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En realidad, ese reservado soltero de treinta y cuatro años era un simple miembro del Bund germano-americano, chusma estadounidense partidaria de Hitler, más o menos aliada al Frente Cristiano en su oposición a los judíos, los comunistas y los negros. Heinsler no odiaba Norteamérica, pero jamás había podido olvidar los horrorosos días de su adolescencia durante la guerra, tiempos en que su familia había sido lanzada a la pobreza por los prejuicios antigermanos; él mismo había padecido incesantes provocaciones («Heinie, Heinie, Heinie el Huno») e incontables palizas en los callejones y el patio de la escuela.

No, no odiaba su país. Pero amaba la Alemania nazi con todo su corazón y estaba deslumbrado por el mesías Adolf Hitler. Estaba dispuesto a cualquier sacrificio por ese hombre: a aceptar la prisión y hasta la muerte, si era necesario.

Apenas pudo creer en su buena suerte cuando, en el cuartel general de las Tropas de Asalto de Nueva Jersey, el comandante reparó en que ese leal camarada había trabajado como contable de libros a bordo de algunos barcos de pasajeros y le consiguió un puesto en el Manhattan. Vestido con su uniforme pardo, el comandante se reunió con él en los muelles de Atlantic City y le explicó que, si bien los nazis recibían magnánimamente a gente de todo el mundo, les preocupaban los problemas de seguridad que podía producir la llegada de tantos atletas y visitantes. Heinsler debía actuar como representante clandestino de los nazis a bordo de ese barco. Pero no trabajaría llevando registros contables, como antes. Era importante que dispusiera de libertad para moverse por el barco sin despertar sospechas: sería mozo.

¡Pero si eso era la aventura de su vida! De inmediato renunció al empleo que ocupaba en la trastienda de un contable, en la parte baja de Broadway. A su manera típicamente obsesiva, dedicó los días que faltaban para zarpar a prepararse para su misión: pasaba la noche estudiando diagramas del barco, ensayando su papel de mozo y puliendo su dominio del alemán; también aprendió una variante del código Morse, llamada código continental, que se utilizaba para telegrafiar mensajes a Europa y dentro de ella.

Una vez que el barco abandonó el puerto permaneció solo; observaba, escuchaba y era el Hombre A perfecto. Pero durante el tiempo que el Manhattan pasó en alta mar no pudo comunicarse con Alemania: la señal de su equipo inalámbrico era demasiado débil. El barco poseía un potente sistema de radio, desde luego, así como radiotransmisores de onda corta y onda larga, pero él no podía utilizarlos para transmitir su mensaje; para eso tendría que haber involucrado a algún operador de radio de la tripulación, y era vital que nadie oyera ni viera lo que debía decir.

Por el ojo de buey, Heinsler echó un vistazo a la banda gris de Alemania. Sí, creía estar ya lo bastante cerca de la costa como para transmitir. Entró en su minúsculo camarote para retirar de debajo del catre el telégrafo inalámbrico Allocchio Bacchini. Luego echó a andar hacia la escalera que lo llevaría a la cubierta superior, desde donde esperaba que la endeble señal llegara a tierra.

Mientras caminaba por el estrecho corredor volvió a repasar mentalmente su mensaje. Si algo lamentaba era no poder incluir su nombre y afiliación. Aun cuando Hitler, en privado, admiraba lo que hacía el Bund germano-americano, el grupo era tan rabiosa y estentóreamente antisemita que el Führer se había visto obligado a desautorizarlo en público. Si Heinsler incluía cualquier referencia al grupo americano, sus palabras serían ignoradas.

Y ese mensaje en especial no podía de ningún modo ser pasado por alto.

Para el Obersturmführer SS, Hamburgo: soy un devoto nacionalsocialista. He oído que, en los próximos días, un hombre con vínculos rusos planea causar algún daño en altas esferas de Berlín. Aún no sé su identidad, pero continuaré investigando el asunto y confío enviar pronto esa información.

Cuando boxeaba se sentía vivo.

No había sensación comparable. Bailar con esas cómodas zapatillas de piel, calientes los músculos, la piel a la vez fresca por el sudor y cálida por la sangre, en constante movimiento el zumbido de dínamo del cuerpo. Y el dolor, también. Paul Schumann estaba convencido de que se puede aprender mucho del dolor. A fin de cuentas, ésa era la finalidad de todo aquello.

