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– ¿Trabajáis para los muchachos de Brooklyn o los del West Side? -preguntó-. Por pura curiosidad.

– Escúchame, Paul. Te diré lo que debes hacer. Sólo tienes dos revólveres, ¿verdad? El Colt y ese pequeño veintidós. Los otros los has dejado en tu apartamento, ¿no?

Él rió.

– Así es.

– Los descargas y echas el seguro del Colt. Luego caminas hasta la ventana que no está clausurada y los tiras a la calle. Después te quitas la americana, la dejas caer al suelo, abres la puerta y te quedas de pie en medio de la habitación, con las manos en alto. Los brazos bien estirados hacia arriba.

– Me dispararéis -dijo él.

– De cualquier manera tienes los días contados, Paul. Pero si haces lo que te he dicho es posible que vivas un poco más. El que había llamado cortó.

Él dejó caer el auricular en la horquilla. Permaneció un momento inmóvil, recordando una noche muy agradable, algunas semanas atrás. Marion y él habían ido a Coney Island para escapar del calor; jugaron a minigolf y comieron salchichas con cerveza. Ella, entre risas, lo arrastró hasta una adivina del parque de atracciones. La falsa gitana, después de tirarle las cartas, le dijo muchas cosas. Pero a la mujer se le había pasado por alto este acontecimiento, que debería haber aparecido en la lectura de cualquier adivina que se precie.

Marion… Él nunca le había dicho de qué vivía. Sólo que era dueño de un gimnasio y que de vez en cuando hacía negocios con ciertos tíos de pasado dudoso. Pero nunca pasó de allí. De pronto cayó en la cuenta de que esperaba que esa relación tuviera algún futuro. La chica era bailarina de un club barato del West Side, y durante el día estudiaba diseño de modas. Ahora debía de estar trabajando; por lo general no salía hasta la una o las dos de la mañana. ¿Cómo se enteraría de lo que le pasara?

Si era Dewey, probablemente le permitirían llamarla.

Si eran los muchachos de Williamsburg, no habría llamada. Nada.

El teléfono volvió a sonar.

Paul lo ignoró. Después de abrir el cargador del revólver grande, retiró la bala que ya estaba en el receptor; luego sacó todos los cartuchos. Se acercó a la ventana y arrojó las pistolas, una por una. No las oyó golpear contra el suelo.

Cuando acabó el refresco, se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo. Dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo. Regresó a la nevera a por otra soda y se la bebió toda. Después de enjugarse nuevamente la cara, abrió la puerta de entrada y dio un paso atrás, con los brazos en alto.

El teléfono dejó de sonar.

– Esto se llama La Habitación -dijo el hombre de pelo gris y uniforme blanco bien planchado, mientras se sentaba en un diván pequeño. -Nunca has estado aquí -añadió, con una alegre seguridad, indicadora de que el asunto estaba fuera de cuestión-. Y tampoco has oído hablar de ella.

Eran las once de la noche. Habían llevado a Paul allí directamente desde el apartamento de Malone. Era una casa particular, situada en la parte alta del East Side, aunque casi todas las habitaciones del piso bajo contenían escritorios, teléfonos y teletipos, como si aquello fuera una oficina. Sólo en aquella estancia había divanes y butacas. En las paredes se veían cuadros de buques de la Marina, tanto nuevos como antiguos. En el rincón, un globo terráqueo. Roosevelt los miraba desde su sitio, encima de la repisa de mármol. El ambiente estaba deliciosamente fresco. Una casa particular con aire acondicionado, imagínate.

Paul, todavía esposado, había sido depositado en una cómoda butaca de piel. A su lado, algo más atrás, se sentaron dos hombres más jóvenes, también de uniforme blanco, que lo habían sacado del apartamento de Malone. El que había llamado por teléfono se llamaba Andrew Avery; tenía las mejillas rosadas y ojos penetrantes, decididos. Ojos de pugilista, aunque Paul estaba seguro de que nunca en su vida se había liado a puñetazos. El otro era Vincent Manielli y era moreno; por su voz, Paul dedujo que ambos se habían criado en el mismo barrio de Brooklyn. No parecían mucho mayores que los chavales que jugaban a la pelota frente a su casa, pero eran tenientes de la Marina, nada menos.

