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– Heil.

Kohl se alejó devastado. ¿Janssen? ¿Tenía pensado desde un principio trabajar para la policía política secreta? Al inspector le temblaban las manos por el dolor de esa traición. Conque el muchacho le había mentido en todo, también al decir que deseaba ser investigador criminal y que no pensaba afiliarse al Partido, cuando para ascender en la Gestapo y la Sipo debería ser miembro del mismo. El inspector sintió un escalofrío al recordar las muchas indiscreciones que había compartido con el candidato a inspector.

Por esto que he dicho, Janssen, usted podría hacerme arrestar y enviar a Oranienburg durante un año…

Aun así, reflexionó, el candidato a inspector necesitaba de él para avanzar. No le convenía denunciarlo. Tal vez el peligro no era tan grande como podría haber sido.

Kohl levantó la vista desde el suelo hacia el grupo de la SS que rodeaba el camión. Uno de ellos, un hombre corpulento con casco negro, preguntó:

– ¿Si? ¿En qué podernos servirle?

Él explicó lo de su DKW.

– ¿Que el asesino lo ha inutilizado? ¿Y por qué se ha tomado esa molestia, si usted no lo habría alcanzado ni aunque él huyera a pie? -Los soldados rieron-. Sí, sí, lo llevaremos, inspector. Partiremos dentro de algunos minutos.

Kohl asintió y, todavía aturdido por la desagradable sorpresa de haber descubierto lo de Janssen, subió al camión y se instaló allí, solo. El disco anaranjado del sol descendía tras una ladera erizada de flores y hierba. Curvó los hombros, con la cabeza apoyada contra el asiento. Los de la SS subieron al vehículo y lo pusieron en marcha. Salieron de la Academia rumbo al sudeste, hacia Berlín.

Los soldados conversaban sobre el intento de asesinato, sobre los Juegos Olímpicos y el gran acto nacionalsocialista que se proyectaba para el próximo fin de semana en Spandau.

Fue en ese momento cuando el inspector tomó una decisión. Parecía absurdamente impulsiva, tan repentina como la súbita desaparición del sol bajo el horizonte: un color intenso en el cielo y, un momento después, apenas una penumbra azul grisácea. Pero tal vez no fuera una decisión consciente, sino algo inevitable, determinado mucho tiempo atrás por leyes inmutables, tal como la tarde había de convertirse en noche.

Willi Kohl y su familia abandonarían Alemania.

La traición de Konrad Janssen y el Estudio Waltham, dos claros emblemas de lo que era el Gobierno y hacia dónde se encaminaba, eran motivo suficiente. Pero lo que en verdad decidía la cuestión era ese norteamericano, Paul Schumann.

De pie entre los oficiales de la SS, frente al edificio 5, consciente de que tenía en su bolsillo tanto el pasaporte auténtico de Schumann como el falso de Taggert, Kohl se había torturado por tener que cumplir con su deber. Y al fin lo había hecho. Pero lo triste era que su obligación le ordenaba actuar en contra de su país.

En cuanto al motivo por el cual se iría, lo sabía también. Continuaría simulando que ignoraba la decisión de Janssen (aunque, desde luego, dejaría de hacerle comentarios imprudentes); diría todo aquello que el jefe de inspectores Horcher deseara; se mantendría bien lejos del sótano de la Kripo, con sus atareadas máquinas clasificadoras; manejaría casos como el de Gatow exactamente como ellos querían… lo cual significaba, naturalmente, no manejarlos en absoluto. Sería el modelo de policía nacionalsocialista.

Y en febrero, cuando viajara a Londres para asistir al congreso de la Policía Criminal, llevaría consigo a toda su familia. Y desde allí se embarcarían hacia Nueva York, adonde habían emigrado años antes dos primos, que se ganaban la vida en la gran ciudad.

Al viajar en calidad de alto funcionario de la Kripo, le sería fácil obtener documentos de salida y autorización para llevar consigo una buena cantidad de dinero. Tendría que maniobrar con astucia al prepararlo todo, desde luego, pero en la Alemania actual, ¿quién no tenía cierta habilidad para la intriga?

