– Oh, Dios mío.
Cassandra alzó la vista de su rosal. Christian estaba de cuclillas, apoyado contra el borde del pozo.
– ¿Qué? ¿Qué hay? -preguntó.
– He encontrado algo. -El tono de su voz era extraño, difícil de interpretar.
Una descarga eléctrica pareció recorrer la piel de Cassandra.
– ¿Algo horrible o algo excitante?
– Excitante, creo.
Cassandra se acercó y se agachó junto a él, mirando al pozo. Siguió la dirección hacia donde señalaba.
Allí en lo hondo, en el húmedo suelo, algo había surgido entre el fango. Algo pequeño, marrón y liso.
Christian recuperó el objeto, un tarro de arcilla, de los que se usaban para guardar mostaza y mermeladas. Lo limpió del barro que lo cubría en los laterales y se lo dio a Cassandra.
– Creo que tu jardín acaba de entregar su secreto.
El tarro de arcilla se sentía frío en su mano, pesado. El corazón de Cassandra latía acelerado.
– Debió de enterrarlo aquí -razonó Christian-. Después de que el hombre la secuestrara en Londres, debió de traerla de regreso a Blackhurst.
Pero ¿por qué Eliza habría enterrado el tarro de arcilla después de correr semejantes riesgos para recuperarlo? ¿Por qué se arriesgó a volver a perderlo? Y si había tenido tiempo para enterrar el tarro, ¿por qué no había tratado de contactar con el barco? ¿Ni de recuperar a la pequeña Ivory?
La solución irrumpió de golpe. Algo que había estado allí todo el tiempo se esclareció. Cassandra respiró hondo.
– ¿Qué?
– No creo que ella haya enterrado el tarro -susurró Cassandra.
– ¿Qué quieres decir? ¿Quién lo hizo?
– Nadie. Quiero decir, creo que el tarro fue enterrado con ella. -Y durante más de noventa años debió de yacer allí, esperando que alguien la encontrara. Esperando a que Cassandra la encontrara y descubriera su secreto.
Christian miró al agujero, los ojos enormemente abiertos. Asintió lentamente.
– Eso explicaría por qué no regresó por Ivory, por Nell.
– No podía. Estuvo aquí todo ese tiempo.
– Pero ¿quién la enterró? ¿El hombre que la secuestró? ¿Su tía o su tío?
Cassandra sacudió la cabeza.
– No lo sé. Una cosa es cierta, sin embargo. Quienquiera que fuera no quería que nadie lo supiera. No hay tumba, nada para marcar el lugar. Querían que Eliza desapareciera, que la verdad sobre su muerte permaneciera oculta a todos para siempre. Olvidada, al igual que su jardín.
50
Mansión Blakhurst, Cornualles, 1913
Adeline se apartó de la chimenea, respiró hondo de modo que se le encogió la cintura.
– ¿Qué quiere decir con que las cosas no salieron como estaba planeado?
Había caído la noche y los bosques contiguos convergían sobre la casa. Las sombras pendían de los rincones del cuarto, la luz de las velas jugueteaba con sus fríos bordes.
El señor Mansell enderezó sus anteojos.
– Hubo una caída. Se lanzó del carruaje. Los caballos perdieron el control.
– Un médico -sugirió Linus-. Debemos telefonear a un médico.
– Un médico no sería de ayuda alguna -dijo la voz firme de Mansell-. Ha muerto.
Adeline se quedó sin aire.
– ¿Qué?
– Muerta -repitió-. La mujer, su sobrina, está muerta.
Adeline cerró los ojos y se le aflojaron las rodillas. El mundo daba vueltas: ella se sentía liviana, sin dolor, libre. ¿Cómo era posible que semejante carga, semejante peso, pudiera desaparecer de pronto? ¿Que con un solo gesto hubiera podido deshacerse de su antigua y constante enemiga, del legado de Georgiana?
A Adeline no le importó. Sus plegarias habían tenido respuesta, el mundo había recuperado el rumbo. La muchacha estaba muerta. Desaparecida. Eso era lo único que importaba. Por primera vez desde la muerte de Rose podía respirar. Tibias ráfagas de placer recorrieron sus venas.
