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Él no tenía nada contra los judíos. En la guerra había combatido con ellos; los consideraba tan inteligentes y valerosos como cualquiera. Más aún: si se basaba en los judíos que había conocido entonces y en tiempos posteriores, no lograba ver ninguna diferencia entre ellos y los arios. En cuanto a los polacos, el estudio de la historia le demostraba que ellos tampoco se diferenciaban mucho de sus vecinos prusianos; en verdad tenían una nobleza que pocos nacionalsocialistas poseían.

Repugnante, lo que hacía con ese estudio. Horroroso. Sintió la punzada de una vergüenza aguda como un puñal, como el dolor que le había quemado el brazo al recibir la metralla caliente en el hombro durante la guerra.

La carretera era ya recta; se aproximaban al barrio donde él vivía. Se inclinó hacia delante para indicar al conductor el camino a su casa.

Abominable, sí…

Y no obstante… Mientras miraba los edificios familiares, las cafeterías y los parques de esa parte de Charlottenburg, el horror empezó a esfumarse, tal como sucedía en el campo de batalla tras sonar el último disparo de máuser o Enfield, cuando cesaban los cañonazos y se apagaban los gritos de los heridos. Recordó haber observado al «oficial de reclutamiento», el sujeto D, que de buena gana, caballerosamente casi, había conectado la manguera mortífera a la escuela, aunque minutos antes había estado jugando al fútbol con las víctimas. Otro soldado podría haberse resistido. Si él no hubiera muerto, sus respuestas al cuestionario del doctor-profesor habrían resultado sumamente útiles para establecer los criterios a utilizar para seleccionar a los hombres adecuados para cada tarea.

La debilidad que había sentido un momento atrás, el arrepentimiento impulsado por la decisión del asesino de renunciar a su propia misión, desapareció súbitamente. Una vez más tuvo la seguridad de estar haciendo lo correcto. Que Hitler se regodease con la locura. Sin duda morirían algunos inocentes antes de que pasara la tormenta, pero finalmente el Führer desaparecería; en cambio, el Ejército que Ernst estaba creando perduraría después que él y sería la columna vertebral de una nueva gloria alemana… y, en último término, de una nueva paz en Europa.

Había que hacer sacrificios.

Por la mañana comenzaría la búsqueda de otro psicólogo o doctor-profesor que lo ayudara a continuar la obra. Y esta vez buscaría a alguien más acorde con el espíritu del nacionalsocialismo. ¡Y que no tuviera abuelos judíos, por Dios! Ernst debía ser más astuto. En ese momento de la historia era necesario ser astuto.

El coche se detuvo frente a su casa. Ernst dio las gracias al conductor y se apeó. Los hombres del coche que lo seguía también salieron y se reunieron con los que ya custodiaban su residencia. El comandante le dijo que la guardia permanecería allí hasta que el asesino estuviera detenido o hasta que se verificara su muerte o su huida del país. Ernst le dio cortésmente las gracias y entró. Mientras saludaba a Gertrud con un beso, ella echó un vistazo a las manchas de hierba y lodo que tenía en los pantalones.

¡Ach, Reinie, no tienes remedio!

Él sonrió débilmente, sin darle explicaciones. Su esposa regresó a la cocina, donde estaba preparando algo fragante, con vinagre y ajo. Ernst subió al piso de arriba para lavarse y cambiarse de ropa. Su nieto dibujaba algo en su habitación.

– ¡Opa! -El niño corrió hacia él.

– Hola Mark. ¿Quieres que trabajemos en nuestro barco esta noche?

El pequeño no respondió. Ernst notó que estaba ceñudo.

– ¿Qué pasa?

– Me has llamado Mark, Opa. Así se llamaba papá.

¿De verdad?

– Perdona, Rudy. No pensaba con claridad. Es que hoy estoy muy cansado. Creo que necesito una siesta.

