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Sobre el océano Índico, 2005

Cassandra se apoyó contra el frío y rugoso plástico del interior del avión y miró a través de la ventanilla, hacia el vasto océano azul que cubría el globo hasta donde alcanzaba la vista. El mismo océano que la pequeña Nell había atravesado tantos años antes.

Era la primera vez que viajaba a ultramar. Es decir, había ido a Nueva Zelanda una vez, y había visitado a la familia de Nick en Tasmania antes de casarse, pero nunca más lejos. Ella y Nick habían hablado de ir al Reino Unido por unos años: Nick podría escribir música para la televisión británica, y habría trabajo más que suficiente para historiadores del arte en Europa. Pero no lo habían hecho, y ella había enterrado el sueño hacía ya mucho, debajo de una pila de otros sueños.

Y ahora allí estaba ella, en un avión, sola, volando a Europa. Después de la conversación con Ben en el centro de antigüedades, después que él le diera la foto de la casa, después que encontrara la maleta, resultó que había poco espacio en su mente para otra cosa. El misterio pareció adherirse a ella y no pudo quitárselo de encima, aunque lo intentó. La verdad era que no quería hacerlo, le gustaba esa constante curiosidad. Disfrutaba preguntándose sobre Nell, esa otra Nell, la pequeña a quien no había conocido.

La verdad era que ni siquiera después de encontrar la maleta había pensado en viajar directamente al Reino Unido. Había pensado que sería más sensato esperar, ver cómo se sentía transcurrido un mes, tal vez planear un viaje para más adelante. No podía coger un avión a Cornualles por un capricho. Pero entonces tuvo un sueño, el mismo que había tenido a lo largo de una década. Estaba de pie en medio de un campo vacío con nada a la vista salvo el horizonte. El sueño no daba la impresión de malevolencia, sólo de infinitud. La vegetación común, nada que excitara la imaginación, pálidos pastos duros, altos como para rozarle los dedos, y una luz y brisa constantes que lo mantenían en movimiento.

Al principio, años atrás, cuando el sueño era nuevo, supo que estaba buscando a alguien a quien, si caminaba en la dirección correcta, encontraría. Pero no importaba cuántas veces soñara con la escena, nunca parecía hacerlo. Una ondulada colina era reemplazada por otra; ella apartaba la vista en el momento inadecuado; se despertaba de golpe.

Gradualmente, con el tiempo, el sueño había cambiado. Tan sutil, tan lentamente que no se dio cuenta de que sucedía. No era que el paisaje hubiera cambiado; físicamente, todo permanecía idéntico. Era la sensación del sueño. La certeza de que encontraría lo que buscaba se escabulló, hasta que una noche supo que no había nada, nadie que la esperara. Que no importaba lo lejos que caminara, el cuidado con que buscara, lo mucho que quisiera encontrar a esa persona, estaba sola…

A la mañana siguiente, la desolación continuaba, pero Cassandra estaba habituada a esa oscura resaca y continuó con su vida de siempre. No había indicación alguna de que su día fuera a ser diferente, hasta que fue a la galería comercial cercana a comprar pan para el almuerzo y terminó deteniéndose en una agencia de viajes. Era gracioso, pero nunca se había fijado en que estuviera allí. Sin saber del todo cómo o por qué, se vio abriendo la puerta, de pie sobre la alfombra verde mar, con una infinidad de empleados esperando que hablara.

Cassandra recordó más tarde haber sentido una muda sorpresa en ese momento. Le pareció que, después de todo, era una persona real, un ser humano sólido, moviéndose entre las órbitas de los otros. Sin importar que con frecuencia sintiera estar viviendo a medias, ser una luz a medias.

Más tarde, en su casa, repasó los eventos de la mañana, intentando aislar el instante en el que había tomado la decisión. Cómo había ido a la galería comercial en busca de pan y regresado con un pasaje de avión. Y luego fue al cuarto de Nell, sacó la maleta de su escondite y sacó todo lo que había dentro. El libro de cuentos de hadas, el boceto con «Eliza Makepeace» escrito al dorso, el libro de ejercicios con las anotaciones de Nell garabateadas en cada página.

