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La red de información del condado era impresionante.

– Es verdad.

– Espero que hayas pasado un buen rato.

– Así fue, gracias. Espero que no hayas esperado demasiado.

– Para nada. Tengo algo para ti. Supongo que podría haberlo dejado sobre tu escritorio, pero pensé que sería necesaria una pequeña explicación.

Cassandra alzó las cejas mientras Robyn continuaba.

– Fui a visitar a mi padre durante el fin de semana, en el geriátrico. Le gusta escuchar todas las noticias sobre el pueblo; una vez fue cartero, ¿sabes? Y resulta que le mencioné que estabas aquí, restaurando la cabaña que tu abuela te legó, en la cima del acantilado. Él me miró del modo más peculiar. Puede que sea viejo, pero es agudo como un alfiler, al igual que su padre antes que él. Me tomó del brazo y me dijo que había una carta que debía entregarte.

– ¿A mí?

– En verdad a tu abuela, pero viendo que ella ya no está con nosotros, a ti.

– ¿Qué tipo de carta?

– Cuando tu abuela se fue de Tregenna, fue a ver a mi padre. Le dijo que regresaría para ocupar la Cabaña del Acantilado, y le pidió que le guardara la correspondencia. Él dijo que había sido muy clara al respecto, así que, cuando le llegó una carta, hizo como le pidió y la guardó en el correo. Cada tantos meses, la llevaba colina arriba, pero la cabaña estaba siempre desierta. Crecieron los setos, se asentó el polvo, y el lugar fue pareciendo cada vez menos habitado. Al final, dejó de ir. Sus rodillas comenzaron a causarle problemas y asumió que tu abuela iría a verlo cuando regresara. En general, la habría enviado de vuelta al remitente, pero tu abuela había sido muy precisa, así que guardó la carta todo este tiempo.

Me dijo que tenía que ir al sótano donde están guardadas todas las cosas y que sacara la caja de cartas perdidas. Que entre ellas encontraría una dirigida a Nell Andrews, Posada Tregenna, recibida en noviembre de 1975. Y tenía razón. Ahí estaba.

Buscó en su cartera, sacó un pequeño sobre gris y se lo dio a Cassandra. El papel era barato, casi tan delgado que era transparente. Estaba escrito con una caligrafía antigua, bastante enrevesada, dirigida a un hotel en Londres y luego redirigida a la Posada Tregenna. Cassandra miró el remitente.

Allí, con la misma letra, estaba escrito: «Remitente: Señorita Harriet Swindell, 37 Battersea Church, Londres, SW11».

Cassandra recordaba la anotación en el cuaderno de Nell. Harriet Swindell era la mujer a la que había visitado en Londres, la anciana que había nacido y crecido en la misma casa que Eliza. ¿Por qué le había escrito a Nell?

Con dedos temblorosos, Cassandra abrió el sobre. El delgado papel se rasgó delicadamente. Desdobló la carta y comenzó a leer.

3 de noviembre de 1975

Querida señora Andrews,

Bueno, no me importa decirle que desde que me visitó, preguntándome por la dama de los cuentos de hadas, no he pensado en otra cosa. Ya verá cómo le sucederá a usted lo mismo cuando llegue a mis años: el pasado se convierte en una especie de viejo amigo. Del tipo que llega sin avisar y se niega a marcharse. ¿Sabe?, me acuerdo de ella, la recuerdo bien, sólo que usted me cogió por sorpresa con su visita, apareciendo a la puerta de casa justo a la hora del té. No estaba segura de si me sentía con ganas de hablar de los viejos tiempos con una desconocida. Mi sobrina Nancy me dice que debo hacerlo, que todo pasó hace tanto tiempo que casi ya no importa, así que he decidido escribirle, tal como me pidió. Porque Eliza Makepeace regresó para visitar a mi madre. Sólo una vez, cierto, pero la recuerdo bien. Entonces yo tenía dieciséis años, y así es como sé que tiene que haber sido por 1913.

