Es un asunto de seguridad del Estado…
Willi Kohl no permitió que por su cara pasara expresión alguna, pero la verdad que encerraba ese comentario lo abochornó por un momento. Observó con atención a Schumann. Parecía tranquilo. Kohl no detectó ninguna señal de falsedad, aunque ésa era una de sus especialidades.
– Continúe.
– Ayer debía encontrarme con Morgan.
– ¿A qué hora? ¿Y dónde?
– Alrededor del mediodía. Ante una cervecería de la calle Spener.
Al lado del pasaje Dresden, reflexionó Kohl. Y más o menos a la hora del homicidio. Sin duda, si ese hombre tenía algo que ocultar no reconocería haber estado cerca de la escena del crimen. ¿O tal vez sí? Los delincuentes nacionalsocialistas eran, en general, estúpidos y transparentes. Kohl se dio cuenta de que tenía ante sí a un hombre muy sagaz, aunque él no pudiera saber si era un criminal o no.
– Pero, por lo que usted dice, el verdadero Reginald Morgan no apareció. Fue Taggert.
– En efecto, aunque por entonces yo no lo sabía. Dijo que él era Morgan.
– ¿Y qué sucedió cuando se encontraron?
– Fue muy breve. Estaba alterado. Me arrastró a ese pasaje; dijo que había sucedido algo y que debíamos encontrarnos más tarde. En un restaurante.
– ¿Cuál?
– El Jardín Estival.
– Donde la cerveza no fue de su agrado.
Schumann parpadeó. Luego repuso:
– Pero ¿ese brebaje puede ser del agrado de alguien?
Kohl se contuvo para no sonreír.
– ¿Y usted se encontró nuevamente con Taggert en el Jardín Estival, como estaba planeado?
– En efecto. Allí se nos unió un amigo. No recuerdo cómo se llamaba.
– Ah, el obrero.
– Susurró algo a Taggert, que pareció preocupado, y dijo que debíamos salir pitando… -El inspector frunció el entrecejo ante esa traducción literal de lo que debía de ser una expresión idiomática-… quiero decir, largarnos. Ese amigo creía que por allí andaba la Gestapo o algo así. Como Taggert pensaba lo mismo, salimos por la puerta lateral. Eso debería haberme hecho entender que algo andaba mal, pero para mí era como una aventura, ¿comprende? Justo lo que buscaba para mis artículos.
– Color local -apuntó Kohl lentamente, mientras se decía que una gran mentira resulta mucho más creíble si el mentiroso le añade pequeñas verdades-. ¿Se reunió usted con ese tal Taggert en otras ocasiones? -Señaló el cadáver con la cabeza-. Además de hoy, desde luego. -Se preguntaba si el hombre admitiría haber estado en la plaza Noviembre de 1923.
– Sí -dijo Schumann-. En una plaza, ese mismo día. Era un barrio feo, cerca de la estación Oranienburger. Junto a una gran estatua de Hitler. Debíamos encontrarnos con otro contacto, pero el tío jamás apareció.
– Y ustedes «salieron pitando» otra vez.
– En efecto. Taggert se asustó de nuevo. Era obvio que allí pasaba algo raro. Fue entonces cuando decidí que era mejor cortar las relaciones con él.
– ¿Y qué fue de su sombrero Stetson? -preguntó Kohl deprisa.
Una expresión preocupada.
– Pues si he de serle sincero, detective Kohl, iba caminando por la calle cuando vi que unos… -Vaciló en busca de una palabra-. ¿Unas bestias? ¿Rudos?
– Sí. Unos matones.
– De uniforme pardo.
– Tropas de Asalto.
– Matones -repitió Schumann con cierta repugnancia-. Estaban golpeando a un librero y a su esposa. Me pareció que iban a matarlos y lo impedí. Un momento después había diez o doce de ésos persiguiéndome. Arrojé algunas prendas por la alcantarilla para que no me reconocieran.
«Este hombre es fuerte», pensó Kohl. «Y sagaz».
– ¿Va a arrestarme por golpear a unos matones nazis?
– Eso no me interesa, señor Schumann. Lo que me importa de verdad es la finalidad de toda esta mascarada que organizó el señor Taggert.
– Trataba de amañar algunas de las pruebas de los Juegos Olímpicos.
– ¿Amañar?
El norteamericano reflexionó un momento.
