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»En ello, de leído que le fue, se afirma y ratifica y ofrece firmar.»

– Pues muchas gracias – dijo el Juez -. Ya no es preciso que declare ninguno más de sus compañeros. Así que quedan ustedes en libertad, para marcharse cuando quieran.

– Pues si no desea nada más…

– Nada. Con Dios.

– Buenas noches, señor Juez. Buenas noches. El Secretario contestó con la cabeza. Ya subía el estudiante.

– Ah, perdone; me manda usted a la joven, si tiene la bondad. La del río, ya sabe.

– Entendido. Ahora mismo, señor Juez. Se ocultó por detrás de la arpillera.

– A ver ahora la chica, si no nos hace perder mucho tiempo. No parece que tenga muchos ánimos para prestar declaración.

Encendía otro pitillo.

– Las mujeres – comentó el Secretario, ladeando la cabeza. El Juez echaba el humo y miraba hacia arriba, inspeccionando la bóveda; luego dijo:

– Buena bodega se prepararon aquí. Ya les habrá costado excavarla en la roca.

– Tiene que ser muy antigua – repuso el Secretario -. Vaya usted a saber los años que tendrá.

– Pues siglos, a lo mejor.

– Pudiera, pudiera.

Callaron un momento; luego el Juez añadía:

– Un sitio fresco, ¿eh?

– Ya lo creo. Como para venirse aquí a vivir en el verano. Si tuviera yo esto en mi casa…

– Qué duda cabe. Y yo. Pocos lugares habrá tan frescos, en estos meses que atravesamos.

– Ninguno…-miró hacia arriba. Se abría la cortinilla.

– Ahí está la joven – anunció el Secretario.

El Juez pisó el cigarrillo contra el suelo. Paulina descendía la escalera. Traía en la mano un pañuelo empapado; sorbía con la nariz. La mirada del Juez reparó en sus pantalones de hombre, replegados en los tobillos, que le venían deformes y anchos.

– Usted dirá – dijo Paulina débilmente, llegando a la mesa.

Se restregaba el rebujo del pañuelo por las aletas de la nariz.

– Siéntese señorita – dijo el Juez -. ¿Qué le ha pasado? – añadía con blandura, indicando a los pantalones -; ¿ha perdido la falda en el río?

Paulina se miraba con desamparo.

– No, señor – contestó levantando la cara -; ya vine así.

No tenía color en los labios; sus ojos se habían enrojecido. Dijo el Juez:

– Dispense; creí que…

Apartaba la vista hacia el fondo de la cueva y apretaba los puños. Hubo un silencio. El Secretario miró a sus papeles. Paulina se sentó:

– Usted dirá, señor – repetía con timbre nasal. El Juez la miró de nuevo.

– Bien, señorita – le decía suavizando la voz -. Veremos de molestarla lo menos posible. Usted esté tranquila y procure contestar directamente a mis preguntas, ¿eh? No esté inquieta, se trata de poco; ya me hago cargo de cómo está. Así que dígame, señorita, ¿cuál es su nombre, por favor?

– Paulina Lemos Gutiérrez.

– ¿Qué edad?

– Veintiún años.

– ¿Trabaja usted?

– La ayudo en casa a mi madre.

– ¿Su domicilio?

– Bernardino Obregón, número cinco, junto a la Ronda Valencia – miró hacia la salida.

– Soltera, ¿no es eso? Asentía.

– ¿Sabe leer y escribir?

– Sí señor.

– Procesada, ninguna vez, ¿verdad?

– ¿Qué…? No, yo no señor.

El Juez pensó un instante y luego dijo:

– ¿Conocía usted a la víctima?

–  Sí que la conocía, sí señor – bajaba los ojos hacia el suelo.

– Diga, ¿tenía algún parentesco con usted?

– Amistad, amistad nada más.

– ¿Sabe decirme el nombre y los apellidos?

– ¿De ella? Sí señor: Lucita Garrido, se llama.

– ¿El segundo apellido, no recuerda?

– Pues… no, no creo haberlo oído. Me acordaría. El Juez se volvió al Secretario:

– Después no se me olvide de completar estos apellidos. A ver si lo sabe alguno de los otros. A la chica:

– Lucita, ¿qué nombre es exactamente?

– Pues Lucía. Lucía supongo que será. Sí. Siempre la hemos llamado de esa otra forma. O Luci a secas.

– Bien. ¿Sabe usted su domicilio?

– Aguarde… en el nueve de Caravaca.

– ¿Trabajaba?

– Sí señor. Ahora en el verano sí que trabaja, en la casa Ilsa, despachando en un puesto de helados. Esos que son al corte, ¿no sabe cuál digo? Pues ésos; en Atocha tiene el puesto, frente por frente al Nacional…

– Ya – cortó el Juez -. Años que tenía, ¿no sabe?

– Pues como yo: veintiuno.

– De acuerdo, señorita. Veamos ahora lo ocurrido. Procure usted contármelo por orden, y sin faltar a los detalles. Usted con calma, que yo la ayudo, no se asuste. Vamos, comience.

Paulina se llevaba las manos a la boca.

– Si quiere piénselo antes. No se apure por eso. La esperamos. No se descomponga.

– Pues, señor Juez, es que verá usted, es que teníamos todos mucha tierra pegada por todo el cuerpo… ellos salieron con que si meternos en el agua, para limpiarnos la tierra… Yo no quería, y además se lo dije a ellos, a esas horas tan tarde… pero ellos venga que sí, y que qué tontería, qué nos iba a pasar… Conque ya tanto porfiaron que me convencen y nos metemos los tres…-hablaba casi llorando.