Recuerdo que pensé que había algo extraño en ella desde el principio. Puede que tuviera las ropas caras de una dama, pero había algo en ella que no terminaba de encajar. Mejor dicho, había algo en ella que encajaba con nosotros en el 35 de Battersea Church. Algo que la diferenciaba de las otras damas que podían verse por la calle en aquel entonces. Ella entró en el negocio, un tanto agitada, me pareció, como si estuviera apurada y no quisiera ser vista. Medio sospechosa. Saludó con un gesto de cabeza a mi madre, como si ambas se conocieran, y Madre, por su lado, le sonrió, una imagen que no vi muchas veces. Quienquiera que fuera esa dama, pensé para mí, madre debe saber que puede ganarse una libra con su trato.

Su voz, cuando habló, era clara y musical. Esa fue la primera señal que tuve de que tal vez la hubiera conocido de antes. Era de alguna manera familiar. Era una voz de esas que los niños desean escuchar, que habla de hadas y genios y no deja duda de que es todo verdadero.

Le agradeció a Madre que la recibiera y dijo que se marchaba de Inglaterra y que no regresaría por algunos años. Recuerdo que tenía muchos deseos de subir a ver el cuarto en el que había vivido, una horrible habitación en lo más alto de la casa. Era gélida, con una chimenea que no funcionaba, y oscura, sin una ventana. Pero dijo que era por los viejos tiempos.

Sucedió que en esa época Madre no tenía inquilino -una desagradable disputa sobre alquileres pendientes-, así que no puso pegas a que la dama la viera. Le dijo que subiera y se tomara su tiempo, incluso puso la tetera al fuego. Tan inusual en ella como pudiera imaginarse.

Madre la miró mientras subía las escaleras, luego me llamó deprisa. Sube tras ella, dijo, y asegúrate de que no baje demasiado pronto. Estaba habituada a las órdenes de Madre, y a sus castigos si desobedecía, así que hice lo que me pidió y seguí a la dama escaleras arriba.

Para cuando llegué al descanso, había cerrado la puerta del cuarto a su paso. Podía haberme sentado en donde estaba y asegurarme de que no decidiera bajar demasiado pronto, pero era curiosa. No podía, ni aunque me fuera la vida, imaginar por qué había cerrado la puerta. Como dije, no había ventanas en ese cuarto, y la puerta era la única manera de que entrara luz.

Había un agujero en la base de la puerta, carcomida por las ratas, así que me acosté en el suelo lo más pegada que pude, y la observé. Observé mientras permanecía de pie en medio del cuarto, girando para verlo todo, y observé cuando se dirigió hacia la vieja y rota chimenea. Se sentó en el borde, y con un brazo revisó su interior, y luego se sentó lo que pareció una eternidad. Por fin, retiró el brazo, y en sus manos tenía un tarro de arcilla. Debí de hacer un ruido en ese momento -estaba sorprendida-porque ella alzó la vista, con los ojos abiertos, enormes. Contuve la respiración y tras un momento ella volvió a concentrarse en el tarro, lo sostuvo contra su oreja y lo sacudió levemente. Pude ver por su expresión que se sentía feliz con lo que escuchaba. Después se lo guardó en un bolsillo especial que tenía cosido a su vestido y comenzó a avanzar hacia la puerta.

Me apresuré a bajar y le dije a Madre que ella venía. Me sorprendió ver que Tom, mi hermano menor, estaba de pie junto a la puerta, respirando agitado, como si hubiera corrido una gran distancia, pero no tuve tiempo de preguntarle adonde había ido. Madre estaba observando las escaleras, por lo que hice lo mismo. La dama descendió, le agradeció que la hubiera dejado mirar y le dijo que no podía quedarse a tomar el té, porque tenía poco tiempo.

Entonces, al llegar abajo, vi que había un hombre de pie en las sombras, a un lado de la escalera. Un hombre con graciosos anteojos, de los que no tienen patillas, sólo un pequeño puente que pellizca la nariz. Estaba sosteniendo una esponja en la mano, y cuando ella llegó al pie de la escalera la apretó contra su nariz y ella cayó al instante, en sus brazos. Debí de gritar entonces, porque recibí una bofetada de Madre.