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Jeffery Deaver

El jardín de las fieras

Título originaclass="underline" Garden Of Beasts, 2004

A la memoria de los hermanos Hans y Sophie Scholl

ejecutados en 1943 por protestar contra los nazis; del

periodista Carl von Ossietzky, galardonado con el

premio Nobel de la Paz en 1935, mientras estaba

prisionero en el campo de Oranienburg, y de

Wilhelm Kruzfeld, oficial de la policía de Berlín,

quien, durante la ola de disturbios contra los judíos

provocada por los nazis y que conocemos como

Noche de los Cristales Rotos, se negó a permitir que

una turba destruyera una sinagoga…

Cuatro personas que plantaron cara al mal

y dijeron «No».

«[Berlín] estaba lleno de susurros.

Se hablaba de arrestos ilegales a medianoche,

de prisioneros torturados en las mazmorras de la SA…

los murmullos eran ahogados por las fuertes y

coléricas voces del Gobierno, que los contradecían

a través de sus mil bocas».

Christopher Isherwood,

Berlin Stories

PARTE UNO. EL SICARIO

Lunes, 13 de julio de 1936

1

En cuanto entró en el apartamento en penumbra supo que era hombre muerto.

Se secó las palmas sudadas y echó un vistazo en derredor; el piso estaba tan silencioso como un depósito de cadáveres, salvo por el amortiguado rumor del tráfico nocturno de Hell’s Kitchen y el tremolar de los sucios visillos cuando el ventilador giratorio dirigía su hálito caliente hacia la ventana.

Sin embargo, algo no marchaba bien.

Le invadió un mal presentimiento.

Supuestamente, Malone debía estar allí, borracho perdido, durmiendo la mona. Pero no estaba. No había botellas de aguardiente barato por ninguna parte; ni rastro de bourbon, lo único que bebía aquella rata, ni siquiera el olor. Y al parecer hacía ya algún tiempo que no iba por allí. En la mesa había un periódico de hacía dos días, junto a un cenicero frío y un vaso que tenía un halo azul de leche seca hasta la mitad.

Encendió la luz.

Bueno, había una puerta lateral, sí, tal como él había visto desde el pasillo el día anterior al estudiar el sitio.

Pero estaba clausurada. ¿Y la ventana que daba a la escalera de incendios? ¡Vaya!, bien cerrada con alambre de gallinero, cosa que no se veía desde el callejón. La otra ventana estaba abierta, sí, pero a doce metros de altura con respecto a los adoquines.

No había salida.

Y dónde estaba Malone, se preguntó Paul Schumann.

El tipo se había largado. O estaba en Jersey bebiendo cerveza. O era una estatua con base de cemento debajo de algún muelle.

No importaba.

Cualquiera hubiese sido la suerte de aquel borrachín, Paul se dio cuenta de que había sido sólo un cebo. Y la información de que estaría esa noche allí, pura mentira.

En el pasillo, fuera, un roce de pies. Un tintineo metálico.

Descabalado…

Paul dejó su pistola en la única mesa de la habitación y sacó el pañuelo para enjugarse la cara. El aire abrasador de esa mortífera ola de calor del Medio Oeste había llegado hasta Nueva York. Pero cuando se lleva un Colt del 45 de 1911 metido bajo el cinturón, a la espalda, no se puede andar sin americana; por eso Paul estaba condenado a usar traje. Llevaba la chaqueta de lino gris, de un solo botón. La camisa blanca de algodón estaba empapada.

Otra pisada fuera, en el pasillo, donde debían de estar preparándose para sorprenderlo. Un susurro, otro tintineo.

Paul pensó en mirar por la ventana, pero temía recibir un disparo en la cara. Quería que lo velaran a ataúd abierto y no sabía de ningún embalsamador capaz de reparar los daños causados por un disparo de bala o de perdigones.

¿Quién quería matarlo?

