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– Buenas noches.

Tendría poco más de treinta años y llevaba el pelo negro bien peinado hacia atrás, salvo un rizo que le caía entre las cejas.

– ¿Tiene alguien cambio de una libra?

Buscaron en los bolsillos, pero ninguno de los tres llevaba.

– Bien, es igual.

Aunque la máquina parpadeaba importe exacto, el joven echó la moneda de una libra y pulsó en «Té solo sin azúcar», agachándose a retirar el vaso y sin prisa por marcharse.

– Ustedes son policías -dijo. Hablaba arrastrando las palabras con cierta nasalidad característica de los escoceses de clase alta. Sonrió-. No creo conocerlos por razones profesionales, pero es algo que siempre se nota.

– Y usted es abogado -aventuró Rebus. El hombre asintió con la cabeza-. Y ha venido en representación de los intereses de un tal Thomas Telford.

– Soy el asesor jurídico de Daniel Simpson.

– Lo que viene a ser lo mismo.

– Tengo entendido que acaban de ingresar a Daniel -dijo el hombre soplando sobre el té y dando un sorbo.

– ¿Quién le ha dicho que había ingresado en este hospital?

– Bueno, no creo que eso sea asunto suyo, agente…

– Inspector Rebus.

El hombre cambió de mano el vaso de té para tender la derecha.

– Charles Groal -dijo mirando la camiseta de Rebus-. ¿Es eso lo que se denomina ir de paisano, inspector?

Claverhouse y Clarke se presentaron también y Groal les entregó ceremoniosamente sendas tarjetas.

– Me imagino que aguardan aquí con intención de interrogar a mi cliente.

– Así es -respondió Claverhouse.

– ¿Quiere decirme por qué motivo, sargento Claverhouse? ¿O debo dirigir la pregunta a su superior?

– No es mi… -comenzó a replicar Claverhouse, pero calló al ver la mirada de Rebus.

Groal enarcó una ceja.

– ¿Que no es su superior? Pues con toda evidencia lo es tratándose de un inspector y un sargento -miró al techo tamborileando con un dedo en el vaso-. No son realmente colegas -añadió bajando la vista y clavándola en Claverhouse.

– El sargento Claverhouse y yo estamos adscritos a la Brigada Criminal escocesa -terció Clarke.

– Y el inspector Rebus no -comentó Groal-. Fascinante.

– Yo estoy en St. Leonard.

– En cuyo caso, este asunto es competencia exclusiva de su jurisdicción. Por lo que la Brigada Criminal…

– Sólo queremos saber qué sucedió -añadió Rebus.

– Fue una caída, ¿no es eso? Por cierto, ¿cómo se encuentra?

– Muy amable por preocuparse -murmuró Claverhouse.

– Está inconsciente -dijo Clarke.

– Y probablemente camino del quirófano en breve. ¿O hacen antes una radiografía? No estoy muy al corriente del procedimiento.

– Puede preguntarlo a una enfermera -comentó Claverhouse.

– Sargento Claverhouse, advierto cierta hostilidad.

– Es su tono normal -dijo Rebus-. Escuche, usted ha venido para asegurarse de que Danny Simpson mantiene el pico cerrado y nosotros estamos aquí para escuchar el cuento macabeo que elaboren entre los dos para nuestro deleite. Creo que lo he resumido con bastante exactitud, ¿no le parece?

Groal ladeó levemente la cabeza.

– He oído hablar de usted, inspector. Muchas veces las anécdotas que se cuentan son exageradas, pero me complace decirle que en su caso no.

– Es una leyenda viva -añadió Clarke.

Rebus lanzó un bufido y volvió a Accidentes y Urgencias.

En el interior había un agente de uniforme sentado en una silla con la gorra en el regazo y un libro encima. Rebus acababa de verle media hora antes. Ahora montaba guardia ante una puerta cerrada tras la cual se oía hablar en voz baja. El agente, llamado Redpath, pertenecía a la comisaría de St. Leonard y llevaba en el Cuerpo menos de un año; por ser de los últimos ingresados con estudios universitarios le decían «el profesor». Era un muchacho alto, con granos y mirada tímida. Al ver llegar a Rebus cerró el libro sin quitar el dedo de la página.

