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¿Hoover? ¿El FBI estaba metido en eso? Y ya habían hecho una prueba del arma. No hacía aún una hora que él la había arrojado por la ventana de Malone.

Paul entrechocó los dientes de arriba contra los de abajo. Estaba furioso consigo mismo. Después de la faena con Dimici había pasado media hora buscando ese condenado casquillo, hasta llegar a la conclusión de que había caído al Hudson por alguna de las grietas del suelo.

– Pues bien, hicimos averiguaciones y nos enteramos de que se te pagarían quinientos dólares por… -Gordon vaciló.

Despachar.

– … eliminar a Malone, esta noche.

– ¡Qué disparate! – exclamó Paul, riendo-. Alguien les ha dado una información falsa. He ido sólo a hacerle una visita. A propósito, ¿dónde está?

El comandante hizo una pausa.

– El señor Malone ha dejado de ser una amenaza para la policía y los ciudadanos de Nueva York.

– Se diría que alguien les debe cinco billetes de cien.

Bull Gordon no rió.

– Estás metido en un lío, Paul, y no te puedes librar. He aquí lo que te ofrecemos. ¡Esto es una excepción, recuérdalo! Sólo lo haremos esta vez, como dicen esos anuncios de Studebakers de segunda mano. Lo aceptas o lo rechazas. No negociaremos.

Por fin habló el senador.

– Tom Dewey te la tiene tan jurada como a los otros mafiosos de su lista.

El fiscal especial estaba convencido de que tenía la misión divina de acabar con el crimen organizado en la ciudad de Nueva York. Sus objetivos principales eran el jefe Lucky Luciano, las Cinco Familias italianas de la ciudad y el sindicato judío de Meyer Lansky. Dewey tenía tesón y era muy sagaz; iba obteniendo una condena tras otra.

– Pero en lo que a ti respecta, ha aceptado cedernos el derecho de pernada.

– Olvídense. No soy un soplón.

Gordon dijo:

– ¡Pero si no te pedimos que lo seas! No se trata de eso.

– Pues bien, ¿qué es lo que quieren de mí?

Una pausa momentánea. El senador hizo una señal afirmativa a Gordon, quien explicó:

– Eres un sicario, Paul. ¿No te lo imaginas? Queremos que mates a alguien.

2

Por un momento Schumann sostuvo la mirada a Gordon; luego desvió la vista hacia las imágenes de barcos que decoraban las paredes. La Habitación…

Tenía un ambiente militar, como de club de oficiales. Paul lo había pasado bien en el ejército. Allí se sentía a sus anchas, tenía amigos, tenía objetivos. Para él fueron buenos tiempos, tiempos sencillos… antes de regresar y de que se le complicara la vida. Y cuando se te complica la vida, lo que sucede nunca es bueno.

– ¿Me está diciendo la verdad?

– Que sí, hombre.

Mientras Manielli entornaba los ojos, como para advertirle que se moviera con tiento, Paul hundió la mano en el bolsillo para sacar una cajetilla de Chesterfield y encendió uno.

– Continúe.

Gordon dijo:

– Tienes un gimnasio en la Novena Avenida. No es gran cosa, ¿verdad? -el que preguntaba era Avery.

– ¿Lo conoce? -preguntó Paul.

– No es como para presumir -confirmó Avery.

– Un verdadero tugurio, diría yo -rió Manielli.

El comandante continuó:

– Pero antes de dedicarte a este oficio eras impresor. ¿Te gustaba trabajar en el negocio de las artes gráficas, Paul?

El respondió con cautela:

– Sí.

– ¿Eras de los buenos?

– De los buenos, sí. ¿Qué tiene eso que ver eso con lo que estábamos hablando?

– ¿No te gustaría borrar todo tu pasado? Comenzar de nuevo. Trabajar otra vez como impresor. Podemos arreglar las cosas de manera que nadie pueda acusarte de nada que hayas hecho en el pasado.

– Además -añadió el senador- podríamos aflojar algo de pasta. Cinco mil. Podrás iniciar una vida nueva.

