– Nada malo, señorita Eliza, sólo… debo decir que, si bien estoy contento de verla, también estoy un poco sorprendido.
– ¿Por qué?
– Todos lamentamos escuchar la noticia. -Alzó el mentón y se rascó la barba que enmarcaba su aguda mandíbula-. Sobre el señor y la señora Walker, sobre su partida…
– A Nueva York, sí. Se van el mes que viene. -Nathaniel había sido quien informó a Eliza. Había ido a verla una vez más a la cabaña. Otra vez con Ivory. Era una tarde de lluvia y por eso la niña tuvo que esperar dentro. Había ido arriba, al cuarto de Eliza, lo mismo daba. Cuando Nathaniel le habló a Eliza de sus planes, suyos y de Rose, de comenzar de nuevo al otro lado del Atlántico, ella se enfureció. Se sintió abandonada, utilizada. Incluso más que antes. Ante la idea de Rose y Nathaniel en Nueva York, la cabaña le pareció, de pronto, el lugar más desolado en el mundo; la vida de Eliza, la más desolada que pudiera vivir una persona.
A poco de la partida de Nathaniel, Eliza recordó el consejo de mamá sobre que debía rescatarse a sí misma, y entonces decidió que había llegado el momento de poner sus propios planes en marcha. Había sacado un pasaje en un barco que la llevaría a su propia aventura, lejos de Blackhurst y de la vida que había llevado en la cabaña. También había escrito a la señora Swindell, diciéndole que iba a visitar Londres el mes entrante y se preguntaba si podía visitarla. No había mencionado el broche de mamá -Dios mediante, seguiría escondido a salvo en el tarro de arcilla dentro de la inutilizada chimenea-, pero ella quería recuperarlo.
Y con el legado de Madre podría comenzar una nueva vida, una vida propia.
William se aclaró la garganta.
– ¿Qué sucede, Will? Pareciera que hubieras visto un fantasma.
– Nada de eso, señorita Eliza. Es que… -Sus ojos azules la miraron. El sol estaba muy alto y tuvo que parpadear-. ¿Es posible que usted no lo sepa?
– ¿Que no sepa qué? -Se encogió levemente de hombros.
– Lo del señor y la señora Walker… el tren a Carlisle.
Eliza asintió.
– Han estado en Carlisle estos últimos días. Vuelven mañana.
Los labios de William formaron una línea sombría.
– Y volverán mañana, señorita Eliza, sólo que no como usted cree. -Suspiró y sacudió la cabeza-. Se ha corrido la voz por todo el pueblo, en los periódicos. Pensar que nadie se lo ha dicho… Hubiera ido yo mismo si sólo… -Le tomó las manos, un gesto inesperado que hizo que su corazón se agitara como sólo un gesto de intimidad lograba hacerlo-. Hubo un accidente, señorita Eliza. Un tren chocó con otro. Algunos de los pasajeros… el señor y la señora Walker… -Suspiró, la miró a los ojos-. Me temo que ambos murieron, señorita Eliza. En un lugar llamado Ais Gill.
Continuó, pero Eliza no lo escuchaba. Dentro de su cabeza una brillante luz roja lo cubría todo, de modo que todas las sensaciones, todos los ruidos, todos los pensamientos, quedaron bloqueados. Cerró los ojos y se desplomó, ciega, a un profundo pozo sin fondo.
Era todo lo que Adeline podía hacer para continuar respirando. Una pena tan espesa que le ennegrecía los pulmones. Las noticias le habían llegado por teléfono el martes por la noche. Linus estaba encerrado en su cuarto oscuro, por lo que Daisy fue enviada para que lady Mountrachet atendiera la llamada. Un policía, al otro lado de la línea, la voz crujiendo, cruzando los kilómetros que separaban Cornualles de Cumberland, le asestó el golpe devastador.
Adeline se había desmayado. Al menos, eso supuso ella que había sucedido, porque lo siguiente de lo que se acordaba era de despertar en su cama, con un peso asfixiante en su pecho. Un segundo de confusión y luego recordó; el horror volvió a nacer.