– Ciencia ficción -dijo-. Pensé que con la edad perdería la costumbre.

– Hay muchas cosas de las que no perdemos la costumbre, hijo. ¿De qué trata?

– De lo de siempre: amenazas a la estabilidad del tiempo continuó y de universos paralelos -respondió Redpath alzando la vista-. ¿Qué piensa usted de los mundos paralelos, señor?

Rebus señaló la puerta con la cabeza.

– ¿Quién hay ahí?

– Ha sido un atropello. El conductor se dio a la fuga.

– ¿Está grave? -El profesor se encogió de hombros-. ¿Dónde fue?

– Al final de Minto Street.

– ¿Han localizado el coche?

Redpath negó con la cabeza.

– Estamos a la espera por si ella puede aclarar algo. ¿Y usted, señor, qué lleva?

– Un caso parecido, hijo. Mundos paralelos, por así decirlo.

Apareció Siobhan Clarke con otra taza de café, y a guisa de saludo dirigió una inclinación de cabeza a Redpath, quien se puso en pie, cortesía que le valió una tenue sonrisa de ella.

– Telford no querrá que Danny hable -comentó a Rebus.

– Es evidente.

– Y mientras querrá ajustar cuentas.

– Qué duda cabe.

Siobhan cruzó su mirada con la de Rebus.

– Creo que se ha pasado un poco -añadió refiriéndose a Claverhouse pero sin mencionar su nombre delante del uniformado.

Rebus asintió con la cabeza.

– Ah, bueno, gracias -pensando en que era lógico que no hubiera comentado nada en el momento de la intervención de Claverhouse.

Ahora eran compañeros y no le convenía incomodarle.

Se entreabrió la puerta para dar paso a una doctora joven con aspecto de agotada. A sus espaldas, Rebus vio una cama con el bulto de un cuerpo y personal ajetreado con diversos aparatos. La puerta volvió a cerrarse.

– Vamos a hacerle un escáner cerebral -dijo la doctora a Redpath-. ¿Han avisado a la familia?

– No sabemos cómo se llama.

– Sus efectos personales están ahí dentro -dijo la mujer entreabriendo la puerta y pasando al interior.

La ropa estaba doblada en una silla y debajo había una bolsa. Al cogerla la doctora, Rebus vio algo: una caja plana de cartón blanco.

Una caja de pizza. Vaqueros negros, sostén negro y blusa roja de satén. Y una trenca negra.

– John…

Zapatos igualmente negros de tacón bajo y punta cuadrada, nuevos salvo por las rozaduras, como si los hubieran arrastrado por el pavimento.

Entró como una tromba. Tapaba sus facciones la mascarilla de oxígeno y sólo se veía la frente llena de cortes y magulladuras en la parte que dejaba al descubierto el cabello apartado; tenía los dedos colorados y la palma de las manos en carne viva. No estaba tendida en una cama sino en una camilla metálica ancha.

– Por favor, señor, aquí no puede estar.

– ¿Qué sucede?

– Este caballero…

– John, John, ¿qué te pasa?

Le habían quitado los pendientes. Tres agujeros pequeñitos; uno de ellos más rojo que los otros. Vio su rostro sobre la sábana, sus ojos hinchados con moratones, la nariz rota y las mejillas arañadas; un labio partido, una rozadura en la barbilla y las pestañas inmóviles. Veía a una víctima de un accidente que, además, era su hija.

Lanzó un grito.

Clarke y Redpath tuvieron que sacarlo a rastras ayudados por Claverhouse, que había acudido al oír el alboroto.

– ¡Dejen la puerta abierta! ¡Los mato si la cierran!

Intentaron hacerle sentar. Redpath quitó el libro de la silla, pero Rebus se lo arrebató y lo tiró al pasillo.

– ¿Cómo es posible que estés leyendo un puto libro? -exclamó-. ¡Sammy ahí dentro y tú leyendo novelas!