Выбрать главу

– Presuntamente de Linzstek a su comandante -dijo ella.

– ¿No está firmado?

– Sólo aparece el apellido subrayado.

– No sirve de prueba contra Linzstek.

– No, pero ¿recuerda lo que hablamos? Sirve como prueba del móvil de la matanza.

– ¿Una manera de relajar a los muchachos?

Ella le dirigió una mirada glacial.

– Perdone -dijo él alzando las manos-. Sería el colmo. Tiene razón, más bien es como si el teniente buscase una justificación por escrito.

– ¿Para la posteridad?

– Es posible. Al fin y al cabo ya por entonces comenzaban a perder la guerra. -Miró los otros papeles-. ¿Algo más?

– Más informes, pero nada de particular, aparte de unos testimonios de los testigos oculares. -Le miró con sus ojos gris claro-. Acaba uno impresionado, ¿no es cierto?

Rebus la miró y asintió con la cabeza.

La superviviente de la matanza vivía en Juillac y no hacía mucho que había sido interrogada por la policía en relación con el oficial de las tropas nazis. Su testimonio se ajustaba a lo que había manifestado durante el proceso: sólo le vio la cara unos segundos desde la buhardilla de una casa de tres pisos. Cuando le mostraron una foto reciente de Joseph Lintz, la mujer se encogió de hombros.

– Puede ser -dijo-. Sí, podría ser.

Rebus sabía que cualquier fiscal consciente impugnaría aquella afirmación sabiendo cuál sería la reacción de un abogado defensor con dos dedos de frente.

– ¿Qué tal va el caso? -preguntó Kirstin Mede, quizá por haber advertido algo en la actitud de él.

– Lento. El problema es todo esto que ve aquí encima -replicó señalando el abarrotado escritorio-. Esto por un lado y, por otro, un ancianito que vive en un barrio de gente acomodada de Edimburgo. Dos asuntos aparentemente contradictorios.

– ¿Ha hablado con él?

– Un par de veces.

– ¿Cómo es?

¿Cómo era Joseph Lintz? Un hombre culto, un lingüista que en los setenta, durante un par de años, había sido profesor de alemán en la universidad; según él para «Cubrir una vacante mientras encontraban a otro de más mérito». Residía en Escocia desde 1945 o 1946, no podía precisar la fecha, le fallaba la memoria. Tampoco era muy clara su vida anterior; él alegaba que al haber sido destruida la documentación de los archivos, los Aliados le habían extendido duplicados. Únicamente existía su palabra contra la hipótesis de que aquellos papeles no fuesen más que una sarta de mentiras inventadas por él y aceptadas como ciertas. Lintz afirmaba que era natural de Alsacia, que sin padres ni familia se vio obligado a alistarse en las SS. Aquel detalle de las SS rozaba las fibras más sensibles de Rebus, pues era la clase de confesión capaz de inclinar la balanza del veredicto del tribunal militar, porque de la supuesta honradez de no ocultarlo podía colegirse que no mentía en lo demás. Lo cierto era que no existía ningún expediente en que constara un tal Joseph Lintz en las filas de un regimiento de las SS, pero, claro, las SS habían destruido gran parte de sus archivos al ver el derrotero que tomaba la guerra. El expediente de guerra de Lintz era igualmente vago; en él se alegaba neurosis bélica como explicación a sus fallos de memoria, pese a que perjuraba que no se llamaba Linzstek ni había servido en la región francesa de Corréze.

– Yo serví en el este, que es donde me encontraron los Aliados.

El problema era que no había una explicación convincente sobre cómo había llegado Lintz al Reino Unido. Él explicaba que había solicitado el traslado allí para comenzar una nueva vida lejos de Alsacia y de los alemanes, con el canal de la Mancha por medio. Pero tampoco había documentación que lo avalara; luego, los investigadores del Holocausto habían aportado «pruebas» sobre la implicación de Lintz en la «Ruta de Ratas».

– ¿Oyó alguna vez hablar de la «Ruta de Ratas»? -le preguntó Rebus en la primera entrevista.