Pero sobre todo le gustaba aquel deporte porque, como en el boxeo, el éxito o el fracaso dependían sólo de sus anchos hombros, marcados por algunas cicatrices, y se debía a la destreza de sus pies, a sus manos poderosas, a su mente. En el boxeo estás solo contra el otro tío, sin compañeros de equipo. Si recibes una paliza es porque el otro es mejor. Así de simple y directo. Y si ganas, todo el mérito es tuyo: porque te entrenaste con la cuerda, dejaste la bebida y los cigarrillos, pasaste horas y horas pensando cómo meterte bajo su guardia, cuáles eran sus puntos débiles. En un estadio de fútbol o de béisbol hay suerte, sí. Pero en el ring de boxeo la suerte no existe.

Ahora bailaba sobre el ring que se había armado en la cubierta principal del Manhattan; todo el barco había sido convertido en un gimnasio flotante para el entrenamiento. Uno de los pugilistas olímpicos, la noche anterior, lo había visto practicar con el saco de arena y le preguntó si quería practicar un poco por la mañana, antes de que el barco llegara a puerto. Paul había aceptado de inmediato.

Esquivó unos cuantos golpes rápidos y conectó con su clásico derechazo, lo que provocó en su adversario un parpadeo de sorpresa. De inmediato recibió un fuerte golpe en el vientre antes de que pudiera ponerse nuevamente en guardia. Al principio estuvo un poco rígido (llevaba algún tiempo sin subir a un ring), pero se había hecho examinar por el joven y sagaz médico de a bordo, un tío llamado Joel Koslow, quien le dijo que podía vérselas cara a cara con boxeadores a los que doblaba la edad. «Pero en su lugar me limitaría a dos o tres rounds», le había advertido el médico, sonriente. «Estos muchachos son fuertes. Zurran de verdad».

Lo cual era cierto, sin duda. Pero a Paul no le importaba. En realidad, cuanto más intenso fuera el ejercicio, tanto mejor: esta sesión, como las de saltar a la cuerda y boxear con su sombra, cosas que había hecho todos los días desde que estaba a bordo, le estaba ayudando a mantenerse en forma para lo que le esperaba en Berlín.

Paul practicaba dos o tres veces por semana. Era muy solicitado como sparring, a pesar de sus cuarenta y un años, pues era un verdadero compendio ambulante de técnicas de boxeo. Estaba acostumbrado a practicar en cualquier parte: en los gimnasios de Brooklyn, en los rings al aire libre de Coney Island y hasta en lugares serios. Damon Runyon era uno de los fundadores del Twentieth Century Sporting Club, junto con Mike Jacobs, el legendario promotor, y unos cuantos periodistas. Él había conseguido que Paul pudiera ejercitarse en el mismo Hipódromo de Nueva York. Una o dos veces llegó a hacer guantes con algunos de los grandes. También practicaba en su propio gimnasio, que funcionaba en un pequeño edificio cercano a los muelles del West Side. Tal como había dicho Avery, no era precisamente un sitio muy fino, pero a los ojos de Paul ese lugar oscuro y mohoso era un santuario; Sorry Williams, que vivía en la trastienda, lo mantenía siempre limpio y tenía a mano hielo, toallas y cerveza.

Ahora el chico finteaba, pero Paul supo inmediatamente de dónde vendría el jab y lo bloqueó; luego le aplicó un sólido golpe al pecho. Pero no llegó a bloquear el siguiente y el guante lo alcanzó de lleno en la mandíbula. Bailó para ponerse fuera del alcance del hombre antes de que llegara el golpe siguiente y ambos volvieron a moverse en círculos.

Mientras se desplazaban sobre la lona, Paul notó que el muchacho era fuerte y veloz, pero no podía separarse de su adversario. Lo desbordarían las ansias de ganar. Claro que se necesitaba deseo, pero más importante aún era observar con calma cómo se movía el otro, buscar las claves que indicaran qué haría a continuación. Ese distanciamiento era absolutamente vital para ser un gran pugilista.