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Y también era vital para un sicario.

Él lo denominaba «tocar el hielo».

Varios años atrás, en un bar de la calle 48, Paul trataba de calmar el dolor de un ojo morado, cortesía de Beavo Wayne, que no era capaz de golpear en el vientre ni para salvar la vida, pero ¡qué habilidad tenía para partir las cejas, el tío! Mientras sostenía un trozo de bistec barato contra su cara, un negro enorme entró por la puerta para efectuar la diaria entrega de hielo. Los repartidores de hielo, en su mayoría, usaban pinzas y cargaban los bloques a la espalda. Éste, en cambio, lo llevaba en las manos, sin guantes siquiera. Paul lo vio pasar detrás del mostrador y depositar el bloque en la artesa.

– Oye -le pidió-, ¿me picas un poco?

El hombre echó un vistazo a la mancha purpúrea que le rodeaba el ojo y, riendo, cogió un picahielo para partir un trozo. Paul lo envolvió en una servilleta y se lo puso contra la cara. Luego deslizó una moneda de diez hacia el repartidor, que dijo:

– Gracias.

– Permíteme una pregunta. ¿Cómo haces para cargar así ese bloque? ¿No te duele?

– Pues mira. -El hombre levantó las manazas. Tenía las palmas llenas de cicatrices, tan suaves y claras como el pergamino que el padre de Paul usaba en otros tiempos para imprimir invitaciones lujosas. El negro explicó-: El hielo también quema, como el fuego. Y deja cicatriz. Pero con tanto tiempo de tocar hielo ya no siento nada.

Tocar el hielo.

La frase se le quedó grabada. Era exactamente lo que le sucedía a él cuando tenía un trabajo entre manos. Estaba convencido de que todos tenemos hielo dentro. Cada uno decide si lo coge o no.

Ahora, en ese improbable gimnasio, a miles de kilómetros de la patria, Paul sentía algo de ese entumecimiento, en tanto se concentraba en la coreografía de aquel combate. Guante contra guante, guante contra piel; aun en el aire fresco del amanecer marítimo esos dos hombres sudaban a chorros mientras se rondaban, buscando los puntos débiles, evaluando los fuertes. A veces conectaban, otras no. Pero se mantenían vigilantes.

En el ring de boxeo no existe la suerte.

Albert Heinsler, encaramado junto a una chimenea, en una de las cubiertas altas del Manhattan, conectó la batería al equipo inalámbrico. Luego sacó la diminuta llave negra y parda del telégrafo y la instaló sobre la unidad.

Le preocupaba un poco utilizar un transmisor italiano, pues pensaba que Mussolini era irrespetuoso con el Führer, pero eso era puro sentimentalismo: sabía que el Allocchio Bacchini era uno de los mejores transmisores portátiles del mundo.

Mientras los tubos se calentaban probó la llave, punto raya, punto raya. Su temperamento compulsivo lo había llevado a practicar horas enteras. Justo antes de zarpar se había cronometrado: era capaz de enviar un mensaje de esa longitud en menos de dos minutos.

Con la vista fija en la costa que se aproximaba, Heinsler inhaló profundamente. Se sentía bien allí arriba, en la cubierta superior. Aunque no se había visto condenado a permanecer en su camarote, basqueando y gimiendo, como varios cientos de pasajeros e incluso algunos tripulantes, detestaba la claustrofobia de permanecer en el interior del buque. Su puesto anterior, contable de libros de a bordo, tenía más categoría que el de mozo; en aquellos tiempos ocupaba un camarote más grande en una cubierta superior. Pero no importaba: el honor de colaborar con el país de sus ancestros compensaba cualquier incomodidad.

Por fin se encendió una luz en la cubierta del equipo de radio. Se inclinó hacia delante para graduar dos de los indicadores y deslizó los dedos sobre la diminuta llave de baquelita. Luego comenzó a transmitir el mensaje, que iba traduciendo al alemán según operaba la llave.