– Naturalmente -contestó Joseph Lintz-. Pero nunca tuve nada que ver con ello.

Interrogaba a Lintz en el estudio de su casa de Heriot Row, una elegante mansión georgiana de cuatro plantas. Una vivienda enorme para un hombre soltero. Rebus se lo comentó y Lintz se limitó a encogerse de hombros, como si gozara de inmunidad. ¿De dónde había sacado el dinero?

– He trabajado mucho, inspector.

Tal vez, pero aquella casa la había comprado a finales de los cincuenta, cuando vivía de su sueldo de profesor. Un colega de la época le había dicho a Rebus que en el departamento de la universidad todos sospechaban que Lintz tenía una fuente privada de ingresos. Lintz lo negó.

– En aquella época las casas eran más baratas, inspector. Lo que más se vendía eran casas en el campo y chalets.

Joseph Lintz: un metro sesenta escaso, con gafas, manos apergaminadas con manchas y un reloj de pulsera Ingersoll de antes de la guerra. En su estudio las estanterías acristaladas llenas de libros cubrían las paredes. Vestía trajes color marengo y había en él un aire elegante, casi femenino, en la manera de llevarse una taza a los labios, de sacudirse una mota de polvo del pantalón.

– Comprendo a los judíos -dijo-. Ellos tratan de implicar al mayor número de personas posible para que todo el mundo tenga mala conciencia. Quizá tengan razón.

– ¿En qué sentido, señor?

– ¿Acaso no hay en todos nosotros algún secreto, cosas de las que nos avergonzamos? -replicó Lintz sonriente-. Ustedes les siguen el juego sin entenderlo.

Rebus siguió insistiendo.

– La verdad es que son dos apellidos muy parecidos: Lintz, Linzstek.

– Por supuesto; de otro modo, la acusación no se sostendría. Pero reflexione un poco, inspector: ¿no habría cambiado mi nombre de forma más ostensible? ¿No va a concederme un mínimo de inteligencia?

– Más que un mínimo.

En las paredes tenía diplomas y títulos honoríficos enmarcados, fotos con rectores de universidad y políticos. Cuando Watson dispuso de algunos datos más sobre Joseph Lintz le advirtió a Rebus que fuera con cuidado: el anciano era un mecenas de las artes -ópera, museos, galerías- y hacía muchos donativos de caridad. Era un hombre con amistades; pero también un solitario, alguien cuya mayor satisfacción era cuidar tumbas en el cementerio de Warriston. Sobre sus mejillas prominentes se extendían unas profundas ojeras. ¿Dormía bien?

– Como un corderito, inspector -otra sonrisa-. Un cordero para el sacrifico. Mire, yo comprendo perfectamente que usted haga su trabajo.

– Su compasión no conoce límites, señor Lintz.

El anciano se encogió de hombros.

– Inspector, ¿conoce la frase de Blake? «Y durante toda la eternidad/yo te perdono, tú me perdonas.» Aunque a los periodistas dudo que los pueda perdonar.

Hizo este último comentario con notorio desprecio a juzgar por la crispación de sus músculos faciales.

– ¿Por eso azuza a su abogado contra ellos?

– Con su modo de expresarse me equipara usted a un cazador, inspector. Se trata de un periódico, una entidad que dispone en todo momento de costosa asesoría jurídica. ¿Cree que un particular tiene alguna posibilidad?

– ¿Por qué molestarse, entonces?

Lintz golpeó los brazos del sillón con los puños cerrados.

– ¡Por principios, naturalmente!

Aquellos estallidos eran raros y breves, pero Rebus había sido testigo de algunos y sabía que Lintz tenía su genio…

– ¡Oiga! -decía Kirstin Mede con la cabeza ladeada mirándole.

– ¿Qué?

– Estaba usted a miles de kilómetros -dijo ella sonriendo.

– Sólo en el otro extremo de la ciudad -replicó él.

Ella señaló los papeles.

– Se los dejo aquí, ¿de acuerdo? Y si tiene alguna pregunta…

– Estupendo, gracias -dijo Rebus levantándose.