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Las buenas intenciones cubren, empero, el camino hacia el fracaso, y la mañana siguiente temprano la princesa despertó para encontrarse sin el ciervo en su lugar habitual junto al fuego. En lo alto de un árbol, el pájaro gris y blanco piaba agitado, y la princesa se puso de pie de un salto, siguiéndolo hacia donde éste la conducía. Al adentrarse entre los arbustos cercanos, escuchó llorar al ciervo. La princesa se apresuró a llegar a su lado y vio que tenía una flecha clavada en su costado.

– La bruja me ha encontrado -dijo el ciervo-. Mientras buscaba nueces para nuestro camino, ordenó a sus arqueros que me dispararan. Corrí tan lejos y tan rápido como pude, pero cuando llegué a este lugar no pude avanzar más.

La princesa se arrodilló junto al ciervo, y tan profunda fue su angustia al ver el dolor del ciervo que comenzó a llorar sobre su cuerpo, y la verdad y la luz de sus lágrimas hicieron que sanara su herida.

En los días siguientes, la princesa atendió al ciervo, y una vez que éste recuperó la salud continuaron su jornada hasta los límites de los vastos bosques. Cuando por fin salieron de los árboles, se encontraron frente a la costa ante el brillante océano.

– No mucho más al norte -dijo el pájaro- se encuentra el pozo de los objetos perdidos.

El día había terminado y el atardecer se tornó en noche, pero la arena de la playa brillaba como trozos de plata bajo la luz de la luna, indicándoles el camino. Caminaron hacia el norte hasta que, por fin, en la cima de una áspera roca negra, pudieron ver el pozo de los objetos perdidos. El ave gris y blanca se despidió de ellos, y se marchó al vuelo, una vez cumplida su tarea.

Cuando la princesa y el ciervo alcanzaron el pozo, la princesa se volvió para acariciar el cuello de su noble compañero.

– No puedes bajar conmigo al pozo, querido ciervo -dijo-, porque esto es algo que debo hacer sola.

Y haciendo uso del valor que había adquirido durante el viaje, saltó por la abertura y cayó hacia el fondo.

La princesa se sumió en un sueño del que despertaba para volver a caer hasta que se encontró caminando por un prado en donde el sol hacía que la hierba brillara y los árboles cantaran.

De pronto, como de la nada, apareció una hermosa hada, con largos y ensortijados cabellos que brillaban como oro fino, y una radiante sonrisa. La princesa se sintió de inmediato en paz.

– Has recorrido un largo camino, agotada viajera -dijo el hada.

– He venido para poder devolverle a una querida amiga sus ojos. ¿Has visto aquello de lo que hablo, hada brillante?

Sin una palabra, el hada abrió la mano y en ella estaban dos ojos, los hermosos ojos de una joven que no había visto mal en el mundo.

– Puedes llevártelos -dijo el hada-, pero tu vieja jamás ha de usarlos.

Y antes de que pudiera preguntar qué quería decir, despertó para encontrarse yaciendo junto a su querido ciervo al lado del pozo. En sus manos había un pequeño paquete en el cual estaban los ojos de la vieja.

Durante tres meses, los viajeros avanzaron por la tierra de los objetos perdidos, y cruzaron el profundo mar azul, para llegar una vez más al país de la princesa. Cuando llegaron cerca de la cabaña de la vieja, al borde del bosque oscuro y familiar, un cazador los detuvo y confirmó la predicción del hada. Mientras la princesa había estado viajando por la tierra de los objetos perdidos, la vieja había cruzado, en paz, al otro mundo.

Ante estas nuevas, la princesa comenzó a llorar, porque su larga travesía había sido en vano, pero el ciervo, tan sabio como bueno, le dijo a la Bella que no llorara.

– No tiene importancia, porque ella no necesitó sus ojos para que le dijeran quién era. Lo supo por el amor que le tenías.

