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Sin embargo, a lo hecho pecho, y ahora ella era su esposa y en su mundo no existía el divorcio. Él podía hacer lo que se le antojase, irse con quien le diera la gana, pero a ella no le quedaba otra opción que hacer lo que él le ordenase. Si se le ocurría abandonarla, ése era su problema, puesto que ningún hombre se atrevería a acercarse a ella, mucho menos a ponerle una mano encima.

Mary, sin embargo, sabía que jamás tendría esa suerte, porque la perseguiría y la acosaría hasta en su tumba. Danny pensaba que, como marido, la poseía y era su dueño, lo que en muchos aspectos era completamente cierto. Mary estaba deseando que las abandonase, tanto a ella como a su hija, aunque estaba segura de que no la dejaría marchar con la niña. De hacerlo, lo haría sola. Y sabía que sin Danny no duraría ni cinco minutos, pues no era hombre que admitiera desaires de ninguna clase, ni tampoco de los que estaban dispuestos a padecer más de lo necesario. Era consciente de que su imagen le importaba más que ella y que su hija, como también que era capaz de abandonarlas a las dos si se le antojaba. No se sentía segura de su afecto ni de su lealtad, a pesar de haberle dado una hija. Danny era muy capaz de pasar por encima de ambas, de ignorarlas por completo, y nadie que estuviera en su sano juicio se atrevería a cuestionar sus motivos. Su hermano no, desde luego, de eso estaba completamente segura. Mary sabía que si algo así sucedía, nadie acudiría en su ayuda. Sin él, sin Danny Boy, estaría acabada y eso le dolía más que nada. El nacimiento de su hija le había demostrado una vez más el enorme poder que él ejercía sobre su vida, y ahora tanto de la suya como de la de la niña. El se encargaría de dirigir y controlar sus vidas como había hecho con los suyos y con todo el que le rodeaba.

Su propia actitud frente a su marido le había demostrado lo muy cobarde que era al evitar cualquier tipo de confrontación, ya que resultaba completamente inútil. Danny Boy era capaz de borrarla del mapa y disfrutar mientras lo hacía. Él la consideraba simplemente una mierda y la veía tan sólo como a la hermana de su mejor amigo. De un amigo al que estimaba más que a nadie, incluso más que a su propia familia. Darse cuenta de ello la afectó porque ella seguía queriéndolo, algo que además él sabía, razón por la cual la trataba como al último eslabón de la cadena. Después de todo, como esposa de Danny Boy, ya tenía garantizado el respeto y la admiración de todas las personas que conocía. Si él no se lo daba en privado, al menos se aseguraría de que lo recibía en público.

La vida era demasiado dura y el nacimiento de su hija, de esa hija a la que le asustaba ponerle un nombre sin su permiso, había exacerbado ese miedo, ya que la había unido a un hombre que sabía que la odiaba, igual que odiaba a todas las mujeres. Un hombre que, sin embargo, ahora era el capo de los capos. Un capo de los de verdad.

El nombre de Danny se escuchaba en ciertos círculos y su reputación suscitaba la envidia de los que deseaban ser como él pero no podían. Esos hombres sabían, como ella, que no tenían las agallas suficientes para llegar a ser un capo, un verdadero capo, ya que requería más energía y más tiempo de los que ellos estaban dispuestos a conceder. Era algo que exigía estar al pie del cañón las veinticuatro horas del día y sabían que sólo estaba al alcance de unos pocos, de aquellos que estaban dispuestos a hacer lo necesario con tal de mantener su reputación intacta.

Los Danny Boy de este mundo no abundaban, pues eran excepciones. Para llegar hasta donde había llegado él, había que ser un puñetero egoísta, una de esas personas que sólo piensan en cómo se interpretan sus acciones y que normalmente son unos cabrones muy peligrosos con un ego enorme y un desprecio total por sus semejantes. Personas que quitaban de en medio a todo el que se interpusiera en su camino sin el más mínimo remordimiento porque, según ellos, se merecían todo lo que pedían, así de sencillo.

Mary estaba dolorida, se le habían roto los puntos y la sensación de picor y quemazón le resultaba insoportable. Había sangre por todas partes, y pensar que lo único que ansiaba era una copa la deprimía aún más. Danny Boy había conseguido lo que llevaba años deseando. Ella estaba acabada, física y mentalmente acabada. Y ambos lo sabían.

Danny Boy estaba de pie en el balcón de su suite. El hotel no sólo era de categoría, sino además muy discreto. Era de un lujo que no había experimentado en la vida. Miraba a la soleada playa, maravillado por el color azulado y cristalino del Mediterráneo. Veía una familia, los padres miraban a los niños correr a la par de las olas: era una vida que jamás había pensado que pudiera existir. Veía una familia que disfrutaba del sol. Mirándola se sintió feliz y en paz consigo mismo.

Danny esperaba emprender esa nueva aventura con un entusiasmo que impresionaría a todos sus contemporáneos. Estaba seguro de haber obrado acertadamente porque España, con todo lo que podía ofrecer, llegaría a ser una parte importante del escenario londinense. Instintivamente se dio cuenta de que era el paraíso de los paraísos.

Y él era el dueño de todo. Desde la multipropiedad hasta los bares y clubes que empezaban a destacar desde Marbella hasta Benidorm, Danny Boy era el principal benefactor de todas las personas que se ocultaban allí, personas que necesitaban un refugio seguro donde esconderse de las autoridades británicas. Se sentía en su salsa y, además, lo trataban como si fuese un miembro de la realeza.

Danny Boy estaba encantado porque, gracias al mundo en que vivían, Europa estaba a la espera de ser conquistada. Los Ab Dab, los Bubbls y los Squeak hacían cola para vender su mercancía a un público que no resultara sospechoso. Desde Marruecos hasta Atenas, gracias a British Telecom y a British Airways, el tráfico de drogas se extendía por todas partes. De hecho, estaba llegando a la otra punta del mundo. Sudamérica tenía mucho que ofrecer, especialmente los colombianos, que ya se habían adueñado del mercado americano y estaban dispuestos a suministrar al resto del mundo. La cocaína se había convertido en la droga de diseño por excelencia, algo que consumían todas las estrellas de cine y los cantantes de rock. Se la consideraba un estimulante sin efectos secundarios. Antes había sido una droga exclusiva de los ricos, pero ahora, gracias al transporte por mar y aire, estaba al alcance de cualquiera que tuviera dinero para pagarla. Los años ochenta eran los años de las grandes concesiones y de los grandes préstamos. Hasta los negociantes más escrupulosos prestaban con una facilidad y soltura que dejaban perplejos a los Danny y a los Michael por su estupidez. Ellos, por supuesto, también estaban dispuestos a prestar dinero, ya que era un buen negocio. Desgraciadamente, a diferencia de los Barclays y los Lloyd, reclamaban la devolución de sus préstamos con más diligencia que ellos y con más violencia de la necesaria.

Era una época gloriosa para todo el que estuviera en el meollo, pero también un buen momento para la reflexión. El dinero se conseguía en un santiamén y, además, lo conseguían personas sin la inteligencia suficiente para vender esa nueva fuente de riqueza. Solían armarse hasta los dientes, pero también tenían el desagradable hábito de pasarse el día esnifándose la mercancía que vendían. Eso permitía que Danny Boy recuperara su inversión inicial de forma gradual, recogiera los beneficios de su préstamo personal y, cuando se le antojaba, eliminara a las mismas personas que ahora, sin saberlo, se habían convertido en sus competidores. Era algo que le encantaba.