– ¿Dónde están sus hombres?
El guardia explicó que había veinticinco desplegados hacia el este, fuera de la vista del cobertizo. Himmler dijo:
– El líder Heydrich y yo permaneceremos aquí y convocaremos una alerta general en la zona. Tráiganos a ese ruso.
– Heil.
El hombre giró sobre sus talones y bajó apresuradamente la escalera, seguido por Taggert. Ambos trotaron hacia el costado este del estadio; allí se reunieron con las tropas y, describiendo un amplio arco hacia el sur, se aproximaron al cobertizo.
Los hombres corrían deprisa, rodeados por los guardias impávidos, entre el ruido de los cerrojos y los seguros de las pistolas, cargando las balas. Sin embargo, en medio de ese aparente dramatismo, Robert Taggert estaba sereno por primera vez en varios días. Tal como el hombre que había matado en el pasaje Dresden (Reggie Morgan), él era una de esas personas que viven a la sombra del Gobierno, la diplomacia y los negocios, cumpliendo lo que se les manda por caminos a veces legítimos, a menudo ilegales. De todo lo que había dicho a Schumann, una de las pocas cosas ciertas era que deseaba con pasión un cargo diplomático, ya fuera en Alemania, ya en otro país; le habría gustado España, desde luego. Pero esas metas no se consiguen con facilidad: es preciso ganarlas, con frecuencia en situaciones descabelladas y peligrosas. Tal como el plan que involucraba a ese pobre bobo de Paul Schumann.
Las instrucciones recibidas de Estados Unidos eran sencillas: habría que sacrificar a Reggie Morgan. Taggert lo mataría para asumir su identidad. Ayudaría a Paul Schumann a planificar la muerte de Reinhard Ernst y, en el último instante, «rescataría» dramáticamente al coronel alemán, como prueba de la firmeza con que Estados Unidos apoyaba a los nacionalsocialistas. Hasta Hitler llegarían noticias del rescate y los comentarios de Taggert sobre ese apoyo. Pero todo resultó muchísimo mejor: él había representado su papel directamente ante Hitler y Göring.
La suerte que corriera Schumann no tenía ninguna importancia; moriría en ese momento, lo cual sería más limpio y conveniente, o sería atrapado y torturado. En este último caso Schumann acabaría por hablar… y contaría algo increíble: que había sido contratado por el Departamento de Inteligencia Naval norteamericano para matar a Ernst. Los alemanes no le harían el menor caso, puesto que el asesino había sido denunciado por Taggert y los norteamericanos. ¿Y si resultaba que no era ruso, sino un pistolero germanoamericano? Pues… probablemente lo habrían reclutado los rusos.
El plan era sencillo.
Sin embargo hubo inconvenientes desde un principio. Él tenía pensado matar a Morgan varios días antes, para reemplazarlo en su primer encuentro con Schumann. Pero Morgan era un hombre muy cauto e inteligente, que sabía llevar una vida encubierta. Taggert no había hallado ninguna oportunidad para matarlo antes de la escena en el pasaje Dresden. ¡Y qué tensa había sido la situación!
Reggie Morgan sólo conocía la contraseña antigua, no la del tranvía para ir a Alexanderplatz; por ende, cuando se encontró con Schumann en el callejón cada uno de ellos creyó que el otro era el enemigo. Taggert había logrado matarlo justo a tiempo para convencer a Schumann de que él era, en verdad, el agente norteamericano, puesto que sabía la frase correcta, tenía el pasaporte falso y pudo hacer una descripción exacta del senador. Además procuró ser el primero en registrar los bolsillos del muerto. Así fingió encontrar pruebas de que Morgan pertenecía a las Tropas de Asalto, aunque el carné que mostró a Schumann sólo certificaba, en realidad, que el portador había donado una suma de dinero a un fondo para los veteranos de guerra. En Berlín medio mundo tenía esas tarjetas, puesto que los Camisas Pardas eran muy hábiles cuando se trataba de solicitar «contribuciones».