Y la princesa se sintió tan agradecida por la delicadeza del ciervo que le acarició su cálida mejilla. En ese momento, el ciervo se convirtió en un apuesto príncipe, y su anillo dorado en una corona, y le contó a la princesa cómo la malvada bruja lo había hechizado, atrapándolo en el cuerpo de un ciervo hasta que una joven hermosa lo quisiera lo suficiente para llorar por su destino.

Él y la princesa se comprometieron y vivieron felices y atareados en la pequeña cabaña de la vieja, sus ojos observándoles eternamente, desde una jarra sobre la chimenea.

13

Londres, Inglaterra, 1975

El hombre era como una caricatura. Frágil, delgado y encorvado con una chepa en mitad de su espalda torcida. Los pantalones, beis con manchas de grasa, colgaban de sus angulosas rodillas, los tobillos como varillas se erguían estoicos desde unos zapatos demasiado grandes, mechones de hebras blancas crecían en varios puntos de un cráneo por lo demás calvo. Parecía un personaje de cuento infantil. De un cuento de hadas.

Nell se apartó de la ventana y estudió nuevamente la dirección de su libreta. Allí estaba, escrita en su enrevesada caligrafía:

Libros antiguos del Sr. Snelgrove, Cecil Court n°4, cerca de la calle Charing Cross. -El mayor experto en Londres en libros de hadas y en libros antiguos en general.

¿Podría saber algo sobre Eliza?

Los archiveros de la Biblioteca Central le habían dado su nombre y dirección el día anterior, si bien fueron incapaces de recabar más información sobre Eliza Makepeace que la que Nell ya había encontrado, pero le dijeron que si había alguien que podía ayudarla a avanzar en su investigación era el señor Snelgrove. No era el más sociable de los hombres, eso era evidente, pero sabía más sobre libros antiguos que ningún otro en Londres. Era tan anciano como el tiempo mismo, había bromeado uno de los bibliotecarios, y probablemente había leído el libro de cuentos de hadas apenas terminó de imprimirse.

Una fresca brisa le rozó el cuello desnudo y Nell se cubrió los hombros con su abrigo. Con intención decidida, abrió la puerta.

Una campanilla de bronce tintineó contra la puerta, y el anciano se volvió a mirarla. Sus gruesas gafas reflejaron la luz, como dos espejos redondos, y unas orejas imposibles hacían equilibrio a cada lado de la cabeza, el pelo blanco asomando por ellas.

Inclinó la cabeza y el primer pensamiento de Nell fue que le estaba haciendo una reverencia, una reminiscencia de los modales de tiempo atrás. Cuando los pálidos ojos vidriosos aparecieron por encima de las gafas se dio cuenta de que estaba intentando verla con claridad.

– ¿Señor Snelgrove?

– Sí. -Voz de maestro irritable-. Así es. Bueno, pase, por favor, está dejando que entre esa desagradable brisa.

Nell se adelantó, consciente de la puerta que se cerraba a sus espaldas. Sintió que se escurría una leve corriente y que el aire estancado volvía a quedar inmóvil.

– Nombre -dijo el hombre.

– Nell. Nell Andrews.

Parpadeó.

– Nombre -volvió a decir, pronunciando con cuidado- del libro que está buscando.

– Por supuesto. -Nell volvió a mirar su libreta-. Aunque no es que esté buscando un libro.

El señor Snelgrove volvió a parpadear con lentitud, una caricatura de la paciencia.

Nell se dio cuenta de que ya se había hartado de ella y se quedó perpleja: estaba habituada a ser ella la hastiada. La sorpresa le provocó un irritante tartamudeo.

– Es-es decir -hizo una pausa, intentando recomponerse-, que ya tengo el libro en cuestión.

El señor Snelgrove inspiró ruidosamente y sus grandes fosas nasales se cerraron.

– Podría sugerir, señora -replicó-, que si usted ya tiene el libro de marras, tiene muy poca necesidad de mis humildes servicios. -Inclinó la cabeza-. Buenos días.