Heidi se alegraría del cambio, por supuesto: tendría un refugio para sus hijos. Günter se libraría de sus compañeros de las juventudes Hitlerianas. Hilde podría continuar estudiando y tal vez llegara a ser profesora, como deseaba.

Respecto a la hija mayor había una complicación, desde luego: Heinrich Sachs, su prometido. Pero Kohl decidió persuadir al joven de que los acompañara. Sachs se oponía con vehemencia al nacionalsocialismo, no tenía parientes cercanos y estaba tan enamorado de Charlotte que la seguiría a cualquier parte. El joven era un funcionario talentoso, hablaba bien inglés y, pese a sufrir algunos ataques de artritis, era un trabajador incansable; probablemente en Estados Unidos conseguiría empleo con mucha más facilidad que él mismo.

En cuanto al inspector, ¡comenzar de nuevo ya en la madurez, qué desafío abrumador! Pensó con ironía en esa descabellada obra del Führer, Mi lucha. ¡Para lucha la que le esperaba a él! Un hombre cansado, con familia, que iba a comenzar de nuevo a una edad en la que ya debía estar delegando casos en los inspectores jóvenes y tomándose algunas horas libres para acompañar a sus hijos al Luna Park. Pero no era por pensar en el esfuerzo y la incertidumbre venideros por lo que se sentía tan sofocado; no era por eso por lo que se le llenaban los ojos de lágrimas, hasta el punto de que hubo de apartarlos de los muchachos de la SS.

No: las lágrimas eran por lo que veía en ese momento, mientras giraban en una curva de la carretera a Berlín: las llanuras de Prusia. Aunque se mostraban polvorientas y pálidas en ese atardecer del seco verano, aun así exudaban una grandeza palpable, pues eran las planicies de su querida Alemania, una gran nación a la que unos cuantos ladrones habían robado trágicamente las verdades y los ideales.

Kohl hundió la mano en el bolsillo, en busca de su pipa de meerschaum. Después de llenar la cazoleta buscó en la americana, pero no tenía cerillas. Se oyó un chasquido; el recluta de la SS sentado junto a él había encendido una y se la ofrecía.

– Gracias -dijo Kohl. Y chupó para encender el tabaco. Luego se apoyó contra el respaldo, llenando el ambiente de un acre aroma a cerezas; en el parabrisas surgían ya a la vista las luces de Berlín.

42

El coche serpenteaba como una bailarina a lo largo de la carretera que llevaba a Charlottenburg. Reinhard Ernst, en el asiento trasero, se agarraba para resistir los giros, con la cabeza apoyada en la lujosa tapicería de piel. Tenía un nuevo chófer-guardaespaldas; Claus, el teniente de la SS que lo había acompañado a la Academia Waltham, había resultado herido al volar los cristales de la ventanilla y estaba hospitalizado. Seguía al Mercedes otro coche de la SS, lleno de guardias de casco negro.

Se quitó las gafas para frotarse los ojos. Ach, Keitel había muerto y también el soldado que participaba en el estudio. «Sujeto D», lo llamaba Ernst, que ni siquiera sabía su nombre. ¡Qué desastroso había resultado ese día!

Sin embargo, lo que sobresalía entre los pensamientos del coronel era la decisión tomada por el asesino frente al edificio 5. «Si hubiera querido matarme», reflexionaba Ernst, «y obviamente ésa era su misión, podría haberlo hecho con facilidad». Pero había decidido no hacerlo y, en cambio, rescatar a los jóvenes. Al reflexionar sobre ese acto veía con claridad el horror de lo que había estado haciendo. En verdad el Estudio Waltham era algo abominable. Él había dicho a esos jóvenes, mirándolos a los ojos, que si cumplían un año de servicio militar se les absolvería de todo pecado. Y lo había hecho sabiendo que era mentira, una falsedad tejida sólo para mantener a las víctimas tranquilas y desprevenidas, a fin de que el soldado pudiera intimar con ellas antes de matarlas.

Sí, había mentido a los hermanos Fischer, tal como había mentido a los trabajadores polacos al prometerles paga doble por trasplantar unos árboles para las Olimpiadas. Y a las familias judías de Gatow, al aconsejarles que se reunieran junto al río, pues en la zona había algunos Camisas Pardas renegados de los que Ernst y sus hombres les protegerían.