El Juez la interrumpió:

– Perdone, ¿el tercero quién era?

– Pues ese otro chico, el que le habló usted antes, Sebastián Navarro, que es mi prometido. Conque ellos dos y yo, conque le digo no nos vayamos muy adentro… – se cortaba, llorando -; no nos vayamos muy adentro, y éclass="underline" no tengas miedo, Paulina… Así que estábamos juntos mi novio y una servidora y en esto: ¿pues dónde está Luci?, la eché de menos… ¿pues no la ves ahí?, estaba todo el agua muy oscuro y la llamo: ¡Lucita!, que se viniese con nosotros, que qué hacía ella sola… y no contesta y nosotros hablándola como si tal cosa, y ella ahogándose ya que estaría… La vuelvo a llamar, cuando, ¡Ay Dios mío que se ahoga Lucita! ¿No la ves que se ahoga?, le grito a él, y se veía una cosa espantosa, señor Juez, que se conoce que ya se la estaba metiendo el agua por la boca que ya no podía llamarnos ni nada y sólo moverse así y así… una cosa espantosa en mitad de las ansias como si fuera un remolino un poco los brazos así y así… nos ponemos los dos a dar voces a dar voces – se volvía a interrumpir atragantada por el llanto-. Conque sentimos ya que se tiran esos otros a sacarla, y yo menos mal Dios mío que la salven, a ver si llegan a tiempo todavía… y también Sebas mi novio y casi no sabe nadar y se va al encuentro… ya sí que no se veía nada de ella se ve que el agua corría más que ninguno y se la llevaba para abajo a lo hondo de la presa… y yo ay Dios mío una angustia terrible en aquellos momentos… no daban con ella no daban con ella estaba todo oscuro y no se la veía… – ahora lloraba descompuesta, empujando la cara contra las manos y el rebujo del pañuelo.

El Juez se colocó detrás de ella y le puso la mano en la espalda:

– Tranquilícese, señorita, tranquilícese, vamos…

Habían mirado por última vez hacia el valle de luces: oscilaban al fondo, en un innumerable y menudo hormigueo, entre destellos azules, rojos, verdes, de los letreros comerciales; bloques de casas emergían en verticales macizos de sombra amoratada, como haces de prismas en la corteza de una roca; largas hileras de bombillas se prolongaban hacia el campo y se sumían en lo negro de la tierra; el halo violáceo flotaba por encima, como una inmensa y turbia cúpula de luz pulverizada. Traspusieron la última vertiente de Almodóvar. Sólo la luna, ya alta, alumbraba los campos; descubrían el brillo quedo de los metales de la bici, tirada entre los surcos. Santos la recogió y la llevaba del manillar hasta el camino. Ahora Carmen se ceñía contra él, hundía la cara en su cuello.

– ¿Qué pasa? -dijo Santos.

– Nada. Expansiones de cariño – se reía.

– Vamos, vamos, que es tarde.

Montaron. Luego al tomar la carretera de Valencia, Santos se liaba de pronto a dar a los pedales, y en bruscos acelerones, puso en seguida la bici a gran velocidad. Con el viento en la cara, atravesaron el pueblo de Vallecas, donde ya poca gente se veía en la calle. Salían de nuevo a la carretera y Carmen vio el pueblo a sus espaldas: la luz de la luna lo delimitaba en un solo perfil, enmarcándolo en una moldura de escayola, que corría a lo largo de todos los techos. Se alejaba a todo correr y trepidaba la bicicleta por los adoquines.

– ¡Así da gloria, Santos! ¡Písale a fondo, tú!

Él sentía el pelo de Carmen volando junto a su cara. Luego entraban al Puente de Vallecas, y la chica se sorprendía de verse tan de súbito entre letreros luminosos de cines y de bares y muchísima gente y luces y barullo de ciudad; preguntaba:

– ¿Qué es esto?

Santos había frenado su carrera, para ponerse al paso de población.

– ¿Esto? Vallecas City, ciudad fronteriza – contestaba riendo.

Regateaba con la bici a la gente de domingo que invadía las calles.

Los estudiantes ya se habían marchado. Los compañeros de Lucita permanecían sentados en las sillas de la terraza, bajo la luz de la bombilla, en silencio. Tenían las cabezas derribadas sobre las mesas, los rostros escondidos en los brazos. Zacarías miraba hacia el guardia viejo, que conversaba con Vicente el chófer. No oía lo que decían, con el fragor del agua. Ambos estaban de pie en el malecón, junto a las dos ruedas dentadas que levantaban las compuertas. Había sacado tabaco el chófer, pero el guardia no quiso fumar; por el servicio, decía. Miraban al agua turbulenta, donde todo el caudal precipitaba.

– ¡Que se vaya a paseo! – dijo el chófer -. ¡Dichoso servicio! Bastante tienen ustedes que aguantar.

– No, que sale el señor Juez y me coge fumando y es una nota desfavorable para mí. Cuando se acabe todo esto.

– ¡A saber para cuándo!

– Todo esto tiene que ir por sus pasos contados; no vale tener prisa.

– Prisa, ninguna. ¿Qué prisa quiere usted que tenga, en una profesión como la mía? Estoy impedido de tenerla. Esperar y esperar. Conque es marchando, y tampoco no hay más remedio que ajustarse al trote del Balilla. Más que sesenta ya sabes que no los da; no le vas a arrear con una vara. Así que la prisa la desconoce. Más descansado, ¿no le parece a usted?