¿Cinco mil? Paul parpadeó. La mayoría necesitaba dos años para ganar eso.

– ¿Cómo me limpiarían los antecedentes?

El senador se echó a reír.

– ¿Conoces ese nuevo juego que llaman Monopoly? ¿Has jugado alguna vez?

– Mis sobrinos lo tienen, pero no he jugado nunca.

El senador continuó:

– A veces, cuando lanzas el dado, acabas en la cárcel. Pero hay una tarjeta que dice «Sale en libertad». Pues bien, te daremos una de ésas, pero de verdad. Es todo lo que necesitas saber.

– ¿Queréis que mate a alguien? Qué extraño. No creo que Dewey esté de acuerdo.

– No hemos informado al fiscal especial para qué te queremos.

Después de una pausa Paul preguntó:

– ¿A quién? ¿A Siegel? -De todos los mafiosos del momento, el más peligroso era Bugsy Siegel. Un psicópata, en realidad. Paul había visto los sangrientos resultados de su brutalidad. Sus berrinches eran legendarios.

– Quita, hombre -dijo Gordon, con expresión desdeñosa-. Sería ilegal que mataras a un ciudadano estadounidense. De ningún modo podríamos pedirte una cosa así.

– Pues entonces no entiendo.

El senador explicó:

– En cierto modo es como si estuviéramos en guerra. Tú fuiste soldado… -Y echó un vistazo a Avery, quien recitó:

– Primera División de Infantería, Primer Cuerpo de Ejército, Fuerza Expedicionaria Americana. St. Mihiel, Meuse-Argonne. Combatiste en serio. Recibiste varias condecoraciones por tu puntería en el campo de batalla. Y también combatiste cuerpo a cuerpo, ¿no?

Paul se encogió de hombros. El gordo del traje blanco arrugado seguía sentado en su rincón, en silencio, rodeando con las manos el pomo de oro de su bastón. Paul le sostuvo la mirada durante un minuto. Luego se volvió hacia el comandante:

– ¿Qué posibilidades hay de que sobreviva para disfrutar de esa amnistía?

– Razonables -dijo el comandante-. No son grandes, pero sí razonables.

Paul era amigo de Damon Runyon, escritor y periodista especializado en temas deportivos. Bebían juntos en las tabernas cercanas a Broadway, iban juntos a ver combates de boxeo y partidos de fútbol. Un par de años antes Runyon lo había invitado a una fiesta, tras el estreno en Nueva York de su película Dejada en prenda, que a Paul le pareció bastante buena. En la fiesta que hubo después, donde tuvo la oportunidad de conocer a Shirley Temple, había pedido al escritor que le firmara un ejemplar de su libro. Runyon se lo había dedicado así: «A mi amigo Paul. Recuerda: toda la vida es, de seis, cinco en contra».

Avery dijo:

– Mira, digamos que tendrás muchas más posibilidades que si acabaras en Sing Sing.

Pasado un momento Paul preguntó:

– ¿Por qué yo? Por esa pasta hay en Nueva York una docena de sicarios que estarían dispuestos a hacerles el trabajo.

– Ah, pero tú eres diferente, Paul. Tú no eres un matón de tres al cuarto. Eres de los buenos. Hoover y Dewey dicen que has matado a diecisiete hombres.

Paul bufó.

– Insisto: información falsa.

En realidad, la cifra correcta era trece.

– Lo que nos han dicho de ti es que antes de hacer el trabajo lo inspeccionas todo dos y tres veces. Compruebas que tus armas estén en perfecto estado, te informas sobre tus víctimas, estudias con tiempo los lugares que frecuentan, averiguas sus horarios y te aseguras de que sean puntuales, sabes cuándo encontrarlos solos, cuándo estarán hablando por teléfono, dónde comen.

El senador añadió:

– Y eres inteligente. Como decía, para esto se necesita ser inteligente.

– ¿Inteligente?

– Hemos ido a tu casa, Paul -dijo Manielli-. Tienes libros. Tienes un montón de libros, hombre. ¡Si hasta te has apuntado al Club del Libro!