Выбрать главу

Martina Cole

El jefe

Para Natalia Whiteside, mi primera nieta y la persona que más quiero.

He sido muy afortunada con mis hijos y mis nietos, así como con mi nuera, Karina.

He aprendido que lo más importante en la vida es lo que uno deja a su paso y la gente que deja atrás. Dios es generoso y nadie lo sabe mejor que yo. Mi madre siempre decía que Dios paga sus deudas sin dinero y que «se recoge lo que se siembra». De ser así, entonces soy sumamente afortunada, pues tengo la familia que siempre he soñado, la cual crece y se fortalece cada día más.

Le deseo a mis lectores todo el amor, la suerte y la felicidad que pueda proporcionarles la vida y agradezco a Dios la dicha que me otorga a cada instante. No siempre fue así, pero ahora he descubierto que el gran secreto de la vida reside en disfrutar de los buenos momentos mientras se pueda y gozarlos con las personas que amas.

Dedico este libro también a una amiga muy especial, Eve Paccito. Fue una mujer maravillosa, siempre entregada a cualquiera que necesitase de una amiga, como lo fue mía durante años. Era la viva imagen de la generosidad y siempre anteponía los demás a sí misma. La echo de menos y añoro aquellas comidas íntimas que compartíamos. Mi más sincero pésame a los dos Peters.

También quiero dedicar este libro a nuestra niñera Donna, a la que nunca olvidaremos. Fue un privilegio conocerla y ser su amiga, y no hay duda de que la vida será mucho más triste sin su presencia. Dios la bendiga y la tenga en su gloria.

Así mismo, quiero dedicar este libro a mi estimable amiga, Diana. Ella es mi más ferviente seguidora, como yo lo soy suya. Una verdadera compañera, una mujer entrañable con una gran personalidad. Tiene una familia maravillosa y un carácter muy peculiar, por lo que considero un privilegio ser su amiga. Animo, compañera, con todo mi amor y cariño.

Y, cómo no, a Delly, la hermana que todo el mundo desearía tener.

PRÓLOGO

Diciembre de 2006

Mary Cadogan yacía tendida en la cama. Estaba asustada, pero la verdad es que vivía siempre asustada. Asustada de que su marido fuese encarcelado y más asustada de que no lo fuese.

No quería que nadie la viese allí tendida, completamente vestida en una gélida noche de diciembre, esperando que regresase el hombre que no pondría ningún reparo en acabar con ella, física y emocionalmente. El olor de su aliento impregnaba la habitación; siempre tenía ese olor rancio propio de los bebedores, ese olor amargo y repulsivo, aunque nadie se había atrevido jamás a mencionárselo. El hábito de la bebida, al igual que otros muchos aspectos de su vida, era un tema del que no se podía hablar abiertamente. Sin embargo, todos los que la rodeaban sabían que ni los caramelos ni los chicles de menta podían enmascarar su mal aliento. Su vida, además, les hacía sentirse incómodos, especialmente a ella misma.

Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hace que hasta el más ti uro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.

Mary Cadogan notó esa peculiar presión en el pecho que siempre le provocaba oír el nombre de su marido. El hecho de que a los demás les suscitara el mismo sentimiento le servía de poco porque ella lo había visto en acción, lo había sentido en sus propias carnes y sabía que nadie que tuviera una pizca de cerebro se atrevería ni tan siquiera a contradecirle, a menos que llevara un arma en la mano, por lo que normalmente optaban por dejar que se saliera con la suya antes de enfrentarse a su cólera.

Mary se miró en el espejo que había frente a la cama. Hasta ella se sorprendía de conservar siempre ese aspecto tan sereno e inmaculado, sin un pelo fuera de su lugar por muchas cosas que le inquietaran o le sucedieran. Era un don que poseía, un hábito que había forjado con los años con el propósito de que su marido y padre de sus hijos no supiera qué pensaba realmente. De hecho, hasta hacía muy poco tiempo, siempre había procurado que nadie a su alrededor supiera lo que pensaba; era una táctica de supervivencia que había desarrollado con el fin de no perder la cabeza.

Vivir, como ella hacía, en un campo de minas y con un hombre que consideraba una ofensa personal cualquier tipo de desacuerdo, le había hecho aprender a mostrarse conforme con cualquier cosa que dijera o hiciera. Tenía que hacerlo, como hacían todos los demás cuando trataban con alguien como Danny Boy Cadogan. Y no sólo eso. También tenía que fingir que realmente pensaba que tenía la razón y que siempre era más listo que nadie. Ya fuese un tema de importancia, como por ejemplo dónde vivirían, o algo nimio, como por ejemplo qué desayunarían los niños, la cuestión es que él siempre estaba en lo cierto.

Al principio imaginó que su amor por él le haría cambiar, le haría borrar esa actitud dominante, pero no tardó en darse cuenta de que se había esforzado en vano. Si acaso, todo lo contrario; con el paso de los años, había empeorado y a ella no le había quedado otra opción que armarse de una coraza de tranquilidad y credibilidad que, si no hacía su vida más feliz, al menos parecía soportable a los ojos de los demás.

Mary levantó una mano sumamente arreglada y, de forma instintiva, se acicaló el pelo. Su hermano Michael había intentado a su manera que su situación mejorase, pero le había decepcionado, al igual que a todos los demás, incluido Danny. No obstante, lograba mantenerlo a raya, al menos hasta donde se podía con una persona como él, pues Danny siempre hacía lo que se le antojaba, algo que dejaba claro a los pocos minutos de conocerle. Desde muy pequeño había estado dominado por un espíritu combativo que le había servido para poner en su lugar a muchachos mucho mayores y más fuertes que él, por eso se convirtió en un tipo de mucho cuidado. Era un líder nato y, para ser sinceros, los había llevado a todos por el buen camino, de lo cual cada uno se había aprovechado a su manera. Sin embargo, ahora los había puesto en una situación tan dificultosa que parecía no haber escapatoria.

La madre de Danny estaba en la planta de abajo con las niñas, escuchando tranquilamente la maldita radio, tarareando canciones ya más que pasadas de moda y rememorando viejos recuerdos.

Michael Miles, el hermano de Mary, suspiró pesadamente:

– ¿De verdad crees que lo hará?

– Cualquiera sabe. Nunca se sabe qué anda pensando. No creo que lo sepa ni él mismo -respondió Jonjo oyendo su propia voz, que, como siempre, sonaba de lo más neutra.

– Espera que llegue Eli y luego nos marcharemos. Y deja de comportarte como un puñetero niño. Ya está todo planeado, así que cierra el pico.

Jonjo se dio cuenta de que todo había terminado, aunque creía que aquella noche no sucedería nada, ni esa noche ni ninguna otra noche. Todo había sido inútil. Danny se saldría con la suya, como siempre. ¿Por qué iba a ser diferente? ¿Por qué pensaban que podrían detenerlo si eso era tan imposible como parar una bala con una raqueta de tenis?

Michael comprendía la inquietud de Jonjo, pues la había experimentado en muchas ocasiones en los últimos años, a pesar de ser la única persona a la que Danny trataba con cierta decencia y respeto. De hecho, Danny sentía aprecio por él y, por muy extraño que parezca, él también le correspondía. Pero esta vez se había pasado de la raya y eso lo sabían todos. Arrancó el coche y dijo:

– Es la hora.

Partieron a gran velocidad, sumidos en un profundo silencio ante la gravedad de lo que pensaban hacer.