– Entonces espero que el bebé nazca pronto. Cuando entregue a la criatura, cuando Rose sea una madre, entonces se olvidará de tales sentimientos.
Y de ese modo, estaba de regreso a aguas conocidas: Mary negando con la cabeza y Eliza defendiendo su decisión.
– No es lo correcto, señorita Eliza. Una madre no puede deshacerse de su hijo.
– No es mi hijo, Mary. Le pertenece a Rose.
– Puede que no piense lo mismo cuando llegue el momento.
– No lo haré.
– No lo sabe…
– No cambiaré de parecer, porque no puedo. He dado mi palabra. Si fuera a cambiar de idea, Rose no podría soportarlo.
Mary enarcó las cejas.
Eliza se obligó a hablar con voz decidida.
– Entregaré a la criatura, y Rose volverá a ser feliz. Todos seremos felices juntos, como solía ser tiempo atrás. ¿No lo ves, Mary? Esa criatura lleva consigo el regreso de Rose hacia mí.
Mary sonrió con tristeza.
– Tal vez tenga razón, señorita Eliza -dijo, aunque no sonaba muy convencida.
Entonces, después de meses en los que el tiempo pareció detenerse, llegó el final. Dos semanas antes de lo anticipado. Dolor, dolor cegador, el cuerpo como una pieza de maquinaria despertando a la vida para hacer aquello para lo que había sido creado. Mary, quien había reconocido los síntomas del inminente nacimiento, se aseguró de estar allí para ayudarla. Su madre había hecho de partera toda la vida y sabía lo que había que hacer.
El parto transcurrió sin problemas, la criatura era la más hermosa que Eliza hubiera visto jamás, una niñita con pequeñas orejas delicadamente pegadas a la cabeza y delgados dedos pálidos que se agitaban sorprendidos cada tanto, cuando sentían el aire pasar entre ellos.
Aunque Mary había recibido órdenes de avisar a Blackhurst de inmediato ante cualquier señal del parto, permaneció en silencio en los días siguientes. Habló sólo con Eliza, urgiéndole a reconsiderar su parte en el horrible acuerdo. Porque no era lo correcto, le susurraba Mary una y otra vez, que a una mujer se le pidiera que abandonara a su propia hija.
Durante tres días y sus noches, Eliza y la criatura estuvieron a solas. Qué extraño era encontrarse con esa personita que había vivido y crecido dentro de su cuerpo. Acariciar las manitas y piececillos que había intentado agarrar cuando empujaban desde dentro de su vientre. El mirar los diminutos labios, fruncidos como si fueran a hablar. Una expresión de infinita sabiduría, como si en esos primeros días de vida la pequeña persona retuviera el conocimiento de una vida que acabara de concluir.
Entonces, a mitad de la tercera noche, Mary llegó a la cabaña, permaneció de pie junto a la entrada e hizo el temido anuncio. Habían arreglado una visita del doctor Matthews para la noche siguiente. Mary bajó la voz y tomó las manos de Eliza: si había alguna parte en ella que quisiera quedarse con la criatura, debía partir ya mismo. Debía tomar a la criatura y huir.
Pero aunque la invitación a escapar se anudó en torno al corazón de Eliza, tironeándola y llamándola a la acción, lo desanudó con presteza. Ignoró el agudo dolor en el pecho, y le aseguró a Mary, como había hecho antes, que sabía lo que hacía. Miró a la niña por última vez, miró y remiró la pequeña carita perfecta, intentó comprender que ella la había hecho, que ella había hecho eso, maravilloso, hasta que finalmente el latido en su cabeza, en su corazón, en su alma, fue intolerable. Y entonces, de alguna manera, como si se mirara desde lejos, hizo lo que había prometido: entregó a la pequeña niña y permitió que se la llevaran. Cerró la puerta detrás de Mary, y se quedó, sola, en la cabaña silenciosa y sin vida. Y cuando el alba invernal llegó al jardín, y los muros de la cabaña volvieron a retirarse, Eliza se dio cuenta de que nunca antes había conocido el negro dolor de la soledad.
