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– No hablo ruso.

– Allá tampoco lo habla nadie. Además, lo más probable es que jamás necesites el pasaporte. Es sólo para que puedas salir del país en caso de emergencia.

– Y para que nadie pueda seguir el hilo hasta ustedes si no logro salir, ¿verdad? -añadió Paul de inmediato.

La vacilación del senador, seguida de una rápida mirada a Gordon, expresó que había dado en el clavo.

– ¿Para quién se supone que trabajo? -continuó él-. Todos los periódicos enviarán corresponsales. Y ellos se darían cuenta de que no soy cronista.

– Ya lo hemos pensado. Escribirás artículos por cuenta propia y a tu regreso intentarás venderlos a algunos de esos periodicuchos de deportes.

– ¿A quién tienen ustedes allí? -preguntó Paul.

– Por ahora, nada de nombres -respondió Gordon.

– No pido nombres. Quiero saber si confían en él. Y por qué.

El senador dijo:

– Lleva un par de años viviendo en Alemania y siempre nos ha pasado información de primera. Durante la guerra sirvió a mis órdenes. Lo conozco personalmente.

– ¿Qué coartada utiliza?

– Se hace pasar por comerciante, procurador, ese tipo de cosas. Trabaja para sí mismo.

Gordon continuó:

– Él te proporcionará un arma y todo lo que necesites saber sobre tu objetivo.

– No tengo pasaporte auténtico. A mi nombre, quiero decir.

– Ya lo sabemos, Paul. Te daremos uno.

– ¿Me devolvéis las pistolas?

– No -dijo Gordon. Y eso fue definitivo-. Pues bien, amigo mío, ése es nuestro plan, en general. Y debo advertirte que, si estás pensando embarcarte en un buque de carga para perderte en algún villorrio del oeste… -Claro que Paul lo había pensado. Pero frunció el ceño y negó con la cabeza-. Pues mira, estos buenos muchachos se pegarán a ti como lapas hasta que el barco amarre en Hamburgo. Y si te atacara la misma urgencia por escapar de Berlín, te advierto que nuestro contacto no te quitará la vista de encima. Si desapareces nos llamará. Y nosotros llamaremos a los nazis para decirles que tienen a un asesino americano suelto en la ciudad. Y les daremos tu nombre y tu foto. -Gordon le sostuvo la mirada-. Si te parece que nosotros hemos sido hábiles para rastrearte, Paul, ya verás que no podemos compararnos con los nazis. Y por lo que nos dicen, ellos no se lían con juicios ni sentencias de ejecución. ¿Lo tienes todo claro?

– Como el agua.

– Bien. -El comandante hizo un gesto a Avery-. Ahora dígale qué sucederá cuando el trabajo esté hecho.

– Tendremos un avión y su tripulación esperando en Holanda -respondió el teniente-. En las afueras de Berlín hay un viejo aeródromo. Cuando acabes te sacaremos desde allí.

– ¿En avión? -preguntó Paul, intrigado. Volar lo fascinaba. A los nueve años se había roto un brazo (la primera de más fracturas de las que deseaba recordar) al lanzarse desde el tejado de la imprenta de su padre con un planeador que había construido, sólo para estrellarse contra los gastados adoquines, dos pisos más abajo.

– Así es, Paul -confirmó Gordon.

– Te gustan los aviones, ¿no? -añadió Avery-. En tu apartamento hay muchas revistas de aviones. Y libros también. Y fotos de aeroplanos. Y hasta algunas maquetas. ¿Las haces tú mismo?

Él se sintió abochornado. Le fastidiaba que hubieran descubierto sus juguetes.

– ¿Eres piloto? -preguntó el senador.

– Nunca he subido a un avión. -Luego meneó la cabeza-. No sé. -Todo aquello era una perfecta locura.

La habitación se llenó de silencio. Lo quebró el hombre del traje blanco arrugado.

– Yo también fui coronel durante la guerra. Como Reinhard Ernst. Y estuve en los bosques de Argonne. Igual que tú. Paul asintió con la cabeza.

– ¿Sabes cuántos, en total?

– ¿Cuántos qué?

– Cuántos hombres perdimos.

