En aquel cobertizo, caldeado como un horno, Paul había montado la mira telescópica; luego se aseguró de que las calibraciones estuvieran en los mismos números que en la galería de tiro de la casas de empeño. Por fin, como última comprobación, retiró el cerrojo del máuser y miró a lo largo del cañón. Estaba bloqueado. Al principio supuso que sería algo de polvo o creosota del estuche de fibra en el que lo llevaba. Pero después de hurgar con un trozo de alambre estudió atentamente lo que se había desprendido. Alguien había vertido plomo fundido por la boca del arma. Si disparaba, el cañón estallaría o el cerrojo se dispararía hacia atrás, atravesándole el pecho.
Durante la noche el rifle había estado en manos de Morgan. Era la misma arma: el día anterior, mientras lo observaba, Paul había reparado en una configuración característica de la veta. Obviamente Morgan, o quienquiera que fuese, la había saboteado.
Paul actuó deprisa; arrancó el cordel de algunas cajas y colgó el rifle del techo, para crear la ilusión de que él aún estaba allí. Luego salió subrepticiamente al exterior y se unió a un grupo de la SS que marchaba hacia el norte. Se separó de ellos al llegar a las piscinas, donde buscó una muda de ropa y calzado, se deshizo del uniforme de la SS y rompió su pasaporte ruso para arrojarlo al inodoro.
Ahora estaba a media hora del estadio y corría, corría…
Con la ropa ya empapada de sudor, abandonó la carretera para encaminarse hacia el centro de una aldea pequeña, donde encontró una fuente hecha a partir de un antiguo abrevadero para caballos. Inclinado hacia el caño, bebió un litro de aquella agua caliente y con sabor a herrumbre. Luego se mojó la cara.
¿A qué distancia de la ciudad estaría? A unos seis kilómetros, calculó. Al ver que dos oficiales, de uniforme verde y alto sombrero verde y negro, detenían a un hombre para exigirle sus papeles, giró disimuladamente y se alejó por las calles laterales. Era demasiado peligroso continuar hasta Berlín a pie.
Alrededor de la estación de ferrocarril había varias hileras de vehículos aparcados. Escogió un DKW sin capota y, una vez seguro de que nadie lo veía, utilizó una piedra y una rama quebrada para romper la cerradura. Luego buscó los cables, cortó con los dientes la tela que los aislaba y entretejió los hilos de cobre. Al pulsar el botón de arranque, el motor rechinó por un momento, pero no arrancó. Hizo una mueca al recordar que no había regulado el estárter. Lo ajustó e hizo otro intento. Esta vez el motor cobró vida, petardeando, y él movió la manivela hasta que lo oyó funcionar con suavidad. Necesitó un momento para entender cómo funcionaban las marchas, pero al instante partía hacia el este por las calles estrechas de la aldea. Mientras tanto se preguntaba quién lo habría traicionado.
Y por qué. ¿Acaso por dinero? ¿Por política? ¿Por algún otro motivo?
Pero en esos momentos no podía hallar respuesta alguna a esas preguntas: la fuga ocupaba todos sus pensamientos.
Pisó el acelerador a fondo y viró hacia una carretera ancha e inmaculada; un letrero le aseguró que el centro de Berlín se hallaba a seis kilómetros de distancia.
Un alojamiento modesto, cerca de la calle Bremer, en el sector noroeste de la ciudad. La vivienda de Reginald Morgan, típica de ese barrio, era un lúgubre edificio de cuatro pisos que databa de los tiempos del Segundo Imperio, aunque no recordaba en absoluto las glorias prusianas.
Willi Kohl y el candidato a inspector se apearon del DKW. Al oír nuevamente las sirenas levantaron la vista: un camión lleno de hombres de la SS pasaba deprisa por la calle; otra entrega de la alerta secreta de seguridad, aún más amplia que la anterior; al parecer se estaban estableciendo controles de carreteras en toda la ciudad. También Kohl y Janssen fueron parados. El guardia de la SS echó una mirada desdeñosa al carné de la Kripo y les indicó por señas que pasaran. Cuando el inspector le preguntó qué sucedía, se limitó a ordenarles secamente:
– Circulen.