– ¿Dónde? -se escuchó decir-. ¿Dónde está?
– En el carruaje…
– ¿La trajo aquí?
– La niña… -La voz de Linus flotó desde el sillón en donde estaba refugiado. Su respiración era agitada y veloz-. ¿Dónde está la pequeña de rojos cabellos?
– La mujer dijo algunas palabras antes de caer. Estaba mareada y murmuraba en voz baja, pero habló de un barco, un transatlántico. Estaba agitada, preocupada por llegar a tiempo para su partida.
– Váyase y espere junto al carruaje -dijo Adeline con severidad-. Haré los arreglos, y luego le llamaré.
Mansell asintió rápido y partió, llevando consigo lo que el cuarto tenía de calidez.
– ¿Qué pasará con la niña? -se lamentó Linus.
Adeline le ignoró, su mente estaba ocupada en buscar soluciones. Naturalmente, ninguno de los criados debía enterarse. En lo que a ellos concernía, Eliza había partido de Blackhurst cuando se enteró de que Rose y Nathaniel se mudaban a Nueva York. Era una bendición que la muchacha hubiera hablado con frecuencia de su deseo de viajar.
– ¿Qué pasará con la niña? -volvió a preguntar Linus. Sus dedos temblaban junto a su cuello-. Mansell debe encontrarla, encontrar el barco. Tenemos que traerla de regreso, la pequeña debe ser hallada.
Adeline tragó un nudo de desagrado mientras miraba la desmoronada silueta de su esposo.
– ¿Por qué? -preguntó, fría-. ¿Por qué hay que encontrarla? ¿Qué es ella de nosotros? -Su voz era grave cuando se acercó a él-. ¿No lo ves? Somos libres.
– Ella es nuestra nieta.
– Pero no es de nosotros.
– Es mía.
Adeline ignoró el comentario. No había necesidad de comentar semejantes sentimientos. No, ahora que por fin estaban a salvo. Se volvió sobre sus talones y paseó sobre la alfombra.
– Le diremos a la gente que la niña fue hallada en la propiedad pero que sufrió de escarlatina. No será cuestionado, ya creen que está en cama, enferma. Advertiremos a los criados de que sólo yo la atenderé, que Rose así lo hubiera querido. Después de un tiempo, cuando toda apariencia de luchar contra la enfermedad haya tenido lugar, celebraremos un funeral.
Y mientras Ivory recibía el entierro correspondiente a una querida nieta, Adeline se aseguraría de que Eliza fuera eliminada rápidamente y sin dejar rastros. No sería enterrada en el cementerio familiar, eso seguro. El bendito suelo que rodeaba a Rose no sería contaminado. Debía ser enterrada donde nadie la encontrara nunca. En donde a nadie se le ocurriría buscar.
A la mañana siguiente, Adeline hizo que Davies la condujera a través del laberinto. Fantasmal y húmedo sitio. El olor a musgo que nunca veía la luz del sol se le pegaba por todos lados. Sus negras faldas de luto rozaban el suelo rastrillado, las hojas caídas se le pegaban como erizos al dobladillo. Parecía un gran pájaro negro, sus plumas en torno a sí para evitar el frío invierno de la muerte de Rose.
Cuando por fin llegaron al jardín oculto, Adeline hizo a Davies a un lado y avanzó por el estrecho sendero. Grupos de pajarillos salieron al vuelo a su paso, piando locamente mientras se dirigían a sus escondrijos en las ramas. Fue con tanta prisa como lo permitía el decoro, ansiosa de verse libre de ese maldito lugar y de la espesa y fecunda fragancia que la mareaba.
Al fondo del jardín, Adeline se detuvo.
Una aguda sonrisa se dibujó en sus labios. Era tal como había esperado.
Un escalofrío y luego se dio media vuelta sobre sus talones, de repente.
– Ya he visto lo suficiente -declaró-. Mi nieta está gravemente enferma y debo regresar a la casa.