Él recordaba un mar de cadáveres: americanos, franceses y alemanes. Los heridos, en cierto modo, eran aún más horribles: gritaban, gemían y llamaban a la madre, al padre. Uno jamás olvidaba esos gemidos. Jamás.

El otro dijo, en tono reverente:

– La Fuerza Especial Americana perdió más de veinticinco mil. Casi cien mil heridos. Murió la mitad de los muchachos que estaban a mis órdenes. En un mes avanzamos once kilómetros contra el enemigo. Todos los días de mi vida recuerdo esas cifras. La mitad de mis soldados, once kilómetros. Y la de Meuse-Argonne fue la más espectacular de nuestras victorias en esa guerra… No quiero que vuelva a suceder.

Paul lo observaba.

– ¿Quién es usted? -volvió a preguntar.

El senador se removió. Iba a hablar, pero el otro se interpuso.

– Soy Cyrus Clayborn.

Sí, eso era. Vaya… el tío era presidente de Teléfonos y Telégrafos Continental. Un millonario hecho y derecho aun ahora, a la sombra de la Depresión.

El hombre continuó:

– «Daddy» Warbucks, tal como te decía. Soy el banquero. En este tipo de «proyectos», digamos, por lo general es mejor que el dinero no provenga de las arcas públicas. Ya soy demasiado viejo para pelear por mi país, pero hago lo que puedo. ¿Eso te deja más tranquilo, chaval?

– Sí.

– Bien. -Clayborn lo miró de pies a cabeza-. Bueno. Sólo me queda una cosa por decir. Referente al dinero. La suma que ellos han mencionado, ¿recuerdas?

Paul hizo un gesto afirmativo.

– Pues bien, dóblala.

Él sintió que le crepitaba la piel. ¡Diez mil dólares! No era capaz ni de imaginarlo.

Gordon giró lentamente la cabeza hacia el senador. Paul comprendió que eso no figuraba en el libreto.

– ¿Me pagarán en efectivo? No quiero cheques.

Por algún motivo eso hizo que el senador y Clayborn rieran con ganas.

– Como tú quieras, claro -dijo el industrial.

El político acercó un teléfono y dio un golpecito al auricular.

– Venga, hijo, ¿qué hacemos? ¿Llamamos a Dewey o no?

El chasquido de una cerilla quebró el silencio: Gordon encendía un cigarrillo.

– Piénsalo, Paul. Te ofrecemos la posibilidad de borrar el pasado. De comenzar otra vez. ¿A cuántos sicarios se les ofrece una oportunidad así?

PARTE DOS. LA CIUDAD DE LOS SUSURROS

Viernes, 24 de julio de 1936

3

Por fin el hombre podía ejecutar aquello para lo que había venido. Eran las seis de la mañana; el S.S. Manhattan, el barco en cuyo pasillo de tercera clase se encontraba, avanzaba poco a poco hacia el puerto de Hamburgo, diez días después de haber zarpado de Nueva York.

El navío era, literalmente, el buque enseña de las United States Lines: el primero de la flota construido exclusivamente para pasajeros. Era enorme (su eslora superaba la longitud de dos campos de fútbol), pero en ese viaje estaba más atestado que nunca. Un cruce transatlántico típico se hacía con seiscientos pasajeros, poco más o menos, y quinientos tripulantes. En ese trayecto, en cambio, las tres clases estaban colmadas por casi cuatrocientos atletas olímpicos, sus representantes, sus entrenadores y otros ochocientos cincuenta pasajeros, en su mayoría parientes, amigos, periodistas y miembros del Comité Olímpico.

La cantidad de pasajeros y las excéntricas necesidades de los atletas y los periodistas a bordo del Manhattan habían dado muchísimo quehacer a la diligente y cortés tripulación, pero en especial a ese hombre gordo y calvo, que se llamaba Albert Heinsler. Por cierto, el puesto de mozo exigía largas horas de trabajo pesado. Pero el aspecto más arduo de esa jornada se debía a su verdadero papel a bordo del barco, del que absolutamente nadie sabía nada. Heinsler se autodenominaba Hombre A, el término que empleaba el servicio de inteligencia nazi para referirse a sus operadores de confianza en Alemania: sus Agenten.