Aunque despreciaba a Mansell, hombre de confianza de Linus, y había maldecido su nombre cuando llevó a Eliza hasta ellos, Adeline no podía negar que el hombre sabía cómo encontrar a la gente. Cuatro días habían pasado desde que fuera enviado a Londres, y esa tarde, mientras intentaba bordar en una de las habitaciones, Adeline había recibido una llamada.
Mansell, al otro lado de la línea, fue caritativamente discreto. Uno nunca sabe quién puede estar escuchando en otra extensión. «Le telefoneo, lady Mountrachet, para hacerle saber que algunas de las mercaderías que ha requerido ya han llegado».
Adeline sintió que el aire se le atoraba en la garganta. ¿Tan pronto? Anticipación, esperanza, nervios, todo hizo que le escocieran las puntas de los dedos.
– ¿Podría decirme si es el encargo más grande o el más pequeño el que ha recibido?
– El más grande.
Adeline entrecerró los párpados. Amortiguó en su voz el alivio y el placer.
– ¿Y cuándo realizará la entrega?
– Partimos de Londres de inmediato. Llegaré a Blackhurst mañana por la noche.
Entonces Adeline esperó. Seguía esperando. Yendo de un lado a otro por la alfombra turca, alisando sus faldas, reprendiendo a los criados, mientras, todo el tiempo, planeaba cómo deshacerse de Eliza.
Eliza había accedido a no acercarse nunca a la casa y así había hecho. Pero observaba. Y se dio cuenta de que incluso cuando había ahorrado lo suficiente para comprar un pasaje en barco, y viajar a tierras lejanas, algo la retenía. Era como si, con el nacimiento de la criatura, el ancla que Eliza había buscado toda su vida se hubiera enterrado en las tierras de Blackhurst.
La atracción de la niña era magnética, y por ello se quedó. Pero cumplió su promesa para con Rose y se mantuvo alejada de la casa. Encontró otros lugares para esconderse y desde los cuales observar.
Así como lo había hecho de pequeña, acostada sobre la repisa del altillo que ocupaba en casa de la señora Swindell. Mirando el mundo girar a su alrededor mientras permanecía inmóvil, lejos de la acción.
Porque con la pérdida de la criatura, Eliza descubrió que había caído en el centro de su antigua vida, su antiguo ser. Había hecho a un lado su derecho de nacimiento, y abandonado, en el proceso, su propósito vital. Escribía raramente, sólo un cuento de hadas que juzgó digno de incluir en la colección. Una historia sobre una mujer joven que vivía sola en un bosque oscuro, que tomaba la decisión equivocada por buenos motivos y se destruía a sí misma en el ínterin.
Los pálidos meses se volvieron largos años, y luego, una mañana de verano de 1913, el libro de cuentos de hadas le fue enviado por el editor. Eliza lo llevó consigo a la cabaña de inmediato, arrancó el envoltorio para dejar al descubierto el tesoro encuadernado en cuero. Se sentó en la mecedora, abrió el libro y lo llevó a su rostro. Olía a tinta fresca y a goma de pegar, como un libro de verdad. Y allí, dentro, estaban sus historias, sus queridas creaciones. Volvió las gruesas y frescas páginas, cuento por cuento, hasta que llegó a «Los ojos de la vieja». Lo leyó por completo y al avanzar recordó el extraño, vivido sueño en el jardín, la sensación de que la niña en sus entrañas era importante para el relato.
Y Eliza supo en ese instante que la niña, su niña, debía poseer una copia de ese cuento, que ambas estaban de alguna manera conectadas. Por eso envolvió el libro en papel de embalar, esperó su oportunidad, y luego hizo lo que había prometido no hacer: cruzó la puerta al final del laberinto y se acercó a la casa.