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– A éste – terciaba Lucio -, ya lo sé yo lo que le pasa esta noche. Que ha olido las lentejas, igual que las he olido yo, y sabe que las hay para la cena, y no le llaman la atención lo más mínimo. ¿Eh?, Mauricio, ¿a que sí?

– Eso será. Que no son santo de mi devoción, ni nunca lo fueron.

– Pues lenteja se escribe con mayúscula en muchas casas. Eres un poco señorito.

– Ahora, en el verano, es un plato algo fuerte… – dijo el hombre de los z. b. Le dio una arcada.

– ¿Qué le ocurre? – se alarmaba Mauricio. El hombre de los z. b. respiraba con fatiga; dijo:

– Sólo acordarme… de la comida. Se me representaron las lentejas… ¿Lo ven ustedes? ¡Qué pejiguera! Ya se lo decía. Lucio y Mauricio lo miraban al rostro; estaba pálido.

– Dispénseme usted – dijo Lucio -; no pensé que con eso iba a meterle la aprensión.

El otro tenía las manos junto al cuello y respiraba hondo. Le subió de repente otra arcada más brusca y se tapó la boca. Salió de prisa hacia el camino. Mauricio lo siguió. Se oían toses degolladas. Luego entraba limpiándose la boca en un pañuelo planchado, sin desdoblar. Lucio le dijo:

– ¿Devolvió?

El hombre de los z. b. dijo que sí con la cabeza.

– Entonces ya soltó todo lo malo.

– Tómese un vaso de agua – le decía Mauricio, volviendo a entrar al mostrador.

– Ya ven ustedes el espectáculo que he tenido que darles a última hora – decía el hombre de los z. b. -. ¡Qué bochorno! – sonrió con tristeza -. No se me puede sacar a ningún sitio.

Bebía un sorbo de agua del vaso que Mauricio le había puesto.

– Vaya una cosa. ¡Qué tontería! Usted qué culpa tiene, si le causan impresión los accidentes.

– ¿Se siente ya mejor?

– Sí, Lucio, muchas gracias. Dispensen la tontería.

– ¡Y dale! – dijo Mauricio -. Como si fuera uno dueño de controlarse en esas cosas. No se preocupe ya más, haga el favor.

– Es que es la monda. Es ridículo que se ponga uno así – hizo un silencio dubitante -. Bueno, señores, así que en vista del éxito alcanzado, me retiro para casa. No los molesto más.

Mauricio se impacientaba:

– ¡Pero cuidado la perra que ha cogido! ¿Has visto ahora por qué majadería se nos quiere marchar? ¡Quédese, ande, y no me sea mohoso! ¡En la vida, no se le ocurra a usted marcharse por una cosa así!

– No, si es que es tarde además – repuso el hombre de los z. b. -. Ya deben ser cerca las doce y media – tocó el reloj de pulsera, sin mirarlo-. Hay un cachito hasta Coslada y la luna traspone ya muy pronto, ¿no ven que es luna llena? A ver si todavía llego a tiempo de que me ponga en la puerta de mi casa. De lo contrario, expuesto a escalabrarme por esos vericuetos.

– Nada, como usted quiera, entonces – dijo Mauricio -. Si tan difícil nos lo pone, qué le vamos a hacer. Lo primero no romperse la cabeza, eso no.

– ¿Cuánto es lo que le debo?

– Seis cuarenta en total.

El otro se sacó una carterita oscurecida del bolsillo de atrás del pantalón, y le entregó siete pesetas a Mauricio, mientras decía:

– Estoo… miren, y si no les importa, yo les pido que no lo comenten con nadie el asuntillo este imbécil de lo vomitado. Es que me da hasta reparo que se sepa, ¿eh?

– Oiga – le dijo Mauricio -; me ofende usted con semejantes advertencias. Parece hasta mentira que salga ahora con eso. Es no conocer a los amigos. Eso en primer lugar. Y en segundo lugar, no saber la costumbre de mi casa, que aquí no se cuenta nada a las espaldas de nadie. ¡Vamos! Así que ahí acaba usted de dar un patinazo – le daba la calderilla sobrante-. Los sesenta.

–  Perdone usted, Mauricio; dispénseme otra vez – decía el hombre de los z. b., cogiendo las seis monedas -. Esta noche no doy una en el clavo. Se ve que no es mi noche. A ver si duermo y mañana ya me levanto con otra sombra – se guardó la cartera -. Así que hasta mañana, descansar.

– Adiós, hombre – dijo Mauricio -. Está usted siempre perdonado. Y que le dure la luna hasta su casa.

– Hasta mañana – lo despedía Lucio.

El hombre de los zapatos blancos se detuvo un momento en el umbral, para apreciar la altura de la luna.

Luego volvió la cara al interior, con una seria sonrisa, y asentía:

– Sí que me dura, sí. Lo dicho, pues. Dio un manotazo de saludo y se marchó.

– ¡Qué tío! – dijo Lucio, en cuanto el otro hubo salido -. Le tengo simpatía, te lo juro.

– Sí que es una bellísima persona – asentía Mauricio lentamente -. Pero hay que ver lo mortificado que lo traía el haber arrojado. Me hizo hasta gracia.

– Se resintió en el amor propio – dijo Lucio -. O vete tú a saber. O que le parecería una falta muy gorda contra el principio de la educación. Cualquier cosa.

– Yo he conocido a otras personas que les pasaba tres cuartos de lo mismo. Se te ponen enfermos en cuanto que ocurre un suceso. Aunque los pille al margen, eso no quita.

– Ya me lo sé yo. Gente que es de conformación más delicada y todo te lo acusan de golpe en algún órgano del cuerpo; o sea que lo mismo se les planta en el hígado, que se les pone sobre el estómago o en cualquier otro miembro interior.