Se preparó un café con leche y se sentó en la cama de Nell, intentando descifrar su horrenda caligrafía, transcribiéndola en un cuaderno vacío. Cassandra era razonablemente hábil en descifrar notas manuscritas de siglos anteriores -era parte del trabajo de un vendedor de antigüedades-, pero la caligrafía antigua era otra cosa, seguía un cierto patrón. La de Nell era caótica. Consciente y perversamente caótica. Para empeorar las cosas, el cuaderno había sido dañado por el agua en algún momento de su historia. Había páginas pegadas, manchones arrugados marcados con moho, y apresurarse era arriesgarse a romper las hojas y perder para siempre las anotaciones.

Era un trabajo lento, pero Cassandra no tuvo que ir muy lejos para darse cuenta de que Nell había estado intentando resolver el misterio de su identidad.

Agosto de 1975. Hoy me trajeron la maleta blanca. Tan pronto como la vi, supe lo que era.

Fingí indiferencia. Dougy Phyllis no sabían la verdad y yo no quería que me vieran temblando. Quería que pensaran que era sólo una vieja maleta que papá había querido dejarme. Después de que se fueran, me quedé mirándola largo tiempo, tratando de recordar: quién soy, de dónde vengo. No sirvió de nada, claro, y entonces, finalmente, la abrí.

Había una nota de papá, una suerte de disculpa, y debajo, otras cosas. Un vestido de niña -supongo que mío-, un cepillo de plata y un libro de cuentos de hadas. Lo reconocí de inmediato. Abrí la tapa y la vi a ella, la Autora. Las palabras se formaron de forma automática. Ella es la llave de mi pasado, estoy segura de ello. Si la encuentro, podré encontrarme finalmente. Porque eso es lo que pretendo hacer. En esta libreta anotaré mis progresos, y cuando la acabe, conoceré mi nombre y por qué lo perdí.

Cassandra pasó con cuidado las enmohecidas páginas, sobrecogida por el suspense. ¿Había conseguido Nell lo que se había propuesto? ¿Averiguó quién era? ¿Por eso había comprado la casa? La última anotación era de noviembre de 1975, cuando Nell acababa de regresar a Brisbane:

Pienso volver tan pronto como arregle aquí mis cosas. Lamentaré dejar mi casa en Brisbane, y mi negocio, pero ¿cómo puede compararse eso con haber encontrado finalmente mi verdad? Y estoy muy próxima. Lo sé. Ahora que la cabaña es mía, sé que las últimas respuestas le seguirán. Es mi pasado, yo misma, y estoy cerca de encontrarlo.

Nell había estado planeando irse de Australia para siempre. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Qué había sucedido? ¿Por qué no había escrito nada más?

Otra mirada a la fecha, noviembre de 1975, le erizó la piel a Cassandra. Había sido dos meses antes de que ella, Cassandra, fuera abandonada en casa de Nell. Lesley había prometido volver en una o dos semanas que se extendieron indefinidamente.

Cassandra dejó el cuaderno a un lado mientras la realidad tomaba forma. Nell había cogido las riendas maternales sin perder ni un instante, había dado un paso al frente, proporcionándole un hogar y una familia. Una madre. Y nunca, ni por un instante, había dejado entrever que sus planes se habían interrumpido con su llegada.

* * *

Cassandra se apartó de la ventanilla del avión, sacó el libro de cuentos de hadas de su bolsa, y lo acomodó en su regazo. No sabía qué le había impulsado a llevar a bordo el libro. Era su vínculo con Nell, suponía, porque ése era el libro de la maleta, el vínculo con el pasado de Nell, una de las pocas posesiones que habían acompañado a la pequeña en su viaje por el océano hasta Australia. Y había algo respecto al libro en sí. Ejercía la misma compulsión sobre Cassandra que cuando tenía diez años y lo descubrió por primera vez en el apartamento de Nell. El título, las ilustraciones, incluso el nombre de la autora: Eliza Makepeace. Al susurrarlo ahora, sintió un extraño temblor recorriéndole la espalda.