Eli tenía una cabeza enorme y un pelo espeso hecho trenzas y sumamente despeinado. Su piel lisa y sus prominentes pómulos le daban el aspecto de una escultura, además de un parecido con Bob Marley del que se aprovechaba con las chicas blancas. También tenía ese color chocolate que vuelve locas a todas las mujeres, blancas o negras. A Eli, además, le gustaban toda clase de mujeres, siempre y cuando fuesen guapas, estuviesen buenas y no resultase difícil tirárselas. Amaba a su chica y a sus hijos, pero vivía en un mundo donde lo extraño resultaba una tentación que siempre estaba dispuesto a saciar. Para la mayoría de las mujeres, resultaba un hombre sexy, algo que sabía perfectamente y utilizaba para sus propios fines.
Vistiendo, sin embargo, era bastante conservador y fumaba hierba a todas horas. Estaba permanentemente colocado, pero aun así podía hacer cualquier operación matemática. Era un genio para los números y, de haber nacido en otro ambiente, habría ido a una buena escuela e incluso a la universidad, donde seguro que habría destacado por su habilidad para las matemáticas. Al igual que muchos niños superdotados, había sido ignorado por su aspecto y su actitud. Por esa razón, había utilizado su habilidad natural para llevar el control del tráfico de drogas, desde un cuarto hasta un kilo. Y con las apuestas hacía otro tanto.
Eli era capaz de realizar cualquier cálculo respecto de un negocio mediante operaciones matemáticas. Como había dicho en cierta ocasión un poli, era un jodido genio. Con trenzas o sin ellas, para ellos era un completo enigma. Se tendría que haber sacado provecho de un chico así, debería haber sido elogiado por su inteligencia y haberle concedido la oportunidad de utilizar esa cabeza para el bien de los demás. Sin embargo, asistió a una escuela estatal donde su capacidad intelectual asustó a los profesores, que consideraban que un chico de sus características no se merecía tal cosa. Su inteligencia les hacía sentirse incómodos y, por eso, intentaron por todos los medios anularla. Finalmente, se vio solo, sentado en su pupitre, aburrido como una ostra mientras esperaba que los demás niños se pusieran a su ritmo, lo cual jamás sucedía. Por esa razón, se convirtió en uno más de esos alumnos olvidados y marginados por las escuelas estatales, esos que jamás lograban graduarse debido a sus antecedentes y su aspecto, esos que terminaban poniéndose al servicio de algún delincuente porque sabían que habían nacido para algo más que trabajar en un almacén.
Eli, además, era un buen tipo en opinión de Danny y se sentía ofendido de que hubiese pensado, aunque sólo fuese por un instante, que él estaba involucrado en el asunto. Aunque en realidad, puede que les hubiera dado luz verde. Por otro lado, comprendía que hubiese pensado una cosa así, pues no se hacía nada sin su previo conocimiento, aunque él no hubiera permitido semejante cosa, pues jamás habría actuado en contra de los intereses de sus amigos. Eso hubiera provocado un resquemor entre los que lo conocían y hubiera impedido cualquier tipo de reconciliación.
Por ese motivo, ambos se sentían muy enojados contra los puñeteros asaltantes y querían dar con ellos lo antes posible. Les resultaba increíble que alguien hubiera tenido los cojones suficientes para atracarlos, especialmente sabiendo que Danny Boy acabaría enterándose de sus nombres, direcciones y números de teléfono más tarde o más temprano, ya que consideraba semejante acto un insulto que resolvería personalmente. De hecho, se lo había tomado tan personalmente que ya había ofrecido una recompensa a quien pudiera decirle algo. Una recompensa, por cierto, que tentaría al más pintado.
Danny se había mostrado muy displicente al principio, pero luego había sentido la necesidad de manifestar su irritación y ofreció una recompensa por cualquier información. Estaba enfadado por el descaro y el atrevimiento que eso suponía, por el desprecio y la desconsideración que significaba frente a la comunidad. Danny se caracterizaba por poseer eso que se llama enfado lento.
Danny señaló con el dedo la cara de Eli y, con rabia contenida, dijo:
– Escucha, Eli. Te aseguro que alguien va a salir muy mal parado. Ahora cualquiera que tenga más dinero de la cuenta se convierte en un sospechoso. Piensa en eso. Cualquiera que disponga de un dinero que no se sabe de dónde procede será interrogado como si fuese un puñetero terrorista. Y me da igual si tienen a alguien en el talego, o si son de Guildford Tour o de Birmingham Six. Resolveremos este asunto antes de que cante un gallo, así que relájate y deja de atosigarme.