Los tenientes a cuyas órdenes Paul había servido en Francia eran todos hombres hechos y derechos.

Mantenían las pistolas enfundadas, pero con la mano cerca de las cartucheras desabrochadas.

El hombre de más edad, sentado en la butaca de enfrente, tenía un grado bastante alto: comandante de la Marina, a menos que en esos veinte años hubieran cambiado las insignias del uniforme.

Se abrió la puerta para dar paso a una mujer atractiva, que vestía el uniforme blanco de la Marina. El nombre que llevaba en la blusa era Ruth Willets. Ella le entregó una carpeta.

– Está todo aquí.

– Gracias, recluta.

Mientras ella se retiraba, sin haber echado un solo vistazo a Paul, el oficial abrió la carpeta para extraer de ella dos hojas de papel fino y las leyó con atención. Al terminar levantó la vista.

– Soy James Gordon, oficial de la Inteligencia Naval. Me llaman Bull.

– ¿Éste es su cuartel general? -preguntó Paul-. ¿La Habitación?

El hombre, sin prestarle atención, miró a los otros dos.

– ¿Ustedes ya se han presentado?

– Sí, señor.

– ¿No ha habido problemas?

– Ninguno, señor. -Era Avery quien respondía.

– Quítele las esposas.

Mientras Avery lo hacía, Manielli mantuvo la mano cerca de su pistola, observando con nerviosismo los nudillos torcidos de Paul. Él también tenía manos de luchador. Las del teniente eran rosadas, como las de un dependiente de alguna tienda fina.

La puerta volvió a abrirse y entró otro hombre. Aunque sesentón, era delgado y alto como ese actor joven que había visto con Marion en un par de películas: Jimmy Stewart. Paul frunció el entrecejo: conocía esa cara por haberla visto en artículos del Times y del Herald Tribune.

– ¿Senador?

El hombre respondió, pero dirigiéndose a Gordon.

– Usted me dijo que era inteligente. No sabía que además estuviera bien informado -dijo como si le disgustara que lo hubiera reconocido. El senador lo miró de arriba abajo y, después de sentarse, encendió un puro corto.

Pasado un momento entró un hombre más; aparentaba la misma edad que el senador y vestía un traje de lino blanco, muy arrugado. El cuerpo que estaba embutido en él era grande y blando. Usaba un bastón. Echó a Paul una sola mirada; luego, sin decir una palabra a nadie, se retiró al rincón. El recién llegado también le resultaba conocido, pero no logró identificarlo.

– Bien -continuó Gordon-. Te explicaré la situación, Paul. Sabemos que has trabajado para Luciano, para Lansky y para dos o tres de los otros. Y sabemos qué tipo de trabajo les haces.

– ¿Sí? ¿Cuál?

– Eres un sicario, Paul -manifestó Manielli alegremente, como si hubiera estado deseando decirlo.

Gordon prosiguió:

– El marzo pasado Jimmy Coughlin te vio… -Frunció la frente. – ¿Cómo lo decís, en vez de «matar»?

Paul se quedó pensando: algunos decían «cepillar». Por su parte prefería «despachar». Era el verbo que utilizaba el sargento Alvin York para describir la eliminación de soldados enemigos durante la guerra. Paul se sentía menos delincuente si utilizaba el mismo término que un héroe de guerra. Claro que, en esos momentos, Paul Schumann no dijo nada de eso.

Gordon continuó:

– El trece de marzo, en un almacén del Hudson, Jimmy te vio matar a Arch Dimici.

Antes de que Dimici apareciera Paul había pasado cuatro horas vigilando el lugar. Tenía la certeza de que el hombre estaba solo. Jimmy debía de haber estado durmiendo la mona detrás de algunas cajas.

– Ahora bien: por lo que me dicen, Jimmy no es un testigo muy digno de confianza. Pero tenemos algunas pruebas más firmes. Unos agentes fiscales lo detuvieron por vender licor clandestino y él aceptó denunciarte. Al parecer recogió un casquillo de bala en la escena del crimen y la conservó a modo de seguro. No tiene impresiones digitales; eres demasiado astuto como para dejarlas. Pero la gente de Hoover ha hecho una prueba con tu Colt. Las marcas coinciden.