– Una vez más he fracasado en mi misión -dijo la criada-. Porque la dama de la cabaña no quería renunciar a su derecho de nacimiento.
– ¿No le dijiste a la dama que su obligación era servir al reino?
– Lo hice, Su Majestad -dijo la criada-, y ella respondió que al cuidar del Huevo de Oro estaba sirviendo al reino.
La Reina se enfureció y su rostro se volvió gris. Las nubes se congregaron en el cielo, y los cuervos del reino volaron en busca de refugio.
La Reina recordó las palabras del espejo -«ella cumple con su cometido por el bien del reino»- y sus labios se retorcieron en una sonrisa.
– Debes volver una vez más -le ordenó a la criada-, y esta vez le dirás a la dama que si se niega a entregar el Huevo de Oro, será responsable por la eterna infelicidad de la Princesa, la cual cubrirá al reino con un manto eterno de pena invernal.
Entonces la criada volvió hacia el este por tercera vez, viajando durante tres días y tres noches hasta que se encontró una vez más a la puerta de la cabaña oculta. Golpeó la puerta y fue recibida con alegría por la dama, quien la hizo pasar y le ofreció un cuenco con caldo. La dama estaba sentada mientras la criada se alimentaba, hasta que por fin dijo:
– Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si pregunto si hay algún motivo para tu visita.
– He sido enviada una vez más por la Reina de la comarca -dijo la criada-. Dice que busca tu ayuda para sanar a su hija enferma. Tu obligación es servir a tu reino; si no entregas el huevo, la Reina dice que tú serás responsable por la eterna tristeza de la Princesa, y que el reino caerá en un eterno invierno de tristeza.
La dama de la cabaña se sentó rígida y silenciosa durante un largo momento. Después asintió con lentitud.
– Para evitarle dolor a la Princesa y al reino, entregaré el Huevo de Oro.
La criada tembló mientras en los oscuros bosques se hizo el silencio y un viento enfermizo se coló por debajo de la puerta para agitar el fuego en el hogar.
– Pero no hay nada más importante que proteger tu derecho de nacimiento -dijo-. Es tu deber para con el reino.
La dama sonrió.
– ¿Pero qué utilidad tiene semejante deber si mis acciones hunden al reino en un invierno eterno? Un invierno eterno congelará la tierra: no habrá pájaros, ni animales, ni cosechas. Es por mi obligación que ahora entrego el Huevo de Oro.
La criada miró con tristeza a la dama.
– Pero no hay nada más importante que proteger tu derecho de nacimiento. El huevo es una parte de ti, es tuyo para que lo protejas.
Pero la dama ya había tomado una gran llave de oro de su cuello y la estaba colocando en la cerradura de la puerta especial. Al hacerla girar, se escuchó un crujido desde lo hondo del suelo de la cabaña, un acomodarse de las piedras del hogar, un suspiro de las vigas del techo. La luz se amortiguó en la cabaña, al aparecer un brillo desde el interior del cuarto secreto. La dama desapareció para volver una vez más, sosteniendo en sus manos un objeto cubierto, tan precioso que el aire a su alrededor parecía vibrar.
La dama caminó con la criada fuera de la cabaña y, cuando las dos llegaron al límite del claro, le entregó su derecho de nacimiento. Cuando se volvió hacia la cabaña, vio que estaba oscura. La luz había desaparecido, incapaz de penetrar los espesos bosques circundantes. Dentro, los cuartos se enfriaron; faltaba el calor del Huevo de Oro.
Con el tiempo, los animales dejaron de acercarse y los pájaros se alejaron al vuelo, y la dama descubrió que ya no tenía razón de ser. Se olvidó de usar la rueca, su voz se volvió un susurro y, por fin, sintió que sus miembros se volvían rígidos y pesados, inmóviles. Hasta que un día descubrió que una capa de tierra había cubierto la cabaña y a ella misma. Dejó que se cerraran sus ojos y se sintió caer a través del frío y del silencio.