– Sí, yo también duermo la siesta -aseguró el niño de inmediato, feliz de complacer a su abuelo con sus conocimientos-. A veces estoy cansado por la tarde. Mutti me da leche caliente, algunas veces con cacao, y luego duermo la siesta.

– Exacto. Así es como se siente el tonto de tu abuelo. El día ha sido largo y necesita una siesta. Ahora ve a preparar la madera, que después de cenar trabajaremos con nuestro barco.

– Sí, Opa, enseguida.

Cerca de las tres de la tarde Bull Gordon subió los peldaños de La Habitación, en Manhattan. En otros barrios la ciudad estaba bulliciosa y vibrante, a pesar de ser domingo, pero allí todo era silencio.

La casa, con las persianas cerradas, parecía desierta, pero al acercarse Gordon, que ese día vestía de paisano, la puerta de la calle se abrió antes de que pudiera sacar la llave del bolsillo.

– Buenas tardes, señor -le dijo el marino de uniforme en voz baja.

Él lo saludó con una inclinación de cabeza.

– El senador está en la sala, señor.

– ¿Solo?

– Sí.

Gordon colgó su abrigo de un perchero del vestíbulo. Sentía el peso del arma en el bolsillo. No creía que le hiciera falta, pero se alegraba de tenerla allí. Antes de entrar en la pequeña habitación inspiró profundamente.

El senador estaba sentado en un sillón, junto a una lámpara de pie de Tiffany, escuchando la radio. Al ver a Gordon apagó la Philco.

– ¿Cansado del viaje en avión? -preguntó.

– Siempre es cansado. Así lo parece.

Gordon se acercó al bar para servirse un trago. Quizá no convenía, por lo del arma. Pero qué diablos… Añadió otro dedo de whisky al vaso. Luego dirigió al senador una mirada interrogante.

– Sí, pero póngame el doble de eso.

El comandante vertió el líquido turbio en otro vaso y se lo entregó. Luego se sentó pesadamente. Aún le palpitaba la cabeza tras haber volado en el R2D, la versión naval del DC-2. Era igualmente rápido, pero carecía de los cómodos asientos y del aislamiento antisonido de la línea comercial.

El senador vestía traje con chaleco, camisa de cuello duro y corbata de seda. Gordon se preguntó si habría ido así a la iglesia esa mañana. Una vez había dicho que todo político debía asistir a la iglesia, cualesquiera que fuesen sus creencias personales y aunque fuera ateo. Cuestión de imagen. Era importante.

– Bueno -gruñó-, dígame ya lo que sepa. Acabemos con esto.

El comandante bebió un largo sorbo de whisky e hizo exactamente lo que el anciano le pedía.

Berlín estaba quieto bajo el velo de la noche.

La ciudad era una expansión enorme y plana, exceptuando los pocos rascacielos del horizonte y el faro del aeropuerto Tempelhof, al sur. Este panorama desapareció en cuanto el conductor franqueó la cima de la colina para sumergirse en los ordenados barrios del noroeste, entre los coches que parecían regresar del fin de semana en los lagos y las montañas cercanas.

Todo ello hacía que conducir fuera bastante difícil. Y Paul Schumann no quería que lo detuviera la policía de tráfico. Sin papeles, con un camión robado… Era vital pasar desapercibido.

Se desvió por una calle que cruzaba el Spree por un puente y continuaba hacia el sur. Por fin halló lo que buscaba: un solar descubierto en el que había decenas de camiones aparcados. La había visto el día de su llegada a la ciudad, en el trayecto entre la Lützowplatz y la pensión de Käthe Richter.

¿Era posible que todo eso hubiera pasado solamente el día anterior?

Pensó otra vez en ella. Y también en Otto Webber.

Por duro que fuera acordarse de ellos, era preferible a reflexionar sobre aquella lamentable decisión tomada en Waltham.

En el mejor de los días, en el peor, el sol al fin se pone…

Pero faltaba muchísimo tiempo para que el sol se pusiera sobre su tremendo fracaso. Tal vez no se pusiera jamás.