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Después de tantos años buscando fuera del país, rastreando mares y tierras, pensar que mi querida hermana estuvo tan cerca todo el tiempo. ¡Y permitirse pasar tales privaciones! Sabrás que digo la verdad cuando te expreso cómo era su naturaleza. Qué poco parecía preocuparse de que la quisiéramos tanto y deseáramos sólo su regreso al hogar…

Aunque Georgiana nunca regresó a salvo al hogar, Eliza estaba destinada a regresar al seno de la familia materna. Georgiana Mountrachet murió en junio de 1900, cuando Eliza tenía once años. El certificado de defunción apunta la tuberculosis como la causa, a la edad de treinta años. Tras la muerte de su madre, Eliza fue enviada a vivir con la familia materna en la zona costera de Cornualles. No queda claro cómo se realizó este encuentro, pero uno puede suponer con seguridad que, a pesar de las infortunadas circunstancias que lo precipitaron, para la joven Eliza este cambio de domicilio fue un evento de lo más afortunado. El establecerse en las propiedades de Blackhurst, con sus grandes terrenos y jardines, debió de ser un alivio, ofreciéndole seguridad frente a los peligros de las calles londinenses. De hecho, el mar se convirtió en motivo de renovación y redención en sus cuentos de hadas.

Se sabe que Eliza vivió con la familia de su tío materno hasta los veinticinco años, pero su destino posterior sigue siendo un misterio. Varias teorías han sido formuladas en torno a su vida después de 1913, aunque todas carecen de pruebas. Algunos historiadores sugieren que muy probablemente fuera víctima de la epidemia de escarlatina que se abatió sobre Cornualles en 1913. Otros, perplejos por la publicación de su último cuento de hadas en 1936, «El vuelo del pájaro cucú» en la revista Vidas literarias, sugieren que pasó su tiempo viajando, buscando la vida de aventuras que describían sus cuentos de hadas. Esta improbable idea no ha recibido aún seria consideración académica y, a pesar de tales teorías, el destino de Eliza Makepeace, junto con la fecha de su muerte, continúa siendo uno de los misterios de la literatura.

Existe un dibujo a carboncillo de Eliza Makepeace, realizado por el conocido retratista eduardiano Nathaniel Walker. Se encontró tras su muerte entre los trabajos sin concluir; el boceto, titulado La Autora, se encuentra expuesto en la Tate Gallery en Londres. Aunque Eliza Makepeace publicó sólo una colección completa de cuentos de hadas, su trabajo es rico en matices metafóricos y sociológicos, y brindaría frutos a quien se dedicara a su estudio. Mientras que relatos tempranos como «La niña transformada» muestran una fuerte influencia de la tradición de cuentos fantásticos europeos, relatos posteriores como «Los ojos de la vieja» sugieren una aproximación más original, y aventuramos, autobiográfica. Sin embargo, al igual que muchas escritoras de la primera década de este siglo, Eliza Makepeace fue víctima del cambio cultural que ocurrió tras los eventos mundiales a principio del siglo (la Primera Guerra Mundial y el movimiento de sufragio femenino, por nombrar sólo dos) y se quedó fuera del interés de los lectores. Muchas de sus historias se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando colecciones completas de sus revistas más raras fueron robadas de la Biblioteca Británica. Como consecuencia, Eliza y sus cuentos de hadas son relativamente desconocidos hoy día. Su trabajo, junto con la autora, parece haber desaparecido de la faz de la tierra, perdido como muchos otros fantasmas de las primeras décadas de este siglo.

14

Londres, Inglaterra, 1900

Encima de la tienda del señor y la señora Swindell, en la estrecha casa junto al Támesis, había un pequeño cuarto, escasamente mayor que un armario. Era oscuro, húmedo y maloliente (consecuencia natural de malos desagües y una inexistente ventilación), con paredes descoloridas que se resquebrajaban durante el verano y chorreaban durante el invierno, y una chimenea cuyo tiro había sido bloqueado hacía ya tanto que parecía una grosería sugerir que debía ser de otra manera. Pero, a pesar de su miseria, el cuarto de encima de la tienda de los Swindell era el único hogar que Eliza Makepeace y su hermano mellizo, Sammy, habían conocido, y que les proporcionaba un mínimo de seguridad y protección del que carecían sus vidas. Habían nacido en el otoño del miedo en Londres y, cuanto más crecía Eliza, más segura estaba que este hecho, sobre todas las cosas, la había hecho ser quien era. El Destripador fue el primer adversario en una vida que estaría repleta de ellos.

Lo que más le gustaba a Eliza del cuarto superior, de hecho, lo único que le gustaba más allá de su cuestionable estatus de refugio, era una grieta entre dos ladrillos, por encima del viejo estante de pino. Agradecía mentalmente la descuidada mano de obra del constructor, sumada a la tenacidad de las ratas locales, por haber hecho posible el enorme agujero en el mortero. Si Eliza se tumbaba boca abajo, estirándose a lo largo del estante, con los ojos pegados contra los ladrillos y la cabeza ligeramente inclinada, podía distinguir la curva del río. Desde ese mirador secreto podía observar sin ser observada mientras la marea de la ajetreada vida cotidiana crecía y fluía. Así conseguía lo que más le gustaba: poder ver sin ser vista. Porque, aunque su curiosidad no conocía límites, a Eliza no le gustaba ser observada. Comprendía que ser observada era peligroso, que determinados escrutinios eran una forma de robo. Lo sabía bien pues era lo que más le gustaba hacer, guardar imágenes en su memoria para volver a representarlas, darles nueva voz y color. Entretejerlas en complicadas historias, en destellos de fantasía que habrían horrorizado a quienes involuntariamente le proporcionaron inspiración.

Y había tantas personas entre las que elegir… La vida de Eliza en la curva del Támesis nunca se detenía. El río era la vida de Londres, creciendo y disminuyendo con las incesantes mareas, transmitiendo lo bueno y lo malo, dentro y fuera de la ciudad. Aunque le gustaba ver llegar a los barcos del carbón con la marea alta, a los remeros cruzando a la gente de un lado al otro, o las barcazas descargando su mercancía para los carboneros, era durante la marea baja cuando el río realmente cobraba vida. Cuando el nivel del agua bajaba lo suficiente para que el señor Hackman y su hijo pudieran dragar los cuerpos cuyos bolsillos había que aligerar; cuando los picaros aparecían, revolviendo entre el barro hediondo en busca de soga, huesos y clavos de cobre, cualquier cosa que encontraran y que pudiera ser cambiada por una moneda. El señor Swindell tenía su propio equipo de buscadores y su sector en el barrio, un fétido rectángulo que custodiaba como si contuviera el oro de la reina. Los que se atrevían a cruzar su frontera se arriesgaban a encontrar sus empapados bolsillos vaciados por el señor Hackman la próxima vez que bajara la marea.

El señor Swindell siempre estaba persiguiendo a Sammy para que se sumara a su cuadrilla de picaros. Le decía que era su obligación recompensar la caridad de su patrón cada vez que pudiera. Porque aunque Sammy y Eliza se las ingeniaban para ganar lo suficiente como para pagar el alquiler, el señor Swindell insistía en recordarles que su libertad dependía de su magnanimidad al no informar a las autoridades del reciente cambio en sus circunstancias.

– Esos bienhechores que vienen de vez en cuando a husmear por aquí estarían muy interesados en saber que dos jóvenes huérfanos como vosotros se han quedado solos en el ancho mundo. Sí, muy interesados -era su frase habitual-. Según la ley, debería haberos entregado cuando vuestra madre dio el último suspiro.