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– ¿Cuánto tiempo la retenemos?

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Y qué le digo a mi jefe?

– Que pregunten al inspector Rebus -dijo antes de entrar en la sala de interrogatorios.

– Me ha parecido impecable, señor.

Rebus se detuvo.

– ¿Qué?

– Su dominio de las tarifas de prostitución.

– Es mi trabajo -replicó sonriente.

– Una última pregunta, señor…

– Diga, Sharpe.

– ¿Por qué hace esto? ¿Qué gana con ello?

Rebus lo pensó y frunció la nariz.

– Es una buena pregunta -respondió finalmente, abriendo la puerta y entrando en la sala de interrogatorios.

Pero sí lo sabía. Lo supo de inmediato: porque se parecía a Sammy. Sin maquillaje y sin lágrimas y con ropa normal, era su vivo retrato.

Y veía que estaba muerta de miedo y quizás él podría ayudarla.

– ¿Cómo te llamo? ¿Candice? ¿Cuál es tu verdadero nombre?

Ella le cogió la mano y la apretó contra su cara. Rebus se señaló con el dedo.

– John -dijo.

– Don.

– John.

– Chaun.

– John -repitió él sonriente a tono con ella-. John.

– John.

Asintió con la cabeza.

– Eso es. ¿Y tú? -dijo, apuntándola a ella-. ¿Tú quién eres?

– Candice -respondió ella finalmente con un fulgor mortecino en la mirada.

Capítulo 4

Rebus no conocía a Tommy Telford, pero sabía dónde encontrarle.

Flint Street era un pasaje entre Clerk Street y Buccleuch Street, cerca de la universidad. Ya habían cerrado casi todas las tiendas, pero el salón de juegos estaba siempre lleno y desde su oficina en Flint Street Telford dirigía el negocio de alquiler de máquinas tragaperras a clubs y locales de la ciudad. Flint Street era el centro de su imperio oriental.

Hasta su llegada a Edimburgo el dueño del negocio había sido un tal Davie Donaldson, pero no tardó en retirarse de un día para otro por «motivos de salud». Y quizá no andaba muy descaminado, pues si Tommy Telford quería algo y se le negaba, la salud de uno podía correr peligro. Ahora Donaldson andaría por ahí escondiéndose; no de Telford sino de Big Ger Cafferty, que le había confiado la concesión mientras él purgaba una pena de prisión en Barlinnie. Se comentaba que Cafferty dirigía desde la cárcel la delincuencia de Edimburgo con la misma eficacia que cuando estaba en libertad, pero lo cierto era que los gángsteres, como la naturaleza, lo invadían todo y ahora era Tommy Telford el que estaba en alza.

Telford se había criado en Ferguslie Park de Paisley. A los once años formaba parte de la banda del barrio y cuando era un crío de doce, la policía fue por su casa para hacer unas pesquisas sobre una epidemia de neumáticos rajados. Allí lo encontraron con otros miembros de la banda, casi todos mayores que él, pero no cabía duda sobre quién ostentaba la jefatura.

La banda había crecido al mismo ritmo que él haciéndose con una buena porción de Paisley, gracias a la venta de droga, la explotación de prostitutas y todo tipo de extorsiones. Telford poseía ahora acciones en casinos y tiendas de vídeo, en restaurantes y en una empresa de transporte, y era propietario de numerosos pisos con varios centenares de inquilinos. Sus intentos de acaparar Glasgow habían resultado fallidos y había dirigido sus miras a otras plazas. Corría la voz de que había hecho amistad con un mafioso importante de Newcastle, algo insólito desde los tiempos en que los Kray de Londres contrataban matones a «Big Arthur» de Glasgow.

Hacía un año que estaba en Edimburgo y al principio se había contentado discretamente con adquirir un casino y un hotel, pero de la noche a la mañana era omnipresente en la ciudad, como un nubarrón; había desplazado a Davie Donaldson, con lo que asestaba a Cafferty un golpe bajo bien calculado ante el que a éste no le quedaba más remedio que ceder u ofrecer resistencia. Todo el mundo esperaba que la cosa se pusiera al rojo vivo…

Coronaba el salón de juegos un cartel con el título de «Fascination Street» y dentro, las máquinas eran como una lluvia de destellos en fuerte contraste con las caras impávidas de los jugadores; abundaban las de tiroteos con gran pantalla de vídeo y sonido digital con improperios.