Algunas estaciones más tarde, la Princesa del reino estaba cabalgando con su criada por los límites de los bosques oscuros. Aunque una vez había estado muy enferma, la Princesa se había recuperado milagrosamente y ahora estaba casada con un hermoso príncipe. Vivía una vida plena y feliz: caminaba y bailaba y cantaba, y disfrutaba de todos los beneficios de la buena salud. Tenían un hermoso bebé que se alimentaba de miel pura y bebía el rocío de los pétalos de rosa y tenía hermosas mariposas como compañeras de juego.
Mientras la Princesa y su criada cabalgaban cerca de los bosques oscuros, ese día la Princesa sintió un extraño impulso de entrar en los bosques. Ignoró las quejas de la criada y condujo a su caballo más allá del límite, entrando en el bosque frío y oscuro. Todo era silencioso en el bosque, ni pájaro ni animal ni brisa agitaban el aire frío e inmóvil. Los cascos de los caballos eran el único sonido.
Llegaron a un claro en donde una pequeña cabaña había sido devorada por la vegetación.
– Ah, qué hermosa casita -dijo la Princesa-. Me pregunto quién vive allí.
La criada apartó el rostro, temblando bajo el extraño frío que flotaba en el claro.
– Nadie, mi Princesa. Ya no vive nadie. El reino prospera, pero no hay vida en los bosques oscuros.
45
Cabaña del Acantilado, Cornualles
Eliza sabía que extrañaría la línea de la costa, ese mar, cuando se marchara. Aunque llegara a conocer otro, sería distinto.
Otros pájaros y otras plantas, olas susurrando sus historias en idiomas desconocidos. Pero ya era hora. Había esperado el tiempo suficiente para nada. Lo hecho, hecho estaba y no importaba lo que ahora pensara, el remordimiento que la había atrapado en la oscuridad, que la había desvelado mientras daba vueltas y vueltas y maldecía su participación en el engaño; tenía escasa salida salvo seguir adelante.
Eliza bajó por última vez los estrechos escalones de piedra hasta el muelle. Un pescador estaba todavía preparándose para el día de trabajo, apilando canastas de mimbre y rollos de sedal en su bote. Al acercarse, los delgados y musculosos miembros y las bronceadas facciones se aclararon, y Eliza se dio cuenta de que era William, el hermano de Mary. El más joven de una familia de pescadores de Cornualles, se destacaba entre el grupo de valientes y atrevidos pescadores de modo que los relatos de sus aventuras se expandían como la hierba junto a la orilla.
Él y Eliza habían sido una vez amigos, él la había mantenido en vilo con sus locas historias de la vida en alta mar, pero una fría distancia había crecido entre ambos desde hacía unos años. Desde que Will había sido testigo de lo que no debía, había desafiado a Eliza pidiéndole que explicara lo inexplicable. Había pasado un largo tiempo desde que hablaron por última vez y Eliza extrañaba su compañía. El saber que pronto dejaría Tregenna le infundió determinación para hacer a un lado su pasado, y con una sostenida espiración se acercó.
– Sales tarde esta mañana, Will.
Él alzó la vista y enderezó su gorra. Sus mejillas deterioradas por el clima se enrojecieron, y respondió envarado.
– Y usted temprano.
– Hoy quiero empezar pronto. -Eliza estaba ahora junto al bote. El agua lamía gentilmente su casco y el aire estaba cargado de olor a salmuera-. ¿Alguna novedad de Mary?
– No desde la semana pasada. Sigue feliz en Polperro, como esposa del carnicero.
Eliza sonrió. Era un genuino placer saber que Mary estaba bien. Después de todo lo que había pasado, no merecía nada menos.
– Ésas son buenas noticias, Will. Pienso escribirle una carta hoy por la tarde.
Will frunció un poco el ceño. Bajó la mirada a sus botas y pateó el muro de piedra del muelle.
– ¿Qué sucede? -dijo Eliza-. ¿He dicho algo malo?
William espantó a un par de gaviotas hambrientas, que pretendían robarle su carnada.
– ¿Will?
Él la miró de costado.