No podía ser Luciano, el hombre que lo había contratado para despachar a Malone. Tampoco Meyer Lansky. Eran peligrosos, sí, pero no traidores. Paul siempre les había hecho trabajos de primera, sin dejar nunca la menor pista que pudiera vincularlos con el despachado. Además, si uno u otro querían deshacerse de Paul, no necesitaban encargarle un trabajo falso: lo harían desaparecer sin más.

¿Quién, pues, le había tendido esa trampa? Si era O’Banion, o Rothstein, el de Williamsburg, o Valenti, el de Bay Ridge; en pocos minutos sería fiambre.

Si era el pulcro Tom Dewey la muerte tardaría algo más: el tiempo que hiciera falta para condenarlo y sentarlo en la silla eléctrica de Sing Sing.

Más voces en el pasillo. Más tintineos, metal contra metal. Pero visto desde un ángulo positivo, reflexionó con ironía, de momento se podía decir que todo iba como la seda: aún estaba vivo. Y muerto de sed.

Se acercó a la nevera y la abrió. Tres botellas de leche (dos cortadas), una caja de queso y una lata de melocotones en almíbar. Varias bebidas de cola. Buscó un abridor para destapar una de las botellas de refresco.

Desde algún lugar se oía una radio. Ponían Stormy Weather.

Al sentarse nuevamente ante la mesa se vio en el espejo polvoriento de la pared, sobre un lavabo de esmalte desportillado. Sus ojos azul claro no revelaban el temor que cabía esperar, se dijo. Pero su expresión era desconfiada. Era un hombre corpulento: pasaba del metro ochenta y pesaba más de noventa kilos. Había heredado el pelo de su madre, castaño rojizo; la tez clara, de los antepasados alemanes de su padre. La piel estaba un poco marcada, no por la viruela, sino por golpes con los nudillos recibidos a edad temprana y por los guantes de boxeo en tiempos más recientes. También por el cemento y la lona.

Bebió un poco de refresco. Era más sabroso que la Coca-Cola. Le gustó.

Paul estudió su situación. Si aquello era cosa de O’Banion, Rothstein o Valenti… Bueno, a ninguno de ellos le importaba un comino Malone, un loco que trabajaba como remachador en los astilleros, metido a pandillero, que había matado a la esposa de un policía de una manera bastante desagradable. Después amenazó con más de lo mismo a cualquiera de la pasma que le causara problemas. Aun si alguno de ellos quería despachar a Paul, ¿por qué no esperar a que hubiera cepillado a Malone?

Todo eso significaba que debía de ser Dewey.

Lo deprimía la idea de quedar encerrado en el calabozo hasta que lo ejecutaran. Sin embargo, a decir verdad, en el fondo no lo afligía demasiado que le echaran el guante. Como cuando era niño y se lanzaba impulsivamente a pelear contra dos o tres chavales más grandes que él, sabiendo que tarde o temprano acabaría con un hueso roto por meterse con quien no debía. Desde un principio había tenido muy claros los riesgos que conllevaba su oficio actuaclass="underline" que en algún momento un tío como Dewey o O’Banion le pararía los pies.

Pensó en una de las expresiones favoritas de su padre: «En el mejor de los días y en el peor, el sol finalmente se pone». Y su viejo añadía, haciendo restallar sus coloridos tirantes: «Anímate, que mañana habrá otra carrera de caballos».

El timbre del teléfono lo hizo saltar.

Paul quedó un instante largo mirando el aparato de baquelita negra. Atendió al séptimo u octavo timbrazo:

– ¿Diga?

– Paul. -Una voz nítida, joven. Sin acento de arrabal.

– Sabes quién soy.

– Estoy en otro apartamento del mismo bloque. Somos seis. En la calle hay otra media docena.

¿Doce? Paul se sintió extrañamente sereno. Contra doce no podía hacer nada. Lo atraparían, de una manera u otra. Bebió otro poco de refresco. ¡Qué sed de mierda! El ventilador no servía más que para mover el calor de un lado a otro de la habitación.