Les sorprendió de improviso la entrada de Justina:

– Padre: ¿es que no piensa usted cenar en esta noche? Lo tiene todo frío. Y casi ya no quedan ni unas brasas para recalentarlo.

– Ya cenaré, no te preocupes.

– Pues madre y yo nos acostamos ahora mismo. Así que usted se arregle.

Se volvió bruscamente hacia Lucio, y continuó:

– ¿Y usted qué hace aquí ya, que no se marcha? – fingía severidad.

–  Esperando a que tú vinieras, para que fueras tú la que me eches a la calle, preciosa.

– ¡Vamos! ¡Qué digo yo que ya está bien! – movió la mano en señal de demasía -. ¡Que ya lleva usted un ratito!

– Entonces, ¿qué?, ¿que me arrojas a la calle?

– ¿Yo? Dios me libre. Eso mi padre. Si es que no sale de usted mismo, como debía de salir.

– Tú mandas aquí más que tu padre. Para mí por lo menos.

– Ya. Ya lo veo que a mi padre lo tiene avasallado. Que ya no me lo deja usted ni cenar, ni puede cerrar el establecimiento, ni marcharse a la cama ni nada. Aquí nada más contemplándolo a usted. ¿Se cree que los demás son como usted, que se mantienen del aire, igual que los fakires de la India?

– Eso son todo calumnias, Justinita – dijo Lucio riendo -. Un servidor come lo mismo que las demás personas; sólo que lo reparto a mi manera.

– ¡Así está hecho menudo espantapájaros! Y a mí no me ande llamando Justinita, que peso el doble que usted – cambió de tono-. Bueno, ahí se quedan ustedes; pueden hacer lo que quieran. Yo me marcho a dormir. Hasta mañana, padre.

– Adiós, Justi, hija mía, que descanses.

– ¿Y yo?

– ¿A usted? – sonreía Justina desde arriba, mirando a Lucio sentado -. A usted ni las buenas noches. Ni eso siquiera se merece.

Se metió hacia el pasillo.

Ahora Lucio se desperezaba:

– Pues me parece, chico, que le voy a hacer caso a tu hija. Me marcho para casa. Mañana tengo que hacer

– ¿Tú?

– ¿Tanto te extraña?

– Pues tú verás.

– Quería tenerlo reservado hasta el momento en que fuese una cosa segura, pero ya que ha salido, te diré de lo que se trata. Es una tontería, no te vayas a creer, una chapucilla eventual, que emparejó el otro día por chiripa.

– Suelta ya lo que sea.

– Pues consiste sencillamente en masar para las fiestas de tres o cuatro pueblinos de por aquí. Los bollitos y las tartas y esas cosas, ¿no sabes? Él es un pastelero que acude de fiesta en fiesta, y a mí me llevaría de ayudante, ¿comprendes? Total, un mes y medio; de cinco días a una semana que podremos parar por cada pueblo. Mañana nada más a lo que voy es a hablar con el hombre, y si lo veo bien, me animo. ¿Qué te parece la cosa?

– Pues bien. Si el tío responde regular, pues te resulta un asuntillo decente.

– Es una cosita reducida, desde luego, en pequeña escala, y cuestión monetaria no será nada muy allá. Para los vicios, aunque nada más sea, ¿no te parece? El único temor mío es la edad, ¿sabes tú? Y es que el tío ni me ha visto siquiera, ni le han dicho nada de los años que tengo. Me apalabró con terceros. Ese es el miedo mío; que a lo mejor el hombre me rechace, por parecerle que uno joven le rinda más.

– No creo que pase eso. Ahí es el oficio lo que vale. ¿Tendrá que ver la edad? Cuanto más viejo, más garantía de que posees años de experiencia.

– A ver si es verdad. Me agradaría, hombre. No sé los años que no meto estas manos – las enseñaba – entre la harina y la levadura. Y dicho esto, me voy, pero pitando – apoyaba las manos para levantarse -. Tiene que ser ya muy tarde, y tú también tienes que cenar.

Se levantó.

– La una menos diez – dijo Mauricio.

Lucio estiraba el cuerpo; ahuecaba los arrugados pantalones, que se le habían adherido a la piel; alzaba varias veces una y otra rodilla, alternativamente, para desentumecerse las piernas!

– Bueno, tú, hasta mañana.

– Pues que haya suertecilla. Ya me contarás.

– Naturalmente. Veremos a ver si no se queda todo en agua de borrajas. Adiós.

Lucio salió al camino y orinó interminablemente, a la luz de la luna, que ya casi tocaba el horizonte sobre las lomas de Coslada. A sus espaldas oía cerrarse la puerta de Mauricio, y cuando echó a andar de nuevo ya había desaparecido el rectángulo de luz que salía de la venta. La carretera le llevaba entre dos olivares hasta las mismas tapias de San Fernando, y el ruido del agua del río sonando allá abajo en la compuerta se dejaba de oír súbitamente, al quedar interceptado por detrás de los primeros edificios. Eran casitas muy nuevas, de ladrillo a la vista, y aún la mayoría sin habitar.

«…Entra de nuevo en terreno terciario y recibe por la izquierda al Henares, en Mejorada del Campo. En Vaciamadrid recoge al Manzanares por la orilla derecha, por abajo del puente de Arganda; y en Titulcia al Tajuña, por la izquierda. Suministra a la grande acequia llamada Real del Jarama, y ya en las vegas de Aranjuez entrega sus aguas al Tajo, que se las lleva hacia Occidente, a Portugal y al Océano Atlántico.»

Madrid, 10 octubre 1954 y Madrid, 20 marzo 1955.