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– No quiero que termine -confesó, por fin, en voz baja-. Es tonto, lo sé, pero siento…

Hizo una pausa mientras Eliza llevaba un dedo a sus labios y lo silenciaba.

Su propio corazón golpeaba bajo su vestido mientras rezaba para que él no continuara. No podía consentir que terminara la frase -a pesar de que una parte desleal de ella ansiaba oírla-, porque las palabras tienen poder. Eliza lo sabía mejor que nadie. Ya se habían permitido sentir demasiado, y no había lugar en su acuerdo para los sentimientos.

Eliza sacudió suavemente la cabeza y por fin él asintió. Se negó a mirarla por un tiempo, sin decir nada. Y mientras se concentraba, dibujando en silencio, Eliza suprimió el ardiente deseo de decirle que había cambiado de opinión.

Cuando él se marchó esa noche y Eliza regresó al interior, las paredes de la cabaña le parecieron inusualmente silenciosas y sin vida. Encontró un trozo de papel en donde Nathaniel había estado sentado, lo volvió y vio su rostro. Un dibujo. Y por una vez no le importó que la capturaran en el papel.

* * *

Eliza sabía que habían tenido éxito incluso antes de que pasara el primer mes. Una inexplicable sensación de tener compañía, incluso cuando se sabía sola. Después su periodo se retiró y lo supo a ciencia cierta. Mary, que había perdido su bebé, había sido recibida nuevamente en Blackhurst de modo temporal, encargada de actuar de lazo entre la casa y la cabaña. Cuando Eliza le dijo que sí, que creía que una pequeña vida crecía dentro suyo, Mary suspiró, sacudió la cabeza y luego llevó el mensaje a tía Adeline.

Un muro fue construido en torno a la cabaña de modo que cuando el vientre de Eliza comenzara a hincharse nadie pudiera verlo. Las mentiras más sencillas son las más fuertes y ésta funcionó a la perfección. El deseo de Eliza por viajar era conocido. No era exagerado que la gente creyera que se había ido sin decir palabra, y que volvería cuando lo considerara oportuno. Mary era enviada por la noche con provisiones, y el doctor Matthews, el médico de la tía Adeline, la examinaba cada dos semanas, bajo el negro velo de la noche, para asegurarse del progreso del embarazo.

Durante los meses de encierro, Eliza vio apoca gente, y sin embargo nunca se sintió sola. Le cantaba a su vientre hinchado, le susurraba historias, tenía sueños extraños y vibrantes. La cabaña parecía abrazarla, como un viejo y cálido abrigo.

Y el jardín, un lugar en donde su corazón siempre había vibrado, era ahora más hermoso que nunca. Las flores olían más dulces, se veían más brillantes, crecían más rápido. Un día, cuando estaba sentada bajo el manzano, y el tibio aire se movía pesadamente a su alrededor, cayó en un profundo sueño. Mientras dormitaba, le llegó una historia, tan vivida como si un desconocido que pasara se hubiera arrodillado junto a su oído y le susurrara el relato. Un cuento sobre una joven mujer que se sobreponía a sus miedos y viajaba una gran distancia a fin de descubrir la verdad para una anciana querida.

Eliza se despertó de repente, con la certeza de que el sueño era importante, que debía ser convertido en un cuento de hadas. A diferencia de otros sueños que le sirvieron de inspiración, éste requirió escasa manipulación. La criatura, el bebé en sus entrañas, era también parte principal de la historia. Eliza no podía explicar cómo es que lo sabía, pero tenía la más extraña certidumbre de que la criatura estaba vinculada de algún modo al relato, que la había ayudado a recibir la historia de modo tan vivido, tan completo.

Eliza escribió el cuento esa tarde, lo tituló «Los ojos de la vieja» y durante las siguientes semanas se encontró preguntándose con frecuencia sobre la triste mujer cuya verdad le había sido arrebatada. Aunque no había visto a Nathaniel desde la noche de su último encuentro, Eliza sabía que él seguía trabajando en las ilustraciones para su libro, y ansiaba ver las que su nuevo cuento había inspirado. Una noche oscura, cuando Mary le llevó las provisiones, Eliza preguntó por él, manteniendo el tono neutro, incluso al preguntar si tal vez Mary podía transmitirle su deseo de que la visitara en alguna próxima oportunidad. Mary sólo sacudió la cabeza.