Eli se encogió de hombros, pero luego, con una pasión que Danny Boy pudo comprender, de haber estado en su lugar, dijo:
– Los quiero para mí solo, Danny Boy. Tenía a mi hijita de tres años en el regazo y los muy cabrones me pusieron una pistola en la cara. A mí, como si yo fuera un don nadie. Los quiero para mí solo, aunque les dejaré algo a mis hermanos. Esto es una cuestión personal, una cuestión de respeto. A mí nadie me toma el pelo.
Danny asintió en señal de acuerdo.
– Te comprendo, colega. Yo pienso lo mismo y me parece justo.
Sonrió con esa diabólica sonrisa que tantas puertas le había abierto en el mundo criminal.
– Sólo te pido una cosa, Eli. Quiero estar delante y quiero ver qué dicen al respecto.
Eli sonrió, mostrando sus dientes blancos por primera vez desde que se habían reunido.
– Sí, así me animas.
Danny asintió en silencio, mientras se devanaba los sesos pensando quién podía haber hecho semejante gilipollez. Fuese quien fuese, debía de estar enganchado a las drogas y haberse puesto hasta la gorra. Nadie con dos dedos de frente se habría atrevido a cometer una estupidez de ese calibre.
Danny Boy estaba tan intrigado como cabreado y deseaba ardientemente saber quién había sido y cómo se le había ocurrido tomarle el pelo de esa manera.
– ¿Sabes si eran blancos o negros?
Eli se encogió de hombros.
– No sabría decirte, Danny. Llevaban pasamontañas y guantes. No pronunciaron palabra alguna y se limitaron a encañonarnos con sus armas.
Danny asintió de nuevo. Fuesen quienes fuesen, lo habían llevado a cabo de forma muy profesional. Evidentemente, eran gente conocida, pues de no ser así no habrían sido tan cautos y astutos a la hora de guardar silencio. Estaba claro que no querían que se les reconociese la voz ni el acento. Era alucinante. No sabían nada de ellos y ni siquiera tenían la más mínima pista.
Danny Boy, sin embargo, sabía que había muy pocas personas que fuesen capaces de plantarle cara, tanto a él como a los hermanos Williams. Permaneció sentado en el asiento del coche. Se había quedado más de la cuenta porque era importante que lo viesen en casa de los Williams, así la gente pensaría que lo habían requerido para que resolviese el asunto. Y quería hacerlo, lo único que deseaba es hacerlo sin presión de ninguna clase. De momento, ninguno de sus trabajadores le había dicho nada. Nada de nada. Era un misterio que hasta la misma Agatha Christie se las hubiera visto negras para desentrañar. El, sin embargo, estaba dispuesto a llegar hasta el fondo aunque fuese lo último que hiciese en la vida.
Quienquiera que fuese la persona que había pensado que robar a los Williams era una opción viable debería de estar mal de la cabeza y necesitaba de un tratamiento psiquiátrico. Hasta él los tenía por buenas personas, hombres respetables que pagaban sus deudas y hacían todo lo posible para resolver sus problemas en privado, al margen de la opinión pública. Era una forma muy sensata de comportarse, especialmente en su mundo, donde la gente suele resolver sus asuntos a plena luz del día. No él, por supuesto. Eran los demás los que tenían que demostrar algo. Los don nadie siempre tenían que demostrar lo fuertes que eran, siempre convertían sus acciones en meras anécdotas de las que hablar en el pub y, si eran lo bastante afortunados, en algo que poder contar a sus nietos. Pensaban que con esos actos lograrían amedrentar a la pasma, pero lo único que conseguían era darle una razón para que se les echase encima y los jodiera legalmente. Así, todas las personas con las que se habían relacionado, incluso las que habían trabajado para ellos, eran vistas en la misma perspectiva. Era una auténtica gilipollez. Danny sabía que podía asesinar a una persona en plena calle y nadie se atrevería a abrir la boca, lo que no podía permitirse hacer ninguno de sus guardaespaldas, ya que, si llamaban la atención de la bofia, estaban perdidos.