– Hacer que un jugador pierda deliberadamente. Es lo que había estado haciendo aquí en los últimos meses: organizando grupos de apuestas en Berlín. Los colegas de Taggert apostarían contra algunos de los favoritos norteamericanos. Como yo tengo credencial de prensa, puedo acercarme a los atletas. Él quería que los sobornara para que perdieran adrede. Por eso, supongo, estaba tan nervioso este último par de días. Debía mucho dinero a algunos de vuestros mafiosos, como él los llamaba.
– ¿Y mató a Morgan para poder ocupar su lugar?
– En efecto.
– ¡Qué plan tan complicado! -observó Kohl.
– Había mucho dinero en juego. Cientos de miles de dólares.
Otra mirada al cuerpo tendido en el suelo.
– Ha dicho usted que ayer decidió poner fin a su relación con el señor Taggert. Sin embargo está aquí. ¿Cómo se ha producido esta trágica «pelea», como usted la llama?
– Él no aceptó mi negativa. Estaba desesperado por conseguir la pasta; para hacer las apuestas había pedido mucho dinero prestado. Hoy ha venido a amenazarme. Ha dicho que lo amañarían todo para que el asesino de Morgan pareciera ser yo.
– Para obligarlo a usted a ayudarlos.
– Sí. Pero le he dicho que no me importaba. Que lo denunciaría de cualquier modo. Entonces ha sacado esa pistola para apuntarme. Luchamos y él ha caído. Supongo que se ha roto el cuello.
La mente de Kohl aplicó instintivamente la información que Schumann acababa de proporcionarle a los hechos y a lo que él sabía sobre la naturaleza humana. Algunos detalles concordaban; otros eran chocantes. Willi Kohl siempre se obligaba a mantener la mente abierta ante la escena de un crimen, a no extraer conclusiones apresuradas. Ahora lo hizo automáticamente; sus pensamientos quedaron trabados. Era como si una tarjeta perforada se hubiera atascado en una de las máquinas clasificadoras DeHoMag.
– Usted ha luchado en defensa propia y él ha muerto en una caída.
Una voz de mujer dijo:
– Sí, es exactamente lo que ha sucedido.
Kohl se giró hacia la silueta que asomaba en el vano de la puerta. Ella aparentaba unos cuarenta años; era esbelta y atractiva, aunque su cara reflejaba cansancio y preocupación.
– ¿Su nombre, por favor?
– Käthe Richter. -Ella le entregó automáticamente el carné-. Administro este edificio en ausencia de su propietario.
El documento confirmaba su identidad; él se lo devolvió.
– ¿Y usted ha presenciado los hechos?
– Estaba aquí, en el pasillo. Como oía ruidos dentro, he abierto un poco la puerta. Y lo he visto todo.
– Sin embargo, a nuestra llegada usted no estaba aquí.
– He tenido miedo. No quería que me involucraran.
Conque la mujer figuraba en alguna lista de la Gestapo o la SD.
– No obstante se ha presentado, señorita.
– Después de reflexionar un momento, he pensado que tal vez queden en esta ciudad algunos policías que se interesen por saber la verdad. -Lo dijo en tono desafiante.
Entró Janssen y miró a la mujer, pero Kohl preguntó, sin darle explicaciones:
– ¿Y…?
– En la Embajada estadounidense dicen que no conocen a ningún Robert Taggert.
Kohl, con un gesto afirmativo, continuó analizando la información. Finalmente se acercó al cadáver de Taggert.
– ¡Qué caída afortunada! -dijo-. Desde su punto de vista, señor Schumann, por supuesto. Y usted, señorita Richter… Le repetiré la pregunta: ¿ha presenciado personalmente la lucha? Debe responderme con sinceridad.
– Sí, sí. Ese hombre tenía una pistola. Iba a matar al señor Schumann.
– ¿Conoce usted a la víctima?
– No, no lo había visto nunca.
Kohl echó otra mirada al cadáver; luego se enganchó el pulgar en el bolsillo del reloj.
– Esto de ser detective es un trabajo extraño, señor Schumann. Uno trata de interpretar las pistas y seguirlas a donde conduzcan. Y en este caso las pistas me pusieron sobre sus pasos; en realidad me condujeron directamente hasta aquí. Ahora parece que esas mismas pistas indican que, en realidad, el hombre que he estado buscando era este otro.