El mismo Schumann le causó algunos quebraderos de cabeza. Era sagaz, sí, mucho más de lo que Taggert esperaba de un matón. Era desconfiado por naturaleza y nunca revelaba lo que estaba pensando. Taggert había tenido que vigilar lo que decía y hacía, recordar constantemente que él era Reginald Morgan, un funcionario civil tenaz y mediocre. Le horrorizó, por ejemplo, que Schumann insistiera en registrar el cadáver de Morgan por si tuviera tatuajes. Si tenía alguno, probablemente pondría «U. S. Navy», o quizá el nombre del barco donde había servido durante la guerra. Pero el destino le sonrió: ese hombre nunca había estado bajo una aguja.
Taggert llegó al cobertizo con los guardias uniformados de negro. Allí asomaba el cañón del máuser, como si Paul Schumann buscara su blanco. Los soldados se desplegaron en silencio; el oficial dirigía a sus hombres con ademanes de la mano. El norteamericano quedó más impresionado que nunca por las brillantes tácticas alemanas.
Ya se acercaban, cada vez más. Schumann continuaba apuntando al balcón, detrás del palco de la prensa. Debía de estar preguntándose qué pasaba, por qué Ernst tardaba tanto en salir. ¿Le habrían transmitido la llamada de Webber?
Mientras los hombres de la SS rodeaban el cobertizo, eliminando cualquier posibilidad de que Schumann pudiera escapar, Taggert recordó que, cuando hubiera acabado allí, debía regresar a Berlín y buscar a Otto Webber para matarlo. También a Käthe Richter.
Cuando los jóvenes soldados estuvieron apostados alrededor del cobertizo, el norteamericano susurró:
– Iré a hablarle en ruso para que se rinda.
El comandante de la SS asintió. Taggert sacó la pistola del bolsillo. No corría ningún peligro, desde luego, pues el máuser tenía el cañón bloqueado. Aun así avanzó con lentitud, fingiendo cautela y nerviosismo.
– No os mováis -susurró-. Yo entraré primero.
El de la SS enarcó las cejas, impresionado por su valentía.
Taggert levantó la pistola y avanzó hacia el vano de la puerta. La boca del rifle continuaba moviéndose de lado a lado. Era palpable la frustración del sicario al no hallar un blanco.
Con un movimiento veloz, Taggert abrió una de las puertas de par en par y levantó la pistola, aplicando presión al gatillo. Dio un paso adentro.
Y ahogó una exclamación. Lo recorrió un escalofrío.
El máuser continuaba su recorrido por el estadio, moviendo lentamente el cañón de un lado a otro. Pero no eran las manos del asesino las que sostenían el mortífero rifle, sino unos trozos de cordel arrancados de las cajas y atados a una viga del techo.
Paul Schumann había desaparecido.
27
Corría.
No era, en absoluto, su ejercicio favorito, aunque Paul solía correr o trotar en el gimnasio, a fin de mantener las piernas en forma y eliminar del organismo el tabaco, la cerveza y el whisky. Y ahora corría como Jesse Owens.
Corría para salvar la vida.
A diferencia del pobre Max, muerto a disparos en plena calle mientras huía de la SS, Paul no llamaba la atención: vestía ropas y zapatillas de gimnasia que había robado de los vestuarios del Estadio Olímpico; parecía uno entre tantos miles de atletas que, en Charlottenburg y sus alrededores, se entrenaban para los Juegos. Ya estaba a unos cuatro kilómetros y medio del estadio; iba de regreso a Berlín, moviendo enérgicamente las piernas para poner distancia entre él y la traición, que aún debía esclarecer.
Le sorprendía que Reggie Morgan (si acaso era Morgan) hubiera cometido un error tan burdo después de haber urdido un plan tan complicado para tenderle una trampa. Evidentemente, había sicarios que no revisaban sus herramientas antes de cada trabajo. Pero eso era una locura. Cuando uno se enfrentaba a hombres implacables, siempre armados, había que asegurarse de tener las propias armas en condiciones perfectas: que nada estuviera descabalado.