Punto punto raya punto… punto punto raya… punto raya punto… raya raya raya… raya punto punto punto… punto… punto raya punto…

Für Ober…

No llegó más allá.

Heinsler ahogó una exclamación al sentir que una mano aferraba la parte trasera del cuello de la camisa y tiraba de él hacia atrás. Gritó, perdiendo el equilibrio, y cayó contra la suave cubierta de roble.

– ¡No, no, no me haga daño! -Quiso ponerse de pie, pero aquel hombrón ceñudo, que vestía ropas de boxeador, levantó el enorme puño hacia atrás y sacudió la cabeza.

– No te muevas.

Heinsler volvió a caer a cubierta, trémulo.

Heinie, Heinie, Heinie el Huno.

El pugilista alargó la mano para arrancar los cables de la batería.

– Abajo – ordenó, mientras recogía el transmisor-. Deprisa.

Y levantó de un tirón al Hombre A.

– ¿Qué hacías?

– Vete al diablo -dijo el calvo, aunque la voz trémula no se correspondía con las palabras.

Estaban en el camarote de Paul. En la estrecha litera yacían esparcidos el transmisor, la batería y el contenido de sus bolsillos. Paul repitió la pregunta, esta vez con el añadido de un gruñido ominoso:

– Dime.

Fuertes golpes contra la puerta del camarote. Paul dio un paso adelante y, con el puño preparado, abrió la puerta. Entró Vince Manielli.

– He recibido tu mensaje. ¿Qué diablos…? -Y calló, la mirada fija en el prisionero.

Paul le entregó la cartera.

– Albert Heinsler, del Bund germano-americano.

– ¡Ay, Dios mío, el Bund no!

– Tenía eso. -Con un movimiento de cabeza señaló el telégrafo inalámbrico.

– ¿Nos estaba espiando?

– No sé. Pero estaba a punto de transmitir algo.

– ¿Cómo lo has descubierto?

– Digamos que ha sido una corazonada.

Paul prefirió no decir que, si bien en parte confiaba en Gordon y sus muchachos, no sabía hasta qué punto podían actuar con descuido en ese tipo de juego; era posible que estuvieran dejando tras ellos una estela de pistas más ancha que una carretera: notas sobre el barco, comentarios imprudentes sobre Malone o algún otro «despachado», incluso referencias al mismo Paul. No creía que los nazis presentaran mucho peligro; antes bien, lo que temía era que alguno de sus antiguos enemigos de Brooklyn o Nueva jersey se enterara de que él iba en ese barco; prefería estar bien preparado. Por eso, antes de zarpar, había pagado cien dólares de su propio bolsillo a un oficial para que le informara sobre cualquier tripulante que no formara parte del grupo habitual, que se mantuviera aparte o hiciera preguntas extrañas. También sobre cualquier pasajero que le pareciera sospechoso.

Con cien dólares se paga mucho trabajo detectivesco, pero transcurrió todo el viaje sin que el oficial se enterara de nada… hasta que esa mañana había interrumpido el entrenamiento de Paul con el boxeador olímpico para decirle que algunos marineros hablaban de un mozo, un tal Heinsler. El hombre andaba siempre al acecho y no confraternizaba con sus compañeros; lo más raro de todo era que, a la menor ocasión, empezaba a loar a Hitler y los nazis.

Paul, alarmado, había seguido el rastro de Heinsler y lo había encontrado en la cubierta superior, agachado junto a su radio.

– ¿Ha transmitido algo? -preguntó Manielli.

– Esta mañana no. He subido la escalera tras él y le he visto preparar la radio. No ha tenido tiempo de enviar más que unas cuantas letras. Pero tal vez se haya pasado toda la semana transmitiendo.

Manielli echó un vistazo al aparato.

– Con eso no, no creo. Tiene un alcance de pocos kilómetros.

– ¿Qué sabe?

– Pregúntaselo a él -dijo Paul.

– Di, amigo, ¿qué estabas tramando?

El calvo guardó silencio. Paul se inclinó hacia él.

– Desembucha.