Ahora Kohl tocaba la campanilla instalada junto a la maciza puerta principal. Mientras esperaban golpeaba con impaciencia el suelo con un pie. Dos largos timbrazos más tarde abrió la puerta una casera fornida, con vestido oscuro y delantal, quien abrió mucho los ojos al ver a dos hombres de traje, muy serios.
– Heil. Disculpen los señores la tardanza. Es que mis piernas ya no…
– Inspector Kohl, de la Kripo. -Mostró su credencial para que la mujer se tranquilizara un poco: al menos no era la Gestapo.
– ¿Conoce usted a este hombre? -Janssen exhibía la foto del pasaje Dresden.
– ¡Ach, pero si es el señor Morgan! Vive aquí. No parece muy… ¿Ha muerto?
– Sí, señora.
– Dios nos guar… -La frase, políticamente cuestionable, murió en sus labios.
– Nos gustaría ver sus habitaciones.
– Sí, señor, por supuesto. Por aquí. -Cruzaron un patio tan abrumadoramente sombrío que habría entristecido hasta al irreprimible Papageno de Mozart. La mujer caminaba meciéndose hacia delante y hacia atrás.
– A decir verdad, señores, ese hombre siempre me pareció algo extraño. -Lo dijo echando cautelosas miradas a Kohl, para dejar claro que ella no era cómplice de Morgan, por si lo habían matado los nacionalsocialistas, pero también que su conducta no era tan sospechosa como para denunciarlo-. No lo hemos visto en todo un día. Salió ayer, justo antes del almuerzo, y no ha regresado.
Franquearon otra puerta cerrada con llave, al final del patio, y luego subieron dos tramos de escalera que olían a cebolla y encurtidos.
– ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí? -preguntó Kohl.
– Tres meses. Pagó seis meses por adelantado. Y me dio una propina… -Se le apagó la voz-. Pero no muy grande.
– ¿Los cuartos estaban amueblados?
– Sí, señor.
– ¿Recuerda usted que haya recibido algún visitante?
– No que yo sepa. Yo no he hecho pasar a ninguno.
– Muéstrele el dibujo, Janssen.
Él mostró el retrato de Paul Schumann.
– ¿Ha visto a este hombre?
– No, señor. ¿También ha muerto? -La mujer añadió abruptamente-: Quiero decir… No, no lo he visto nunca.
Kohl la miró a los ojos. Eran evasivos, pero por miedo, no por engaño, y él le creyó. A sus preguntas respondió que Morgan era comerciante, que no recibía llamadas telefónicas en la casa y que recogía su correspondencia en correos. No sabía si tenía sus oficinas en otro lugar. Nunca había dicho nada concreto sobre su trabajo.
– Bien, ahora déjenos.
– Heil -saludó ella. Y se escabulló como un ratón. Kohl recorrió la habitación con una mirada.
– ¿Ha notado, Janssen, que he hecho una deducción equivocada?
– ¿A qué se refiere, señor?
– He supuesto que el señor Morgan era alemán porque usaba prendas de paño hitleriano. Pero no todos los extranjeros tienen tanto dinero como para vivir en Unter den Linden y comprar ropa de primera calidad en KaDeWe, aunque ésa sea nuestra impresión.
Su asistente reflexionó por un momento.
– Es verdad, señor. Pero quizá tenía otro motivo para usar ropa ersatz.
– ¿Quizá deseaba hacerse pasar por alemán?
– Sí, señor.
– Bien, Janssen. Aunque tal vez, antes que hacerse pasar por uno de nosotros, lo que buscaba era no llamar la atención. De cualquier modo, ambas cosas lo hacen sospechoso. Veamos ahora si podemos restar misterio a nuestro misterio. Comencemos por los armarios.
El candidato a inspector abrió una puerta e inició su examen del contenido.
Kohl, por su parte, escogió la búsqueda menos exigente: se instaló en una silla chirriante para revisar los documentos del escritorio. Al parecer el norteamericano había sido una suerte de mediador, que proporcionaba servicios a varias empresas estadounidenses localizadas en Alemania. A cambio de una comisión ponía en contacto a un comprador norteamericano con un vendedor alemán o viceversa. Cuando venían a la ciudad empresarios de Estados Unidos se contrataba a Morgan para que los entretuviera y concertara reuniones con representantes alemanes de Borsig, Bata Shoes, Siemens, I. G. Farben, Opel y muchas más.