– La señora Walker no lo permitirá -dijo, bajando la voz, aunque estaban a solas en la cabaña-. La escuché llorar con la señora sobre el asunto, y la señora estaba diciendo que no era correcto que él atravesara el laberinto para venir a verla. Ya no más, no después de lo sucedido. -Miró el vientre hinchado de Eliza-. Dijo que las cosas podrían volverse confusas.

– Pero eso es ridículo -protestó Eliza-. Lo que he hecho fue por Rose. Tanto Nathaniel como yo la queremos, hicimos lo que ella nos pidió para darle lo que ansia más que nada.

Mary, quien había dejado claro su opinión sobre lo que Eliza había hecho, y lo que intentaba hacer una vez que naciera la criatura, guardó silencio.

Eliza suspiró, frustrada.

– Sólo deseo hablar con él sobre las ilustraciones para los cuentos de hadas.

– Ésa es otra cosa que no hace feliz a la señora Walker -informó Mary-. A ella no le gusta que dibuje para sus cuentos.

– ¿Por qué habría de molestarla?

– Celos, es lo que tiene, está verde de envidia como los dedos de Davies. No puede soportar que dedique su tiempo y energía a pensar en sus historias.

Eliza dejó de esperar a Nathaniel después de eso; le envió una versión manuscrita de «Los ojos de la vieja» por medio de Mary, quien aceptó -contra su voluntad, según dijo- entregarla. Un mensajero le envió un obsequio unos días más tarde, una estatua para su jardín, un pequeño niño con rostro de ángel. Eliza supo, sin siquiera leer la tarjeta que lo acompañaba, que Nathaniel lo había enviado pensando en Sammy. En la carta también se había disculpado por no visitarla, se interesaba por su salud, y luego, rápidamente, pasaba a decirle cuánto le había gustado la nueva historia, cómo su magia se había apoderado de sus pensamientos, que las ideas para las ilustraciones lo desbordaban, por lo que apenas podía pensar en otra cosa.

Rose la visitaba una vez al mes, pero Eliza aprendió a recibir esas visitas con cautela. Las cosas siempre comenzaban bien, Rose sonreía abiertamente cuando veía a Eliza, preguntaba por su salud, y aprovechaba la primera oportunidad para sentir al bebé moviéndose dentro de su vientre. Pero en algún momento de la visita, sin aviso ni provocación, Rose se retraía inexplicablemente, entrelazaba sus manos, y se negaba a volver a tocar el vientre de Eliza, incluso a mirarla a los ojos. Sus dedos jugueteaban, en cambio, con su propio vestido, relleno como para sugerir un embarazo.

Después del sexto mes, Rose dejó de visitarla por completo. Eliza esperó en vano el día previsto, confundida, preguntándose si se había, de algún modo, equivocado en la fecha. Pero estaba escrita en su diario.

Su primer temor fue que Rose hubiera enfermado, porque seguramente nada le impediría, si no, visitarla. Cuando Mary llegó la vez siguiente con el cesto de provisiones, Eliza le preguntó ansiosa.

Mary dejó el cesto y puso la tetera a calentar. No respondió durante un tiempo.

– ¿Mary? -preguntó Eliza arqueando la espalda para acomodar al bebé que estaba haciendo presión sobre un costado-. No debes tratar de protegerme. Si Rose no está bien…

– No es nada de eso, señorita Eliza -contestó Mary apartándose del fogón-. Sólo que a la señora Walker le resulta muy angustioso visitarla.

– ¿Angustioso?

Mary no miró a Eliza a los ojos.

– La hace sentir su fracaso, incluso más que antes. Ella, incapaz de concebir, y usted madura como un melocotón. Después de las visitas vuelve a casa y permanece afectada durante días. No recibe al señor Walker, se pelea con la señora, no toma su comida.