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Su plan consistió en hacer una incursión en un bar que frecuentaba el IRA, un local donde se reunían sus simpatizantes para beber y conspirar, y el pretexto, que allí se había refugiado un paisano con pistola y había que hacer un registro. Fue una descarada operación de hostigamiento que culminó en una paliza al recaudador de fondos del IRA.

Rebus se avino a aquello… porque era colectivo. O participabas o eras un cobarde. Y Rebus no estaba dispuesto a verse despreciado por los demás.

En cualquier caso, él ya sabía que la diferencia entre buenos y malos se había vuelto borrosa y aquella incursión acabó por demostrarle que ni existía.

El Máquina irrumpió furioso vociferando como un poseso y echando fuego por los ojos, para emprenderla acto seguido a culatazos con los clientes, derribando mesas y rompiendo vasos. En un primer momento, los compañeros quedaron sobrecogidos por aquella violencia mirándose unos a otros, pero bastó que uno comenzara también a repartir golpes para que los demás le secundaran. Hicieron añicos el espejo de la barra, encharcaron el suelo de cerveza y los clientes gritaban y suplicaban arrastrándose a gatas sobre los vidrios rotos. El Máquina arrinconó al militante del IRA contra la pared, le dio un rodillazo en el bajo vientre, le retorció un brazo y le tiró al suelo, donde continuó propinándole culatazos, mientras irrumpían más soldados y frente al local se detenían varios carros blindados. Una silla fue a estrellarse en la estantería de los licores. El olor a whisky era sofocante.

Rebus, angustiado, intentó parar aquello a gritos hasta que finalmente tuvo que hacer un disparo al aire con el que logró que todos se quedaran paralizados… El Máquina dio un último puntapié a su víctima y salió del local. Los demás, tras un instante de vacilación, le siguieron. Con su intervención Rebus había demostrado que, a pesar de ser un simple soldado raso, era el líder natural del grupo.

Aquella noche hubo juerga en el cuartel y los compañeros le gastaron bromas por habérsele escapado el gatillo. Dieron cuenta de varias cajas de cerveza y se contaron anécdotas, ya de por sí exageradas, quedando aquel incidente convertido en mito y revestido de una grandeza que no tenía: convertido en una falsedad.

Semanas después, en las afueras de la ciudad junto a una granja entre colinas y prados, dentro de un coche robado, encontraron al militante del IRA muerto de un disparo. Se atribuyó su muerte a algún grupo paramilitar protestante, pero el Máquina, aunque sin confesar nada, cada vez que hablaban del incidente guiñaba un ojo y sonreía. Rebus no llegó a saber si era una bravata o es que realmente presumía de ser el autor. Él ya no tenía otra aspiración que marchar de allí, lejos del Máquina y de aquella ética de nuevo cuño, y como única salida recurrió a alistarse en las Fuerzas Especiales de Aviación. Por incorporarse a una unidad de élite nadie iba a tacharle de cobarde ni a pensar que desertaba.

Volver a nacer.

Había terminado la cara uno. Dio la vuelta al disco, apagó las luces y se sentó en el sillón. Sintió un escalofrío. Comprendía lo que generaba atrocidades como la de Villefranche y que en pleno siglo XX siguiesen perpetrándose en el mundo barbaridades así. Era consciente de la crueldad congénita del género humano y de que frente a tantos actos de barbarie de nada servían la valentía y la bondad.

Temía, además, que de haber sido su hija la víctima del francotirador él habría irrumpido también en el bar dándole al gatillo.

La banda de Telford actuaba como una tribu y confiaba en su jefe; pero Telford pretendía ahora aliarse con los grandes…

Sonó el teléfono y lo cogió.

– John Rebus -dijo.

– John, soy Jack.

Jack Morton. Rebus dejó la lata de agua mineral.

– Hola, Jack. ¿Dónde estás?

– En este apartamentito que tan amablemente me han facilitado nuestros amigos de Fettes.

– Para que cuadre con tu papel.

