula usted que habría, en aquel instante, entre ella y sus amigos?

– Sí; pues serían de veinte a veinticinco metros, digo yo.

– Bueno, pongamos veinte. Ahora cuénteme, veamos lo ocurrido; siga usted.

– Pues, nada señor Juez, conque ya vimos a la chica… Vamos, la chica; es decir, nosotros no veíamos lo que era, no lo supimos hasta después, en aquellos momentos, pues no distinguíamos más que eso, sólo el bulto de una persona que se agitaba en el agua…

Ahora el guardia estaba quieto, junto al cuerpo tapado de Lucita, oyendo a Rafael. Escribía el Secretario: «…distinguiendo el bulto de una persona que se agitaba en el agua…». El Juez no se había sentado; escuchaba de pie, con el brazo apoyado en una de las cubas. El guardia bostezó y levantó la mirada hacia la bóveda. Había telarañas junto a la bombilla, y brillaban los hilos en la luz.

Luego el Juez preguntaba:

– Y dígame, ¿en lo que haya podido apreciar, cree usted que reúne datos suficientes para afirmar, sin temor a equivocarse, que se trata de un accidente fortuito, exento de responsabilidades para todos?; habida cuenta, claro, de que también la imprudencia es una clase de responsabilidad penal.

– Sí, señor Juez; en lo que yo he presenciado, tengo sobradas razones para asegurar que se trata de un accidente.

– Está bien. Pues muchas gracias. Nada más.

Luego escribía el Secretario: «En ello, de leído que le fue, se afirma y ratifica y ofrece firmar». Se oía una voz detrás de la cortina.

– ¿Da su permiso Su Señoría?

– Ya puede usted retirarse. ¡Pase quien sea! Ah, mándeme a su compañero, haga el favor; el otro que habló conmigo antes, en el río.

– Sí, señor; ahora mismo se lo mando. Buenas noches.

– Vaya con Dios.

Un hombre había aparecido en la arpillera. Ya bajaba los escalones, con la gorra en las manos, y se cruzó con Rafael.

– Buenas noches. El encargado del depósito. Mande usted, señor Juez.

Se había detenido a tres pasos de la mesa.

– Ya le recuerdo. Buenas noches. El hombre se acercó.

– Mira usted – siguió el Juez -; lo he mandado llamar para que abra usted el depósito y me lo tenga en condiciones, que hay que depositar los restos de una persona ahogada esta tarde. Vamos a ir dentro de un rato; procure tenerlo listo, ¿entendido?

– Sí, señor Juez. Se hará como dice. El Secretario miró hacia la puerta. Entraba el estudiante de San Carlos.

– Bueno; y después tendrá usted que esperarse levantado, hasta que llegue el médico forense, que acudirá esta misma noche. Conque ya sabe.

– Sí, señor Juez.

– Pues, de momento nada más. Ande ya. Cuanto antes vaya, mejor.

El estudiante aguardaba, sin mirarlos, al pie de la escalera.

– Hasta ahora, entonces, señor Juez.

– Hasta luego. Acerqúese usted, por favor; tome asiento.

El estudiante de Medicina saludó, al acercarse, con una breve inclinación de cabeza. Traspuso el sepulturero la cortina.

– ¿Su nombre y apellidos?

El Secretario escribió en las Actas: «Compareciendo seguidamente a la Presencia Judicial el que dijo ser y llamarse don José Manuel Gallardo Espinosa, de veintiocho años de edad, soltero, profesión estudiante, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Cea Bermúdez, número 139, piso tercero, letra E, con instrucción y sin antecedentes penales; el que instruido, advertido y juramentado con arreglo a derecho, declara:

»A las generales de la Ley: que no le comprenden.

»A lo principaclass="underline" que hallándose de excursión con varios amigos, en el día de autos, en las inmediaciones del lugar denominado " La Presa ", a eso de las diez menos cuarto de la noche, percibió unos gritos de socorro provenientes de la parte del río, acudiendo prontamente en compañía de tres de sus compañeros y distinguiendo acto seguido desde la orilla el bulto de una persona que al parecer se ahogaba, a unos treinta y cinco metros del punto donde se hallaba el declarante y sus amigos, y a no menos de veinte de quienes desde el agua proferían las susodichas llamadas de socorro. Que ante lo azaroso de la situación, arrojáronse al agua sin más demora el dicho José Manuel, en compañía de los tres referidos acompañantes, al objeto de acudir en socorro de la persona que en tal riesgo se hallaba, como así lo hicieron, nadando todos hacia el punto donde anteriormente la habían divisado. Que en el ínterin de llegar a la persona accidentada, habiéndose ésta desplazado por el arrastre del río, perdieron la referencia de ella, quedando así extraviados en su intento de rescatarla de las aguas con toda prontitud; dando asimismo testimonio del celo desplegado tanto por parte del repetido José Manuel como por la de sus coadyuvantes para localizarla de nuevo, resultando infructuoso dicho empeño; a cuyos compañeros afirma igualmente haberse agregado, ya en el agua, otro joven, que conoció ser uno de los que momentos antes habíanles pedido socorro, y al que previno que desde luego se retirase de la empresa, habiendo podido comprobar que nadaba defectuosamente; resistiéndose a hacerlo el mencionado joven hasta que le faltaron las fuerzas. Que pocos minutos después fue finalmente hallada la víctima, siendo el primero en tocarla el anterior declarante Rafael, a cuyo aviso al punto acudía el que aquí comparece, juntamente con los otros que a la sazón se hallaban en el agua, pudiéndose comprobar acto seguido que la víctima se encontraba exánime, y conduciéndola seguidamente hacia la orilla, en la que fue depositada. En cuya orilla, y estimándose facultado para ello por ser estudiante de Medicina, el referido José Manuel practicaba el idóneo reconocimiento, comprobando al instante que era cadáver. Preguntado por Su Señoría si a la vista de los hechos presenciados le cupiese afirmar con razonable certeza tratarse de un accidente involuntario, sin responsabilidad para terceros, el declarante contestó estimarlo así.