Era bueno que hubiera un funeral que organizar, procedimientos a seguir, o de lo contrario Adeline no habría salido a la superficie. Porque no importaba que le hubieran vaciado el corazón, dejándole una cascara seca y sin valor, había ciertas cosas que se esperaban de ella. Como madre doliente no podía verse esquivando sus responsabilidades. Se lo debía a Rose, su joya más querida.
– Daisy -dijo con voz quebrada-, tráeme papel para escribir. Necesito preparar una lista.
Mientras Daisy se apresuraba por el cuarto en penumbra, Adeline comenzó a hacer la lista mentalmente. Los Churchill debían ser invitados, claro está, lord y lady Huxley, los Astor, los Heuser… Los parientes de Nathaniel serían informados más adelante. Dios sabía que Adeline no tenía las fuerzas para incorporar a esa gente al funeral de Rose.
Tampoco permitiría que la niña asistiera: una ocasión tan solemne no era lugar para alguien de su naturaleza. Ojalá hubiera estado en el tren con sus padres, que un principio de resfriado no la hubiera mantenido en cama. Porque ¿qué iba a hacer Adeline con la niña? Lo último que necesitaba era un recordatorio constante de la ausencia de Rose.
Miró por la ventana en dirección a la ensenada. La línea de árboles, el mar más allá. Extendiéndose para siempre y para siempre y para siempre.
Adeline se obligó a no mirar hacia la izquierda. La cabaña estaba oculta a la vista, pero saber que ella estaba allí era suficiente. Sentía su horrible atracción, y eso le helaba la sangre.
Una cosa era segura. Eliza no sería informada, no hasta después del funeral. Era imposible que Adeline pudiera soportar ver a esa muchacha viva y sana cuando Rose no lo estaba.
Tres días más tarde, mientras Adeline, Linus y los sirvientes se congregaban en el cementerio en un extremo de la propiedad, Eliza dio un último paseo en torno a la cabaña. Ya había enviado un baúl por adelantado al puerto, por lo que poco tenía que cargar. Sólo un pequeño bolso de viaje con su cuaderno y algunos efectos personales. El tren partía de Tregenna a mediodía y Davies, quien tenía que recoger un envío de plantas nuevas del tren de Londres, se había ofrecido a llevarla a la estación. Él era el único a quien le había dicho que se marchaba.
Eliza miró su pequeño reloj de bolsillo. Quedaba tiempo para una última visita al jardín oculto. Había dejado el jardín para el final, limitando adrede el tiempo que tendría disponible para pasarlo allí, por miedo de que si se permitía más sería incapaz de apartarse de allí.
Pero debía hacerlo. Debía hacerlo.
Eliza recorrió el sendero y se acercó a la entrada. En donde una vez estuvo la puerta sur, ahora sólo había una herida abierta, un agujero en el suelo y una enorme pila de piedras esperando ser utilizadas.
Había sucedido durante la semana. Eliza había estado desbrozando cuando fue sorprendida por un par de fornidos obreros que se acercaron por el frente de la cabaña. Su primer pensamiento fue que estaban perdidos, luego se dio cuenta de lo absurdo de semejante idea. La gente no llegaba accidentalmente a la cabaña.
– Lady Mountrachet nos envía -dijo el más alto de los hombres.
Eliza estaba de pie, secándose las manos en las faldas. No dijo nada, mientras esperaba a que continuara.
– Dice que esta puerta debe ser retirada.
– No hay motivo -dijo Eliza-. Es extraño, porque a mí no me ha dicho nada.
El hombre más menudo rió, el más alto la miró sumiso.
– ¿Y por qué hay que quitar la puerta? -preguntó Eliza-. ¿La van a reemplazar con otra?
– Vamos a tapiar el hueco -señaló el hombre más alto-. Lady Mountrachet dice que ya no es necesario el acceso desde la cabaña. Vamos a cavar un agujero y poner nuevos cimientos.
Por supuesto. Eliza debería haber imaginado que su periplo por el laberinto, quince días atrás, tendría repercusiones. Cuando todo fue pactado y decidido cuatro años antes, las reglas habían sido muy claras al respecto. Mary había recibido dinero para comenzar de nuevo en Polperro y a Eliza se le prohibió cruzar más allá de la puerta del jardín hacia el laberinto. Pero al final había sido incapaz de resistirse.