– «Te crees muy fuerte, ¿eh, rufián?» -espetó una al paso de Rebus.

Los juegos tenían nombres como Heraldo y Necrópoli. Esto último recordó a Rebus lo viejo que empezaba a sentirse. Miró a los jugadores y vio algunas caras conocidas de chavales que ya habían pasado por St. Leonard; satélites de la banda de Telford a la espera de integrarse en ella y que rondaban por allí como huérfanos con la esperanza de que la familia los adoptase. Eran en su mayoría hijos de matrimonios rotos o de madres trabajadoras, viejos para su edad.

Del café salió un ayudante.

– ¿Quién ha pedido un bocata de beicon?

Rebus sonrió a las caras que se volvieron hacia él. Lo de beicon era un eufemismo de cerdo, un epíteto aplicable a él. Pero no le miraron demasiado, atentos como estaban a asuntos más trascendentes. Al fondo vio las máquinas grandes: motos a escala reducida para montarlas y correr sobre un circuito virtual proyectado en la pantalla. Había un grupito de admiradores rodeando a un joven con cazadora de cuero que estaba sentado en una de ellas. No era una cazadora de mercadillo sino un modelo especial, de calidad. Componían el resto del atuendo, unas botas puntiagudas relucientes, vaqueros negros ajustados y un jersey blanco de cuello cisne. El príncipe y sus cortesanos. Steely Dan: «Joven Carlomagno». Rebus se abrió paso entre los sorprendidos mirones.

– ¿Nadie quiere ese bocata de beicon? -preguntó.

– ¿Quién es usted? -preguntó el de la moto.

– El inspector Rebus.

– Un hombre de Cafferty -dijo el motorista con convicción.

– ¿Qué dices…?

– Me han contado que son buenos amigos.

– Fui yo quien le encerró.

– Pero no a todos los polis les autorizan la visita.

Rebus advirtió que aunque Telford fijaba la mirada en la pantalla no dejaba de observarle por el reflejo de la misma. Le miraba y le hablaba sin interrumpir la conducción de la moto trazando hábilmente las cerradas curvas.

– ¿Algún problema, inspector?

– Sí; hay un problema: hemos cogido a una de tus chicas.

– ¿Mis qué?

– Dice que se llama Candice. Es todo cuanto sabemos. Pero esto de las putas extranjeras es una novedad y tú también eres bastante nuevo en la plaza.

– No le entiendo, inspector. Yo soy proveedor de productos y servicios al sector del ocio. ¿Me está acusando de proxeneta?

Rebus empujó con el pie la moto, que hizo un trompo en la pantalla y fue a chocar con la valla protectora. La imagen de la pantalla cambió y la carrera volvió a iniciarse.

– Ya ve, inspector -dijo Telford sin volverse-, es lo bueno de los juegos, que se puede volver a empezar aunque se produzca un accidente. Algo no tan fácil en la vida real.

– Pero si se desenchufa se acabó el juego.

Telford se dio la vuelta mirándole cara a cara. De cerca parecía muy joven. Casi todos los gángsteres que él había conocido tenían aspecto de gastados y desnutridos aunque estuvieran sobrealimentados. El aspecto de Telford era el de un nuevo tipo de bacteria, rara y de rasgos desconocidos.

– Bueno, ¿de qué se trata, Rebus? ¿Algún recado de Cafferty?

– De Candice -replicó Rebus despacio, trasluciendo su ira en un leve temblor de la voz. De haber tenido un par de copas ya habría tumbado a Telford de un puñetazo-. A partir de hoy no cuentes con ella, ¿entendido?

– No conozco a ninguna Candice.

– ¿Entendido?

– Un momento. A ver si lo entiendo. ¿Quiere que esté de acuerdo con usted en que una mujer a la que no conozco deje de trabajar con la raja?