– Sí, supongo que sí. Aunque teléfono sí que tiene, pero es de monedas. -Hizo una pausa-. ¿Estás bien, John? Pareces… ido.

– Así es justamente como estoy, Jack. ¿Qué tal ese empleo de guardia de seguridad?

– Muy tranquilo, muchacho. Debería haberlo aceptado hace años.

– Espera a tener el retiro asegurado.

– Ah, eso sí.

– ¿Resultó bien la actuación de Marty Jones?

– Candidata a varios Osear. Estuvieron muy duros y cuando yo entré en la tienda tambaleante, el horrendo y el horrible se mostraron de lo más solícito y enseguida me hicieron las preguntas de rigor… No son muy sutiles.

– ¿No desconfiaron?

– Eso me preguntaba yo y me extrañó que diera un resultado tan rápido, pero creo que a ellos les hemos convencido. Engañar a su jefe es otra cuestión.

– Ahora le corre mucha prisa.

– ¿Con la guerra declarada?

– No creo que se trate únicamente de eso, Jack. Me parece que le apremian sus nuevos socios.

– ¿Los rusos y los japoneses?

– A mi entender le están tendiendo una trampa con Maclean's.

– ¿Tienes pruebas?

– Es una corazonada.

– Entonces, ¿en dónde me he metido? -preguntó Morton.

– Ve con cuidado, Jack.

– No hace falta que lo digas.

– ¿Cuándo crees que entrarán en contacto contigo?

– Me han seguido hasta donde vivo… Figúrate qué interés. Y ahora están ahí afuera.

– Deben de pensar que les convienes.

Rebus se imaginaba la situación: Dec y Ken querían a toda costa obtener un resultado rápido, por miedo a ser las próximas víctimas de Cafferty al estar tan lejos de Flint Street. Telford presionado por Tarawicz y, para mayor agobio, ahora el jefe de la Yakuza se presentaba en Edimburgo a exigir una prueba patente de que era un capo importante.

– ¿Y tú cómo estás, John? Hace tiempo que no nos vemos.

– Cierto.

– ¿Qué tal lo llevas?

– Sólo bebo refrescos, si te refieres a eso.

Y su coche con aquella peste a whisky que se le había metido en los pulmones.

– Cuelga, John, que llaman a la puerta. Más tarde te llamo.

– Ten cuidado.

La comunicación se interrumpió.

Rebus aguardó una hora, pero al ver que Morton no llamaba avisó a Claverhouse.

– No pasa nada -dijo Claverhouse-. Tararí y Tarará fueron a buscarle para acompañarle a algún sitio.

– ¿Tenéis vigilancia en el apartamento?

– La furgoneta de pintores está aparcada enfrente.

– ¿No sabéis dónde le llevan?

– Supongo que a Flint Street.

– ¿Y va sin protección?

– Acordamos que se hiciera de este modo.

– No sé…

– Gracias por el voto de confianza.

– Tú no estás en la línea de fuego, y fui yo quien le propuso, precisamente.

– Él sabe lo que se juega, John.

– En consecuencia, que ahora sólo cabe esperar que vuelva a casa o que acabe en el depósito.

– John, Calvino era un cómico comparado contigo.

Había agotado la paciencia de Claverhouse y pensó una réplica, pero se limitó a colgar sin decirle nada.

De pronto no aguantó a Van Morrison y puso un disco de Bowie, Aladdin Sane. Eran magníficas las discordancias pianísticas de Mike Garson, como si acompasaran sus pensamientos.

Tenía por testigos mudos a unas latas de zumo vacías y unas cajetillas de tabaco sin un solo cigarrillo. No sabía la dirección actual de Jack Morton; el único que podía dársela era Claverhouse y no quería reanudar la conversación. Quitó a David Bowie a la mitad de la primera cara y puso Quadrophenia. Leyó un comentario de la portada: «¿Esquizofrénico? Cuadrofénicamente dolorido». Más o menos como él.